“Cantó mucho y bien, con una maestría e inspiración genuina y sana. Cuando se habla de él no se sabe exactamente dónde termina la mujer motivo de inspiración, y empieza la guitarra”, así calificó el prestigioso crítico musical, Ángel Vázquez Millares, realizador radial y profesor Premio Nacional de Radio, 2006, al célebre compositor Manuel Corona Raimundo (Caibarién, 17 de junio de 1880—Marianao, La Habana, Cuba, 9 de enero de 1950), fallecido en la más absoluta pobreza a pesar de que muchos de sus temas agenciaron fama a innumerables vocalistas.
Descendiente de mulato y chino, bohemio y enamoradizo, —llegado a La Habana como tabaquero supervisor de una factoría de puros—, Corona es uno de los músicos más simbólicos de Cuba. Guitarrista y compositor, es autor de populares piezas como Longina, Santa Cecilia, La Alfonsa, Aurora y Una Mirada; además de varias guarachas que también se hicieron muy populares en las primeras décadas del pasado siglo como El servicio obligatorio y Cómo está Lola; así como sus composiciones contestatarias a otros números de sus coterráneos como Animada, escrita en respuesta de Timidez, de Patricio Ballagas, y Gela amada, pegajosa réplica a Gela hermosa, de Rosendo Ruíz.
En torno al tema Santa Cecilia, existe un valioso cuadro prácticamente desconocido perfectamente conservado en el Museo provincial Ignacio Agramante, de Camagüey. Fue realizado un año después de darse a conocer esa canción, por un renombrado pintor y escultor español radicado en Camagüey, Juan Albaijés Ciurana (Valls, Tarragona, Cataluña, 9 de septiembre de 1874-Camagüey, 8 de abril de 1949), quien sensiblemente atraído por la hermosa letra y música de este tema, realizó un valioso y poco conocido cuadro
Imbuido además por su fe católica y su experiencia como pintor y escultor especializado en temas religiosos, la obra, titulada Retrato de joven o Santa Cecilia, 1919 (óleo / tela, 136 x 100 cm.) fue ejecutada por este prolífico artífice autor, entre otras muchas obras, de la escultura del Cristo situado en la cúpula de la Catedral de Camagüey, instalado en la torre del templo el 31 de octubre de 1937; así como del retrato del reconocido médico y científico cubano Carlos Juan Finlay (descubridor de la Fiebre Amarilla), realizado en 1948 (óleo / tela, 100 x 162 cm.), colección del Hospital Militar Central Dr. Carlos Juan Finlay, La Habana.
El destacado escritor, crítico y periodista, Pedro de la Hoz, afirmó que Santa Cecilia “enaltece la belleza femenina con imágenes que encajan en el imaginario lírico insular de la época”, en tanto “la música va más allá. El diseño de las dos líneas melódicas de la canción resulta desafiante y exige un depurado ejercicio vocal en su planteamiento original, comparable a la Perla marina y El huracán y la palma, de Sindo Garay” (periódico Granma, 17 junio de 2020).
Desde el punto de vista musical en esta canción se puede apreciar la figuración melódica, las progresiones, elementos técnicos que fueron manejados por Corona sin perder en ningún momento la sintaxis musical. La armonía es justa y acertada, tanto en los acordes tonales como en los extra-tonales, por lo que sus resoluciones son valoradas por los críticos y especialistas como correctas.
En el año 1594 el papa de la Iglesia católica oficialmente canonizó a Santa Cecilia. A partir de entonces su figura ha sido venerada por la cristiandad. Su celebración es el 22 de noviembre, fecha que corresponde con su martirologio, y también ha sido mundialmente proclamada como el Día de la Música, padrinazgo que le fue concedido por haber demostrado una atracción irresistible hacia los acordes melodiosos de los instrumentos (el arpa y el órgano, entre otros). Su espíritu sensible y apasionado por este arte convirtió así su nombre en símbolo universal.
Asimismo, en homenaje a ella, hacia finales del siglo XIX, se produjo un significativo movimiento de renovación de la música sacra católica que trascendió bajo el nombre de “cecilianismo”.
Manuel Corona evocó a esta santa para cantarle a la mujer cubana, presumiblemente a alguna criolla que le atrajo, como así surgieron otras canciones dedicadas por él a las muchachas habaneras, algunas de ellas residentes en la denominada zona roja de la capital, frecuentada por el compositor y donde vivían prostitutas y otros personajes del bajo mundo, en tanto gustaba asistir a tertulias familiares en las que hacía gala de sus dotes como músico y compositor.
El mulato alegre y extraordinariamente enamoradizo, desde el año 1903 con La Alfonsa, compuso muchas otras canciones dedicadas a las féminas que lo deslumbraron, piezas entre las que sobresalen, además de las ya mencionadas, las tituladas Mujer divina, A Nena, La niña, Dulce mía —dedicada a Eulogia Real, su verdadero amor—, A Pura, Estela, Dora, A Albertina, Lo que fue Josefina, A Rosa, Mi virgen venerada, A Flora, Dime adiós matancera, Reina mora, Angelina, Migdalia, Las dos indianas, Cachita, y su trilogía más conocida: Longina, Santa Cecilia y Mercedes; estas tres últimas popularizadas por otra trascendental mujer de la trova tradicional cubana, María Teresa Vera (Guanajay, 6 de febrero de 1895-La Habana, 17 de diciembre de 1965), cantante, compositora y guitarrista, figura imprescindible en la historia de la canción trovadoresca insular.
Sin embargo, Corona murió en un total anonimato, víctima de la tuberculosis y el alcoholismo. A su entierro en el Cementerio de Colón concurrieron muy pocas personas, entre estas Sindo Garay, Rosendo Ruiz, Tata Villegas, Pancho Majagua y Gonzalo Roig, quien despidió el duelo.
Una década antes de morir, como presagiando su muerte, compuso el tema titulado Verdad mundana, en el cual expresa: “Hoy que vivo sin nada y decaído / los amigos de ayer no me saludan, /me han llevado al recinto del olvido/ y virando la espalda me repudian”.
Calificado como “el más apasionado juglar de la mujer cubana…” en su obra trasciende una notable cubanidad que ganó popularidad entre los nacionales, motivo por el cual fue el autor de la trova tradicional fue más composiciones grabó; sin embargo, tal y como expresó en su bolero acróstico (1943) Para el Indio Juan Beltrán, se definía como “un trovador triste y sombrío / nacido para el arte pasional… / Dios me ha dado esta trova, amigo mío… / la trova de un bohemio nacional”.
En los últimos años de su existencia, el autor de otro cásico del pentagrama musical, Longina, frecuentaba los bares del litoral de Marianao, en los que cantaba sus canciones, tal pobre y hambriento pordiosero, en tiempos en que sus temas habían alcanzado fama nacional e internacional. En uno de estos establecimientos, en el conocido por el nombre de Jaruquito, en la madrugada del 9 de enero de 1950, pidió a su dueño que lo dejara descansar en un almacén de botellas vacías. En ese sitio, oscuro y frío, fue encontrado muerto a causa de su insuficiente alimentación, el alcoholismo y la tuberculosis.