El 26 de abril del horrendo año 1986 emergió una explosión en el IV reactor de la Central Electronuclear de Chernobyl. Sobre las causas que provocaron el estallido afloraron sucesivas capas de análisis que arrojaron dispares respuestas, algunas encontradas, otras desde los postulados científicos. No faltó en esta madeja de abordajes las politizadas miradas, también las grotescas.
Sin embargo, la explicación consensuada indica que el desastre se produjo porque desde el día anterior se estaban desarrollando pruebas en la instalación que exigían reducir la potencia del reactor, dinámicas internas que desataron una serie de desequilibrios y, en paralelo, anomalías técnicas. Sumadas una tras otra, la gran catástrofe nuclear.
Dichas inestabilidades tecnológicas dispararon el sobrecalentamiento —sin control— del núcleo del reactor, dos escalonadas explosiones y un incendio generalizado. La fuerza de estas catapultó la tapa del reactor cuyo peso se estima en 1200 toneladas.
Tras toda esta aritmética, el desastre: grandes cantidades de materiales radiactivos fueron lanzados a la atmósfera formando una nube de indescriptible geometría que se extendió por varias regiones de Europa. América del Norte también fue alcanzada por esos componentes tóxicos.
Una mixtura de dióxido de uranio, carburo de boro, óxido de europio, erbio, aleaciones de circonio y grafito —500 veces mayor que la bomba atómica arrojada en Hiroshima en 1945 por la administración de Harry Truman— tomó los cielos de nuestro quebrado planeta.
La imagen de estos números es difícil de congelar en un fotograma. Los hechos se desataron con fuerza y la respuesta humana fue pronta, pero no eficaz. Las dimensiones del accidente superaron la capacidad científica y lo pensado para estas circunstancias no respondió a los desafíos que entrañan una marea fuera de control. Era imposible de abortar el curso de esta combinación letal que transitaba a distintos niveles de la atmosfera, que en su ruta, se comportó insobornable.
Los impactos humanos de este siniestro son “bien conocidos”. Muchas y plurales estadísticas abanican este accidente. Se podrían dibujar en heterogéneos grupos de datos o diagramas de nutridos colores. También por edades, sexos o grupos poblacionales. Es la práctica universal de la construcción comunicacional ante lo invasivo de un accidente de tales proporciones.
Algunos otros recuentos numéricos se distinguen por escrituras pensadas desde los “primeros anillos”, obviamente relacionados con personas que residían en localidades cercanas al emplazamiento de la Central Nuclear, los trabajadores de la planta y los que participaron directamente en la “contención” de los predecibles efectos del accidente.
En el año 2006 el ministro de Sanidad ucraniano sentenció que más de 2 400 000 de sus compatriotas —incluyendo la suma estremecedora de 428 000 niños— sufrían un vasto abanico de problemáticas de salud causadas por las emanaciones de los citados componentes tóxicos. Un informe de las Naciones Unidas, emitido ese mismo año, subraya que los desplazados por el accidente revelan un cuadro de importantes secuelas psicológicas negativas.
Pero estas son tan solo unas pocas estadísticas que se agolpan, incoloras, en los anaqueles de la memoria y que suelen emerger como palabras “servidas” para panear hechos que estremecieron “la ruta orgánica” del planeta.
“Otras miradas” irrumpen todavía, 30 años después, desde un abordaje grotesco del accidente y su impacto, cuando lo esencial es la defensa de la vida y la suma de todos los empeños por la materialización de un elemental principio: el mejoramiento humano.
¿No debería ser este uno de los pilares de la sociedad global frente a los equívocos humanos y la adversidad que provocan actos de esta naturaleza?
En verdad esos exiguos datos se amontonan en nuestra conciencia como un difuso parabán, toda una pátina que diluye la posibilidad de “tocar” la dimensión y el calado de un trauma social.
Capítulo aparte, la requerida reflexión de envoltura sustantiva y la emotividad son legítimos recursos del arte que conducen a dimensionar los verdaderos acentos de un drama, donde historias de vida —resueltas como puestas en escena de corte biográfico— contribuyen a dibujar el calado de sucesos pretéritos.
Estas premisas forman parte de los estribos cinematográficos, también narrativos, del documental Sacha, un niño de Chernobyl (Cuba, 2021), de los cineastas Roberto Chile Pérez y Maribel Acosta Damas ¿Cómo nos presentan sus realizadores esta pieza coral? En la versión corta de la sinopsis del filme enuncian:
“Sacha es uno de 26 mil niños y niñas de Rusia, Bielorrusia y Ucrania que recibieron tratamiento médico gratuito en Cuba tras el accidente nuclear de Chernobyl. A partir de testimonios, material de archivo e imágenes filmadas esencialmente en La Habana y Kiev, capital de Ucrania, el documental nos acerca a la historia de Sacha, y a la vez, al extraordinario gesto de solidaridad humana protagonizado por Cuba, pequeña nación del Caribe, que salvó las vidas y curó la enfermedad de aquellos niños y niñas que se asistieron al programa humanitario más largo de la historia”.
Amerita un par de preguntas en este pliego de apuntes. ¿Es posible retratar un drama colectivo desde las texturas y núcleos de una historia personal? ¿Acaso lo singular de una vida tocada por los vórtices de un accidente nuclear bastan para entender —si es pertinente esta palabra— lo acaecido en una cadena de hechos dramáticos y sus cauces en un tiempo consumado?
Los realizadores, en el prólogo de esta pieza fílmica, retocan en pocos minutos los despliegues desatados en las postrimerías del desastre nuclear. Y lo hacen incorporando imágenes de archivo puestas en condensadas pausas con las nítidas vestiduras del blanco negro. Sin dudas, se apropian de estas brasas para darle el toque de documento legitimador. Son resortes que parten del arsenal del periodismo y que permiten transitar en dos tiempos: el presente, que transpira en el dialogo con la pieza cinematográfica, y el de los hechos narrados.
Se trata entonces de poner en contexto, de “reconstruir” lo pasado, para ubicar al lector de esta no ficción en un mapa narrativo plagado de circunstancias extremas, donde el drama protagoniza buena parte del hábitat en la pantalla.
Entonces surge en un sobrio encuadre el “personaje”. Se avista dialogante, esclarecedor, retrospectivo de su propia vida. Es un recurso atemporal, de cuidados ciclos, de idas y vueltas.
Anclado ante la lente —sin que se interprete como una cámara observacional— dispuesto para focalizar la mirada del lector audiovisual en la evolución de los recortes de sus palabras, y en paralelo, se suman otros “actores secundarios” que son parte esencial de su vida.
Todos “transitan” en este documental signados por la reflexión, el recuento de ideas. Es la suma de memorias resueltas con portentosas escrituras que nacen de un abanico vivencial, donde convergen muchas otras vidas que entroncan con Olexandr Savchenko, Sacha.
El escenario es importante en esta puesta y su legitimación en el filme documental también. Maribel y Chile recortan palabras, atizan encuadres, se apropian de sonidos externos para erigir las bases de un discurso mayor. También aciertan con evoluciones narrativas y bandas sonoras —esta última hecha por encargo— convocadas para confluir sin predominante métrica audiovisual en los terrenos de un espacio familiar.
Se dibuja este preámbulo cinematográfico con una fotografía erigida como una suma de crónicas superpuestas. Se encuadran en los límites o fronteras narradas entre un “personaje principal y actores secundarios”. Es el protagonismo de Sacha, un niño, ya hombre, víctima de ese enjambre nuclear. Es la justificada fuerza de lo esencial como escenario narrativo, salido de un discurso cinematográfico donde la palabra es parte vital de un mapa mayor.
Lo espacial, o tal vez sería más acertado decir, lo geográfico, se avista como parte de la narrativa del filme. Es la necesaria solución de un relato que aspira a contar hechos de probada escritura humanista. Son las respuestas de creadores sobre pasajes poco contados o apenas articulados en los anales de la contemporaneidad donde el vacío de la memoria y la frivolidad se superponen en calculadas simetrías para “anular” hechos sustantivos; herramientas que operan en clave de logaritmo para descontextualizar, minimizar, e incluso anular, hechos transcendentes.
Lo periodístico se incorpora como parte de los oficios del documental. Se avista la negritud de la noche simbólica del 29 de marzo de 1990 en el Aeropuerto Internacional José Martí de La Habana. Ese día llegaron a Cuba 139 niños y niñas víctimas de aquel telar nuclear.
Pero, ¿por qué los creadores de Sacha, un niño de Chernobyl sumaron este documento como parte de la envoltura de una historia personal? ¿Qué justificación argumental les hizo incorporar esos minutos a la puesta cinematográfica? Era el comienzo de una historia de amor protagonizada por multitudes, de personajes anónimos que son parte de la épica de una batalla centrada en salvar vidas y dignificar el poniente de dolorosos cauces.
El gobierno cubano asumió la atención de estos primeros niños tocados por las huellas de la humareda nuclear y los acogió —con una dosis sustantiva de significaciones— en la Ciudad de Tarara, ubicada en la afueras de la capital. La pequeña urbe fue tradicionalmente escenario para el recreo de los niños y adolescentes cubanos, pero fue cedida entonces a los ucranianos para ser atendidos con todo el empeño y profesionalidad que distingue al sistema de salud de la isla.
La respuesta del personal médico convocado para esta urgencia es reconstruida por Maribel y Chile desde los acentos del testimonio y las fotografías que registraron esa epopeya. Se justifica su incorporación en el filme por la inmunda y recurrente praxis de la omisión, la manipulación o arrinconamiento informativo articulados por los mass media sobre la solidaridad de los médicos cubanos, no solo materializada en la isla. Su alcance llega a varias naciones de Asia, África y América Latina, e incluso de Europa. Un dato ilustrador, entre 2015 y 2018, Cuba llegó a desplegar a más de 50.000 cooperantes (la mitad de ellos, médicos), en 68 países.
La adjetivación descarnada, la burda mentira sobre la labor de nuestros profesionales de la salud, es parte de una grosera escalada pensada con narrativa de relojería, diseñada para “aplanar” la fortaleza de la verdad de una larga gesta humanista. Anular la solidaridad del sistema de salud cubano, comprometida con el bienestar de los niños de Chernobyl, ha sido también parte de esa arremetida comunicacional.
El dueto de cineastas apela al testimonio, a la reconstrucción de las circunstancias y a los orígenes de la rápida evolución de los hechos, sin pretender hacer una exhaustiva cronología. No es necesario. Se trata —fue resuelto en el filme con agudeza— de fotografiar las urgencias de miles de afectados de la catástrofe.
En la narración cinematográfica es acompañado el crecimiento, la evolución y los obstáculos que experimentaron los niños afectados. Con pensado paralelismo y llana escritura es articulada la labor del personal médico implicado, erigido como signo colectivo de la voluntad política de un estado y de un pueblo que asumió encarar los impactos humanos del desastre nuclear. Son apuntes narrativos que entroncan con el trazo personal de Sacha, núcleo biográfico hacia el que convergen todas las soluciones estéticas y narrativas del filme.
En esa zona de Sacha, un niño de Chernobyl habitan toda una suma de testimonios legitimadores, de composiciones gráficas, de recursos que alternan cromatismos. Están convocados por los realizadores para bocetar estados de ánimo, esenciales tiempos, curtidas historias y una suma de verdades sacadas de las palabras que la cámara acompaña, compulsa.
Resulta relevante la entrega del músico Jorge Antonio Fernández Acosta quien apuesta por una banda sonora sobria, comedida. Evoluciona sin estridencias o sonidos discóbolos, más bien subyace con calculadas ubicaciones en los cimientos del documental como parte de su arquitectura, donde la emotividad es, dada la naturaleza del tema, recurso obligado. Son variaciones que dialogan con el espectador cinematográfico, dispuesto como un mapa de texturas conexas.
Resuelto como una subtrama en el documental se moldea, con escritura de testimonio, a “otro niño” víctima del accidente nuclear abocado por secuelas sicológicas. Dimitri Perchuk nos recuerda los momentos de esa escalada invasiva y los efectos que tuvo en su vida esta experiencia traumática. Pero se sucede en otro plano del filme.
La cámara de Roberto Chile retrata huellas que persisten en Ucrania tras del desastre. La desolación, el abandono de localidades afectadas. La fotografía evoluciona sin efectos posmodernos o recursos de maquinarias digitales. No es necesario subrayar lo palpable; el escenario retratado está congelado y tan solo toca “apropiarse de él”.
En paralelo, las palabras de Perchuk, sirven de punto de partida para reconstruir las bases de la solidaridad cubana, entre 1990 y 2016, ante las citadas víctimas del accidente nuclear, período en el que fueron atendidos en la isla más de 26 000 personas, en especial niños, y cuyos costes nunca ha hecho público el Estado, porque no se puede medir en papel moneda el sentido de servir con apego a la palabra humanidad.
El filme desglosa estos apuntes vertidos en escenas donde cabe, y se justifica, la presencia del Comandante Fidel Castro Ruz, quién atendió personalmente el desarrollo de esta obra.
Esta pieza no es solo una mirada al empeño y la voluntad, la hidalguía y el altruismo, la solidaridad y el desprendimiento. Es también un punto y seguido sobre la pérdida, el dolor, que se dibuja en el filme como parte de una verdad confesable. Los realizadores entroncan nuevamente con el personaje de Sacha para justificar, en términos narrativos, el fallecimiento de Igor, otro niño de Chernobyl. Tras duros tratamientos y entregas del personal médico cubano no se le pudo acertar un golpe a la muerte.
Este capítulo del documental parte de la historia, el intimismo y el relato de Sacha. Para componerlo, los realizadores apelan a convergencias discursivas, legitimadoras, en las que el relato cinematográfico adquiere un pasto mayor. Resignifican sus trazas hacia el documento como recurso, hacia esa citada memoria presente en todas sus latitudes.
En el último tercio del documental, tras la suma de otros testimonios de ucranianos agradecidos, la luz adquiere un espacio predominante en cada parte del encuadre, en todos los milímetros de la puesta fílmica. No es casual esta respuesta fotográfica que se completa en el montaje. La idea es colocar al lector cinematográfico en otro estadio, en un sustrato superior de la emocionalidad, donde la vida es la braza contra la muerte. Su permanencia es el sentido de toda acción socializadora.
El final es inconfesable, pero vale aportar una ruta. Maribel Acosta y Roberto Chile resuelven construir para los últimos minutos de esta pieza cinematográfica la narrativa de una historia familiar que es parte sustantiva de la vida. (Tomado de Cuba en Resumen)
Ficha Técnica
Título: Sacha, un niño de Chernobyl; duración: 39 minutos; año: 2021; productora: Resumen Latinoamericano y del Tercer Mundo; país: Cuba; guión y dirección: Roberto Chile Pérez y Maribel Acosta Damas; producción general: Graciela Ramírez; investigación: Maribel Acosta Damas; fotografía: Roberto Chile y Daniel Chile; edición y montaje: Osmany Beato; música original: Jorge Antonio Fernández Acosta.
Imagen destacada: Roberto Chile con Sacha (a la derecha) y otra víctima del accidente de Chernobyl. Foto: Daniel Chile.