El pasado domingo, 13 de junio, Mario Vargas Llosa respondió desde Madrid la entrevista que se le hizo para “Agenda Política”, del Canal N de Perú. Una vez más cuesta diferenciar dónde termina el ideólogo convencido del neoliberalismo y despreciador de su pueblo, y dónde empieza el fabricante de mentiras. Pero no será necesario ni intentarlo: ambos son el mismo. Eso ya se sabe, y a quienes deseen corroborarlo les será fácil hallar en las redes el video de la entrevista.
El reconocido novelista y patético marqués confiesa que apoya a Keiko Fujimori, de quien tanto discrepó antes, porque ella se ha hecho un examen de conciencia y está en condiciones de ser garante de la democracia y la institucionalidad en Perú. Nada pesa para el entrevistado la condena, por las instituciones peruanas, que pende sobre ella por actos de corrupción, y que si algo está exhibiendo es precisamente su irrespeto total a la institucionalidad y su vocación para asegurarse la presidencia que ha perdido por tercera vez, pero ahora podría propiciarle la inmunidad “legal” que la libre de la cárcel. En todas las respuestas muestra Vargas Llosa su enfermizo desprecio por los humildes, y su apasionado servicio a los opulentos.
Hasta ahí, pese a todo, pudiera pensarse que esas son sus convicciones, los puntos de vista de alguien que supuestamente empezó en la izquierda y no tardó muchos años en pasarse con todos sus bagajes —y con los excesos chillones del converso— a la derecha. Pero cuando dice que la señora Fujimori asegurará que en Perú no ocurra lo que hizo Hugo Chávez en Venezuela: demoler no más llegado a la presidencia la libertad de prensa que había prometido respetar, no cabe sino considerarlo un ignorante total —lo que no resulta muy seguro en su caso— o un mentiroso compulsivo, que es lo ostensible.
Negar y pretender que los demás desconozcan que todos los días de su vida como presidente, hasta una muerte que sigue siendo sospechosa, Chávez tuvo que enfrentar la hostilidad de la prensa privada, ampliamente mayoritaria en su país, no puede ser un acto inocente, si alguno hay en el defensor del gran capital. Sus malabares verbales no alcanzan a ocultar su complicidad con las acusaciones de fraude que hacen a la Fujimori merecedora del título (des)honorífico de Lady Trump del Sur. Está a la altura del discípulo brasileño, también criminal, del magnate yanqui.
Bailando en la misma cuerda de la (o los) Fujimori, Vargas Llosa carga también, diga lo que diga, con su naturaleza de bufón de esa ralea. El entrevistador, un profesional que, sea cual sea su pensamiento, sabe “meter la uña”, lo conmina al final a decir si aceptaría la decisión de las autoridades electorales que tanto invoca, aunque declarasen presidente, como es de esperar que, para su propio honor, hagan, a Pedro Castillo. Pero el entrevistado, que desprecia al maestro campesino, solo a regañadientes y con boca pequeñita responde que sí, cuando todo lo que ha venido diciendo desde su comodidad madrileña apunta a que no.
Su afán es preparar el camino para solo aprobar la elección de Keiko Fujimori —quien ya la ha perdido aunque no quiera aceptarlo, y si no se desprestigia cada vez más se debe a que no tiene prestigio que perder— y calzar el ambiente golpista que ella abona. En ese camino, Vargas Llosa llega a decir que las autoridades electorales dieron marcha atrás, sin ofrecer explicación alguna, a la decisión que en un momento anunciaron de aceptar que el plazo a la candidata derrotada para sus tramposas reclamaciones se extendiera de la noche del miércoles 9 a la del viernes 11.
Pero debió haber dicho que, si dieron marcha atrás, fue —y lo explicaron públicamente— porque esa ampliación era ilegal y violaba lo establecido previamente para el proceso de las elecciones. También pudieron haber reconocido que habían planteado la dilación para complacer presiones de Fujimori y las fuerzas opresoras y corruptas que ella representa, ante lo que no podrían impedir las manifestaciones de rechazo que ya les venía encima por parte de quienes defienden el respeto a la decisión mayoritaria del pueblo peruano, del que la oligarquía, concentrada en Lima, intenta burlarse.