Porque si Elio Menéndez viviera, el mayor regalo no sería entregarle un libro con su vida reconstruida en las voces de amigos y familiares además de la suya misma (culminado como tesis de licenciatura), y decirle con toda la felicidad del mundo que merece un texto mil veces mejor.
El obsequio que le habría hecho sonreír —tengo la certeza— es el de observar a tantos amigos reunidos por su causa y conversar otra vez con aquellos a los que echaba de menos. El mayor regalo hubiera sido un bálsamo para anestesiar la nostalgia.
Mañana, a un año después de su muerte y de un obituario que escribí casi entre lágrimas, o para ser sincero y decirlo sin timidez, después de muchas lágrimas, y de un libro en el que espero haber reflejado todo, sin reservas ni tapujos, encuentro otra vez tantas cosas por comentarle que lamento doblemente su pérdida. Y en el fondo, bien lo sé a estas alturas, son muchos quienes quedaron debiéndole palabras.
Si Elio viviera, iría más veces por las tardes a su casa en el edificio de 20 de Mayo, donde se escucha diáfanamente el grito compacto de las voces de los aficionados en el Latino cuando alguno de los jugadores de los Industriales pega un batazo.
Le molestaría un poco diciéndole que no me gustan los azules, sus azules, o que Víctor Mesa me parece un gran director y que al fin y al cabo, qué va, mulato, lo que necesita el equipo Cuba es un poco de la locura del 32 para remover el impreciso juego de los peloteros de ahora. Y reiría, aunque solo dijera semejantes barbaridades para «joder» al viejo.
Aprendí mucho de periodismo, pero aproveché poco su experiencia en las cosas de la vida. Hablamos horas y horas sobre el libro que tenía yo entre «ceja y ceja», y que él rechazó al inicio porque ni en sueños creía tener una historia para motivar tantas páginas ni atrapar a la gente con cosas «normales».
Bien me lo decía Marina, su hija, que, aunque el cariño filial le impedía ver «arrugas en el rostro de papi», el exceso de modestia a veces dejaba de ser virtud y se convertía en el único y gran defecto de Menéndez.
Pero yo no lo veo así. Respetuosamente, discrepo. Defecto el de los pomposos que presumen de sus medallas y opacan con prepotencia el brillo propio. Lo dijo Juan Donoso Cortés: nada sienta tan bien en la frente del vencedor como una corona de modestia.
Yo quisiera, Elio, que hubieras visto las cosas tan fabulosas escritas por tus amigos después de aquel infausto 12 de junio. Te hubiesen gustado por mucho que las leyeras enrojecido de la vergüenza, y habrías cantado un tango de Gardel a ver si tenían música las oraciones. Y si el ritmo te convencía, hasta una lágrima habrías regalado, quién sabe, víctima de una buena pieza periodística.
Pero no me sale de la cabeza esa última frase que me dijiste una tarde cualquiera de 2017, allá en la casa de tu esposa en la calle Churruca, cuando con voz baja y entrecortada le abriste los ojos a un joven descreído que se pensaba sabérselas todas —pobre inocente— y le soltaste con total convencimiento de que por mucho que uno luche, en esta vida hay cosas que no se pueden cambiar.
Creo que en eso te equivocaste, viejo, y no porque lo diga yo: solo habría que ver la manera en que Elio, el humilde cronista de Juanelo, cambió sin proponérselo y para siempre nuestra manera de sentir el periodismo deportivo.
(Tomado de Juventud Rebelde)