Por: Guillermo Carmona Rodríguez
«Los albañiles que construyeron esto comían la real m…», pienso, mientras desparramado en la cama examino las irregularidades, los agujeros, los montículos del techo. Estoy en medio de esas depresiones COVID, durante las cuales se te quitan las ganas de vivir y, entonces, si tuvieras un diario escribirías como Jean Paul Sastre en La náusea: «Hoy solo existí».
Hace tres semanas tenía la esperanza que en estos momentos no atravesaría una depresión COVID, sino que mataría la sed de socialización en un bar o, sentado en el Parque de la Libertad, observaría a las personas quitarse de encima el olor a guardado -como el de los abrigos para cazar osos polares que la gente se engancha con el primer frente frío — a golpe de aire fresco.
Sin embargo, los más de 500 casos de positivos que han informado cada jornada desde una semana atrás me recuerdan que cuando elaboramos un plan, Dios se nos ríe en la cara, el bullying celestial en su expresión más cruel; aunque el alto índice de positivad es asunto de hombres, no de dioses.
Mi mamá entra de improvisto al cuarto e interrumpe mis cavilaciones.
– ¿Te acuerdas de Luis el que maneja una guagüita amarilla?
– Sí — Sé por dónde viene su pregunta. Es un deja vu artificial, creado a base de diálogos similares que he compartido con ella. La vieja está muy nerviosa y yo temo que se quiebre en cualquier momento.
– Está grave en el hospital. COVID. — Me comenta. No reacciono. En algún momento se me gastaron las expresiones de sorpresa. No quiero pasar por cínico, solo que, tristemente, la situación ha perdido el sabor a fresa de la irrealidad y se ha vuelto rutina — Hay que cuidarse. Esto está malo — concluye mi mamá y sale del cuarto. Volverá a entrar cuando se entere de algún otro conocido o amigo de la familia que haya resultado positivo al coronavirus. Por desgracia, no demorará mucho.
Abandono mis diatribas contra teóricos albañiles y me paro en la ventana a fumarme un cigarro. Contemplo al gato de la vecina que se solea sobre una azotea, y a la ciudad en la lejanía. Me ronda en la cabeza una frase del principio de Conversación en la Catedral de Vargas Llosa, «¿En qué momento se había jodido el Perú? ¿En qué momento se había jodido Matanzas?», me cuestiono yo.
Me gustaría escribir que siempre estuvo jodida, pero lo haría más porque sonaría cool, que por ser un hecho objetivo. Algunos responsabilizan a la cepa Delta del Sars-CoV-2 que, como los gitanos, surgió en la India y luego se esparció por el mundo. La metáfora me parece adecuada porque la primera pista de que la provincia arribaba a un punto crítico fueron unas carpas montadas en los alrededores del hospital provincial Faustino Pérez como hacían los gitanos cuando llegaban a un pueblo nuevo.
Otros piden explicaciones a las autoridades que, aunque pudieron ser más recios e incisivos desde hace meses atrás cuando la cifra de infestados no llegaba al centenar, tomaron fuertes medidas para detener el rebrote: picaron la jornada a las doce del día como una naranja; para evitar la movilidad de las personas, suspendieron el transporte público; y cerraron las fronteras provinciales y municipales.
Recuerdo ahora una historia que me contó el Johny. Él es un amigo estomatólogo, natural de un pueblo con nombre de santo en el corazón de la provincia, pero que a causa de la pandemia se encuentra varado en casa de la novia en la ciudad de Matanzas. Mientras se rascaba la barba que le sobresale por debajo del nasobuco, me explicaba que unas semanas atrás su madre andaba deprimida pues una noche entraron a robar al patio de la casa, y envenenaron a la perra que malcriaba como una hija.
El Johny buscó una cachorra en adopción para llevársela a la madre. Me narra que cogió una máquina «por la izquierda» para su pueblo. Dice que el chofer agarró por caminos secundarios, tan olvidados que probablemente no aparezcan en los mapas. Me vienen a la mente «los coyotes», esos que cruzan a los emigrantes a través de la frontera entre México y Estados Unidos. «La vieja está mucho mejor», afirmó el Johny, seguro sonreía debajo del nasobuco. Cuando te relatan asuntos de esa índole, aunque sepas que violaba las medidas para prevenir la expansión de la COVID qué puedes hacer ¿Jalarle las orejas?
El coronavirus no puede evitar que fluya la vida. La gente tiene que buscar los mandados en la bodega, comprar culeros, ir al cajero electrónico, rellenar las fosforeras. No obstante, mientras dure la pandemia, nuestras rutinas no pueden ser las que conocimos antes de la pandemia, sino una adaptada a este contexto; sobre todo ahora que no es una cuestión de perspectivas, de si el vaso está lleno o vacío. El vaso se hizo añicos contra el suelo y la cola loca está perdida.
Para distraerme un poco de tanta filosofía sanitaria agarro el celular. En los últimos tiempos, como la situación epidemiológica ha estado tan mala, he decido irme de la realidad y vivir a mi teléfono. Reviso los estados de WhatsApp. Ante casi todo eran anuncios de huskies siberianos extraviados, memes, frases motivacionales a lo Coelho; ahora los sustituyeron pedidos de medicinas — azitromicina, enalapril-, llamados a no salir de casa y postales católicas apostólicas y romanas que te piden que reces para salvarte, para salvarlos, para salvarnos.
Tengo una notificación de Messenger. Es de una amiga del pre a la que le escribí hace días para saber cómo andaba. Me responde que está enferma, y que lo más posible es que sea COVID. Le hicieron el PCR días atrás, pero todavía no le han dado el resultado y se encuentra aislada en su casa mientras tanto. «Cuídate mucho, Guille, esto no tiene cara». Me equivoqué. Las redes sociales son un campo de refugiados. Hay quien trafica con las desgracias ajenas, algunos intentan ayudar en todo lo posible porque entienden que todos estamos igual de jodidos y otros, cansados, mariposean en un mundo rosa que se inventan.
Abro Facebook. El primer post es la foto pixelada de unos médicos que se bajan de una Yutong. En un pequeño texto arriba explican que son miembros de la brigada Henry Reeve que arriban a la provincia para ayudar, ante el cansancio y la sobresaturación de nuestros médicos. Por primera vez en el día tengo un buen presentimiento, aunque sé que tal vez peque de ingenuo. Además, parte de la población de la provincia -los adultos de Matanzas, Cárdenas y Colón- ya recibieron las tres dosis de Abdala. Ahora queda esperar a que la inmunidad prenda en las personas.
Mi mamá entra de repente al cuarto e interrumpe de nuevo el hilo de mis pensamientos. Había demorado mucho. «¿Te acuerdas de…?», me pregunta. Yo miro el pedazo de la ciudad más allá de la ventana. «Fuerza, Matanzas», pienso.
(Tomado de Alma Mater)