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Operación Carlota

Este artículo de Gabriel García Márquez, tomado de la revista Tricontinental, edición 53, de 1977, sólo recoge la primera etapa de la “Operación Carlota”, pues el autor concluye con la derrota de las fuerzas que invadieron a la nación angolana y el inicio de la retirada gradual de las tropas cubanas en 1976, cuando parecía que todo había terminado. Sin embargo, tal y como habían acordado los presidentes Fidel Castro y Agostinho Neto, un número mínimo de tropas permaneció en Angola para asegurar su soberanía.

La situación se fue complicando, nuevamente se intensificó la lucha, otra vez Sudáfrica metió sus manos, de manera que se inició una nueva etapa de la “Operación Carlota”, que no concluyó sino 14 años más tarde, definitivamente derrotados los racistas sudafricanos.

Únicamente entonces regresó el último soldado cubano.

Era mayo del año 1991.

 

Por primera vez en una declaración oficial Estados Unidos reveló la presencia de tropas cubanas en Angola en noviembre de 1975. Calculaba entonces que el envío había sido de 15 mil hombres. Tres meses después, durante una breve visita a Caracas, Henry Kissinger le dijo en privado al presidente Carlos Andrés Pérez: “Cómo estarán de deteriorados nuestros servicios de información, que no nos enteramos de que los cubanos iban para Angola sino cuando ya estaban allí”.

En esa ocasión, sin embargo, corrigió que los hombres enviados por Cuba eran sólo 12 mil. Aunque nunca explicó el motivo de aquel cambio de cifras, la verdad es que ninguna de las dos era correcta. En aquel momento había en Angola muchos hombres de tropa y especialistas militares y técnicos civiles cubanos, y eran más de cuantos Henry Kissinger pretendía suponer. Había tantos barcos cubanos anclados en la bahía de Luanda, que el presidente Agostinho Neto, contándolos desde su ventana, sintió un estremecimiento de pudor muy propio de su carácter, “No es justo”, le dijo a un funcionario amigo. “A este paso, Cuba se va a arruinar”.

Es probable que ni los mismos cubanos hubieran previsto que la ayuda solidaria al pueblo de Angola había de alcanzar semejantes proporciones. Lo que sí tuvieron claro desde el primer momento es que la acción tenía que ser terminante y rápida, y que de ningún modo se podía perder.

Los contactos entre la Revolución cubana y el Movimiento Popular de Liberación de Angola (MPLA) se habían establecido por primera vez y habían sido muy intensos desde agosto de 1965, cuando el Che Guevara participaba en las guerrillas del Congo. El año siguiente estuvo en Cuba el propio Agostihno Neto acompañado por Endo, el comandante en jefe del MPLA que había de morir en la guerra, y ambos se entrevistaron entonces con Fidel Castro. Luego, y por las propias condiciones de la lucha en Angola, aquellos contactos se habían vuelto eventuales.

Sólo en mayo de 1975, cuando los portugueses se preparaban para retirarse de sus colonias de África, el comandante cubano Flavio Bravo se encontró en Brazzaville con Agostinho Neto, y éste le solicitó una ayuda para transportar un cargamento de armas, y además le consultó la posibilidad de una asistencia más amplia y específica. En consecuencia, el comandante Raúl Díaz Argüelles se trasladó tres meses después a Luanda al frente de una delegación civil de cubanos, y Agostinho Neto fue entonces más preciso aunque no más ambicioso: solicitó el envío de un grupo de instructores para fundar y dirigir cuatro centros de entrenamiento militar.

Bastaba un conocimiento superficial de la situación de Angola para comprender que el pedido de Neto era también típico de su modestia. Aunque el MPLA, fundado en 1956, era el movimiento de liberación más antiguo de Angola, y aunque era el único que estaba implantado con una base popular muy amplia y ofrecía un programa social, político y económico acorde con las condiciones propias del país, era sin embargo el que se encontraba en una situación militar menos ventajosa.

Disponía de armamento soviético, pero carecía de personal preparado para manejarlo. En cambio, las tropas regulares de Zaire, bien entrenadas y abastecidas, habían penetrado en Angola desde el 25 de marzo y habían proclamado en Carmona un Gobierno de hecho presidido por Holden Roberto, dirigente del FNLA, y cuñado de Mobutu, y cuyas vinculaciones con la CIA eran del dominio público.

En el Oeste, bajo el amparo de Zambia, se encontraba la UNITA, al mando de Jonas Savimbi, un aventurero sin principios que había estado en colaboración constante con los militares portugueses y las compañías extranjeras de explotación. Por último, las tropas regulares de África del Sur, a través del territorio ocupado de Namibia, habían cruzado la frontera meridional de Angola el 5 de agosto, con el pretexto de proteger las presas del complejo hidroeléctrico de Raucana-Caluaqua.

Todas esas fuerzas con sus enormes recursos económicos y militares estaban listas para cerrar en torno a Luanda un círculo irresistible en las vísperas del 11 de noviembre, cuando el ejército portugués abandonara aquel vasto, rico y hermoso territorio donde había sido feliz durante quinientos años. De modo que cuando los dirigentes cubanos recibieron el pedido de Neto, no se atuvieron a sus términos estrictos, sino que decidieron mandar de inmediato un contingente de 480 especialistas que en un plazo de 6 meses debían instalar cuatro centros de entrenamiento y organizar 16 batallones de infantería, así como 25 baterías de mortero y ametralladoras antiaéreas. Como complemento mandaron una brigada de médicos, 115 vehículos y un equipo adecuado de comunicaciones.

Aquel primer contingente se transportó en tres barcos improvisados. (…) Como estaba previsto, los instructores cubanos fueron recibidos por el MPLA, y pusieron a funcionar de inmediato las cuatro escuelas de instructores. Una en Delatando, que los portugueses llamaban Salazar, a 300 kilómetros al Este de Luanda; otra en el puerto atlántico de Benguela; otra en Saurino, antiguo Enrique de Carvalho, en la remota y desierta provincia oriental de Lunda, donde los portugueses habían tenido una base militar que destruyeron antes de abandonarla, y la cuarta en el enclave de Cabinda. Para entonces estaban las tropas de Holden Roberto tan cerca de Luanda, que un instructor de artillería cubana les estaba dando las primeras lecciones a sus alumnos de Delantando, y desde el sitio en que se encontraba veía avanzar los carros blindados de los mercenarios.

El 23 de octubre, las tropas regulares de Africa del Sur penetraron desde Namibia con una brigada mecanizada, y tres días después habían ocupado sin resistencia las ciudades de Sada Bandeira y Moçamedes. Era un paseo dominical. Los sudafricanos llevaban equipos de casettes con música de fiesta instalados en los tanques. En el Norte, el jefe de una columna mercenaria dirigía las operaciones a bordo de un Honda deportivo, junto a una rubia de cine. Avanzaba con un aire de vacaciones, sin columna de exploración, y ni siquiera debió darse cuenta de dónde salió el cohete que hizo volar el coche en pedazos. En el maletín de la mujer sólo se encontró un traje de gala, un bikini y una tarjeta de invitación para la fiesta de la victoria que Holden Roberto tenía ya preparada en Luanda.

A fines de esa semana los sudafricanos habían penetrado más de 600 kilómetros en territorio de Angola, y avanzaban hacia Luanda a unos 70 kilómetros diarios. El 3 de noviembre habían agredido al escaso personal del centro de instrucción para reclutas de Benguela. Así que los instructores cubanos tuvieron que abandonar las escuelas para enfrentarse a los invasores con sus aprendices de soldados, a los cuales impartían instrucciones en las pausas de las batallas. Hasta los médicos revivieron sus prácticas de milicianos y se fueron a las trincheras.

Los dirigentes del MPLA, preparados para la lucha de guerrillas pero no para una guerra masiva, comprendieron entonces que aquella confabulación de vecinos, sustentada por los recursos más rapaces y devastadores del imperialismo, no podía ser derrotada sin una apelación urgente a la solidaridad internacional.

El espíritu internacionalista de los cubanos es una virtud histórica. Aunque la Revolución lo ha defendido y magnificado de acuerdo con los principios del marxismo, su esencia se encontraba muy bien establecida en la conducta y la obra de José Martí. Esa vocación ha sido evidente -y conflictiva- en América Latina, África y Asia.

(…)

La posibilidad de que Estados Unidos interviniera de un modo abierto, y no a través de mercenarios y de África del Sur, como lo había hecho hasta entonces, era sin duda uno de los enigmas más inquietantes. Sin embargo, un rápido análisis permitía prever que por lo menos lo pensaría más de tres veces cuando acababa de salir del pantano de Vietnam y del escándalo de Watergate, con un presidente que nadie había elegido, con la CIA hostigada por el Congreso y desprestigiada ante la opinión pública, con la necesidad de cuidarse para no aparecer como aliado de la racista África del Sur, no sólo ante la mayoría de los países africanos, sino ante la propia población negra de Estados Unidos, y además en plena campaña electoral y en el flamante año del bicentenario.

Por otra parte, los cubanos estaban seguros de contar con la solidaridad y la ayuda material de la Unión Soviética y otros países socialistas, pero también eran conscientes de las implicaciones que su acción podría tener para la política de la coexistencia pacífica y la distensión internacional. Era una decisión de consecuencias irreversibles, y un problema demasiado grande y complejo para resolverlo en 24 horas. En todo caso, la dirección del Partido Comunista de Cuba no tuvo más de 24 horas para decidir y decidió sin vacilar, el 5 de noviembre, en una reunión larga y serena.

Al contrario de lo que tanto se ha dicho, fue un acto independiente y soberano de Cuba, y fue después y no antes de decidirlo que se hizo la notificación correspondiente a la Unión Soviética.

Otro 5 de noviembre como aquél, en 1843, una esclava del ingenio Triunvirato de la región de Matanzas, a quien llamaban la Negra Carlota, se había alzado machete en mano al frente de una partida de “esclavos, y había muerto en la rebelión. Como homenaje a ella, la acción solidaria en Angola llevó su nombre: Operación Carlota.

La Operación Carlota se inició con el envío de un batallón reforzado de tropas especiales, compuesto por 650 hombres. Fueron transportados por avión en vuelos sucesivos durante 13 días desde la sección militar del aeropuerto José Martí, en La Habana, hasta el propio aeropuerto de Luanda, todavía ocupado por tropas portuguesas.

Su misión específica era detener la ofensiva para que la capital de Angola no cayera en poder de las fuerzas enemigas antes de que se fueran los portugueses y luego sostener la resistencia hasta que llegaran refuerzos por mar. Pero los hombres que salieron en los dos vuelos iniciales iban ya convencidos de llegar demasiado tarde, y sólo abrigaban la esperanza final de salvar Cabinda.

(…)

La prensa cubana, por normas de seguridad, no había publicado la noticia de la participación en Angola. Pero como suele ocurrir en Cuba aun con asuntos militares tan delicados como ése, la operación era un secreto guardado celosamente entre ocho millones de personas. El Primer Congreso del Partido Comunista, que había de realizarse pocas semanas después y que fue una especie de obsesión nacional durante todo el año, adquirió entonces una dimensión nueva.

El procedimiento empleado para formar las unidades de voluntarios fue una citación privada a los miembros de la primera reserva que comprende a todos los varones entre los 17 y los 25 años, y a los que han sido miembros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias. Se le citaba por telegrama al Comité Militar correspondiente sin mencionar el motivo de la convocatoria, pero el motivo era tan evidente que todo el que se creyó con capacidad militar se precipitó sin telegramas previos ante su comité respectivo, y mucho trabajo costó impedir que aquella solicitud masiva se convirtiera en un desorden nacional.

Hasta donde lo permitió la urgencia de la situación, el criterio selectivo fue bastante estricto. No sólo se tomaron en cuenta la calificación militar y las condiciones físicas y morales, sino también los antecedentes de trabajo y la formación política. A pesar de ese rigor, son incontables los casos de voluntarios que lograron burlar los filtros de selección.

Se sabe de un ingeniero calificado que se hizo pasar por chofer de camión, de un alto funcionario que logró pasar como mecánico, de una mujer que estuvo a punto de ser admitida como soldado raso. Se sabe de un muchacho que se fue sin permiso de su padre, y que más tarde se encontró con él en Angola, porque también su padre se había ido a escondidas de la familia. En cambio, un sargento de 20 años no consiguió que lo mandaran por ningún medio, y sin embargo tuvo que soportar con el machismo herido, que mandaran a su madre, que es periodista, y a su novia, que es médico. Algunos delincuentes comunes, desde la cárcel, pidieron ser admitidos, pero ninguno de esos casos fue contemplado.

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Durante nueve meses, la movilización de recursos humanos y materiales fue toda una epopeya de temeridad. Los decrépitos Britannia remendados con frenos del Illushin 18 soviético mantuvieron un tráfico constante y casi inverosímil. Aunque su peso de despegue normal es 185 mil libras, llegaron a volar muchas veces con 194 mil, lo cual se sale de todas las tablas. Los pilotos, cuyas horas normales de vuelo deben ser 75 al mes, alcanzaron a volar más de 200. En general, cada uno de los tres Britannia en servicio llevaba dos tripulaciones completas que se turnaban durante el vuelo. Pero un solo piloto recuerda haber estado en su asiento hasta 50 horas en un viaje de ida y vuelta, con 43 horas de vuelo efectivo. “Hay momentos en que uno está tan cansado que ya no se puede cansar más”, ha dicho sin pretensiones de heroísmo.

En aquellas condiciones debido a las diferencias de horas, los pilotos y las azafatas habían perdido la cuenta del tiempo, y su única orientación eran las solicitudes del cuerpo: comían sólo cuando tenían hambre y dormían sólo cuando tenían sueño.

La ruta de La Habana a Luanda es desamparada y desierta. A la altura de crucero de los Britannia, que es entre 18 mil y 20 mil pies, la información sobre vientos es inexistente en estos tiempos del Jet. Los pilotos salían en cualquier sentido sin saber cuál era el estado de la ruta, volando a alturas indebidas para economizar combustible, y sin la menor idea de cuáles serían las condiciones al llegar.

Entre Brazzaville y Luanda, que era el tramo más peligroso, no tenían aeropuerto alterno. Además los militares viajaban con las armas cargadas, y se transportaban explosivos sin cajas y proyectiles sin thermos para reducir la carga.

(…)

El transporte marítimo no fue menos dramático. En los dos últimos barcos para pasajeros, de 4 mil toneladas cada uno, se adaptaron como dormitorios todos los espacios libres, y se improvisaron letrinas en el cabaret, los bares y los corredores. Su cupo normal de 226 pasajeros se triplicó en algunos viajes. Los buques de carga para 800 personas llegaron a transportar más de mil pasajeros con carros blindados, armamentos y explosivos. Fue necesario adapta cocinas de campaña en las bodegas de carga y en los alones.

Para economizar agua se usaban platos desechables y en vez de vasos se utilizaron recipientes de yogurt. Los tanques de lastre se usaban para el aseo y se adaptaron en cubierta unas 50 letrinas que se descargaban por la borda. Las máquinas cansadas de los barcos más viejos empezaban a resistirse al cabo de seis meses de rendimiento excepcional.

Ese fue el único motivo de exasperación para los primeros repatriados, cuyo ansiado regreso se retrasó varios días porque al Vietnam Heroico se le tupían los filtros. Las otras unidades del convoy se veían forzadas a esperarlo, y alguno de sus pasajeros comprendió entonces al Che Guevara cuando afirmó que la marcha de una guerrilla está determinada por el hombre que menos avanza.

Aquellos obstáculos parecían más angustiosos en esa época, porque los barcos cubanos eran objeto de toda clase de provocaciones por destructores norteamericanas que los asediaban durante días enteros, y los aviones de guerra los fotografiaban y hostigaban con vuelos rasantes. A pesar de las duras condiciones de aquellos viajes de casi veinte días, no se presentó ningún problema sanitario grave. En los 42 viajes que se hicieron durante los seis meses de la guerra, los servicios médicos de a bordo no tuvieron que hacer sino una operación de apendicitis y otra de hernia, y sólo tuvieron que combatir un brote diarreico provocado por una carne enlatada. En cambio, hubo que controlar una epidemia más difícil, que era la de los tripulantes que a toda costa querían quedarse peleando en Angola.

Uno de ellos, oficial de la reserva, se procuró como pudo un uniforme verde oliva, desembarcó confundido con la tropa, y consiguió quedarse de contrabando. Fue uno de los buenos oficiales de información que se destacaron en la guerra. Por otra parte, la ayuda material soviética, que entraba por distintos canales requería la llegada constante de personal calificado para manejar y enseñar a manejar armas nuevas y equipos complejos que todavía eran desconocidos para los angolanos.

El jefe del Estado Mayor cubano en persona se trasladó a Angola a fines de noviembre. Todo parecía entonces admisible, menos perder la guerra. Sin embargo, la verdad histórica es que estaba a punto de perderse. En la primera semana de diciembre la situación era tan desesperada, que se pensó en la posibilidad de fortalecerse en Cabinda y salvar una cabeza de playa en torno a Luanda para iniciar la evacuación. Para colmo de angustias, aquella perspectiva sombría se presentaba en el peor momento, tanto para los cubanos como para los angolanos.

Los cubanos se preparaban para el Primer Congreso del Partido, entre el 17 y el 22 de diciembre, y sus dirigentes eran conscientes de que un revés militar en Angola era un golpe político mortal. Por su parte, los angolanos se preparaban para la inminente conferencia de la Organización de Unidad Africana, y hubieran querido asistir con una posición militar más propicia para inclinar a su favor a la mayoría de los países africanos.

Las adversidades de diciembre se debían en primer lugar al tremendo poder de fuego del enemigo, que para esa fecha había recibido ya de Estados Unidos más de 50 millones de dólares de ayuda militar. Se debía en segundo lugar al retraso con que Angola pidió la ayuda cubana, y a la lentitud forzosa en el transporte de los recursos. Y se debía en último término a las condiciones de miseria y retraso cultural que dejó en Angola medio milenio de colonialismo sin alma. Más que los dos primeros, fue este último punto el que creó las dificultades mayores para la integración decisiva entre los combatientes cubanos y el pueblo armado de Angola. (…)

Era una guerra atroz, en la cual había que cuidarse tanto de los mercenarios como de las serpientes, y tanto de los cañones como de los caníbales. Un comandante cubano en pleno combate, cayó en una trampa de elefantes. Los africanos negros, condicionados por su rencor atávico contra los portugueses, fueron hostiles en un principio a los cubanos blancos.

Muchas veces, sobre todo en Cabinda, los exploradores cubanos se sentían delatados por el telégrafo primitivo de los tambores de comunicación, cuyo tam tam se escuchaba hasta 35 kilómetros a la redonda. Por su parte, los militares blancos de África del Sur, que disparaban contra las ambulancias con cañones 140, echaban cortinas de humo en el campo de batalla para recoger a sus muertos blancos, pero dejaban a los negros a disposición de los buitres.

En la casa de un ministro de la UNITA que vivía con el confort propio de su rango, los hombres del MPLA encontraron dentro de un refrigerador las vísceras sobrantes y varios frascos con la sangre congelada de los prisioneros de guerra que se habían comido.

A Cuba no llegaban sino malas noticias. El 11 de diciembre, en Hengo, donde se estaba lanzando una fuerte ofensiva de las FAPLA contra los invasores de África del Sur, un carro blindado de Cuba con cuatro comandantes a bordo se aventuró por un sendero donde ya los zapadores habían detectado algunas minas. A pesar de que antes habían pasado cuatro carros ilesos, los zapadores advirtieron al blindado que no tomara esa ruta cuya única ventaja era ganar unos minutos que por lo demás no parecían necesarios.

Apenas entró en el sendero el carro fue lanzado al aire por una explosión. Dos comandantes del batallón de tropas especiales quedaron heridos de gravedad. El comandante Raúl Díaz Argüelles, comandante general de las operaciones internacionalistas en Angola, héroe de la lucha contra Batista y un hombre muy querido en Cuba, quedó muerto en el acto. Fue una de las noticias más amargas para los cubanos, pero no había de ser la última de aquella mala racha. Al día siguiente ocurrió el desastre de Catofe, tal vez el más grande revés de toda la guerra.

Ocurrió así: una columna sudafricana había logrado reparar un puente sobre el río Nhia con una rapidez impresionable, había atravesado el río amparada por la niebla del amanecer, y había sorprendido a los cubanos en la retaguardia táctica. El análisis de ese revés demostró que se debió a un error de los cubanos.

Un militar europeo con mucha experiencia en la Segunda Guerra Mundial, consideró que aquel análisis era demasiado severo, manifestó más tarde a un alto dirigente cubano: “Ustedes no saben lo que es un error de guerra”. Pero para los cubanos lo era, y muy grave, a sólo cinco días del Congreso del Partido.

(…)

El 22 de diciembre, en el acto de clausura del Congreso del Partido, Cuba reconoció por primera vez de manera oficial que había tropas cubanas luchando en Angola. La situación de la guerra continuaba siendo incierta. Fidel Castro, en el discurso final, reveló que los invasores de Cabinda habían sido aplastados en 72 horas, que en el Frente Norte, las tropas de Holden Roberto, que se encontraban a 25 kilómetros de Luanda el 10 de noviembre, habían tenido que retroceder a más de 100 kilómetros, y que las columnas blindadas de África del Sur, que en menos de 20 días habían avanzado 700 kilómetros fueron frenadas a más de 200 kilómetros de Luanda y no habían podido avanzar más.

Fue una información reconfortante y rigurosa, pero todavía estaba muy lejos de la victoria. Mejor suerte tuvieron los angolanos el 12 de enero en la conferencia de la OUA, reunida en Addis Abeba. Unos días antes, las tropas al mando del comandante cubano Víctor Schueg Colás, un negro enorme y cordial que ante de la Revolución había sido mecánico de automóviles, expulsaron a Holden Roberto de su ilustre capital de Carmona, ocuparon la ciudad, y pocas horas después tomaron la base militar de Negage.

La ayuda de Cuba llegó entonces a ser tan intensa, que a principios de enero había 15 barcos cubanos navegando al mismo tiempo hacia Luanda. La ofensiva incontenible del MPLA en todos los frentes, volteó para siempre la situación a su favor. Tanto, que a mediados de enero adelantó en el Frente Sur las operaciones de ofensiva que estaban previstas para abril.

África del Sur disponía de aviones Camberra, y Zaire operaba con Mirages y Fiat. Angola carecía de aviación, porque los portugueses destruyeron las bases antes de retirarse. Apenas si podía servirse de unos viejos DC-3 que los pilotos cubanos habían puesto en servicio, y que a veces tenían que aterrizar de noche cargados de heridos en pistas apenas alumbradas con mechones improvisados, y llegaban al lugar de destino con bejucos y guirnaldas de flores de la selva enredadas en las ruedas.

En cierto momento, Angola dispuso de una escuadrilla de Migs 17 con su respectiva donación de pilotos cubanos, pero fueron considerados como reserva del alto mando militar y sólo habrían sido usados en la defensa de Luanda.

A principios de marzo, el Frente Norte quedó liberado con la derrota de los mercenarios ingleses y gringos que la CIA reclutó de trasmano a última hora en una operación desesperada. Todas las tropas, con su estado mayor en pleno, fueron concentradas en el Sur.

El ferrocarril de Benguela había sido liberado, y la UNITA se desintegraba en tal estado de desorden que un cohete del MPLA, en Gago Cutinho desbarató la casa que Jonas Savimbi había ocupado hasta una hora antes.

Desde mediados de marzo las tropas de África del Sur iniciaron la desbandada. Debió ser una orden suprema, por temor de que la persecución del MPLA continuara a través de la sometida Namibia y llevara la guerra hasta el mismo territorio de África del Sur.

Aquella posibilidad habría contado sin duda con el apoyo de toda el África negra y de la gran mayoría de los países de las Naciones Unidas contrarios a la discriminación racial.

Los combatientes cubanos no lo pusieron en duda cuando se les ordenó trasladarse en masa al Frente Sur. Pero el 27 de marzo, cuando los sudafricanos en fuga atravesaron la frontera y se refugiaron en Namibia, la única orden que recibió el MPLA fue ocupar las presas abandonas y garantizar el bienestar de los obreros de cualquier nacionalidad.

El primero de abril, a las 9:15 de la mañana, la avanzada del MPLA al mando del comandante cubano Leopoldo Cintras Frías, llegó hasta la presa de Raucana, aI borde mismo de la cerca de alambre de gallinero de la frontera. Una hora y cuarto después el gobernador sudafricano de Namibia, general Ewefp, acompañado por otros dos oficiales de su ejército, pidió autorización para atravesar la frontera e iniciar las conversaciones con el MPLA.

EI comandante Cintras Frías los recibió en una barraca de madera construida en la franja neutral de 10 metros que separa los dos países, los delegados de ambos bandos con sus respectivos intérpretes se sentaron a discutir en torno a una larga mesa de comedor. El general Ewefp, un cincuentón rechoncho y calvo, representó lo mejor que pudo una imagen de hombre simpático y de mucho mundo, y aceptó sin reservas las condiciones del MPLA.

El acuerdo demoró dos horas. Pero la reunión demoró más, porque el general Ewefp hizo traer para todos un almuerzo suculento preparado del lado de Namibia, y mientras almorzaban hizo varios brindis con cerveza y contó a sus adversarios cómo había perdido el meñique de la mano derecha en un accidente de tránsito.

A fines de mayo Henry Kissinger visitó en Estocolmo al primer ministro sueco Olof Palme, y al salir de la visita declaró jubiloso para la prensa mundial que las tropas cubanas estaban evacuando a Angola. La noticia, según se dijo, estaba en una carta personal que Fidel Castro le había escrito a Olof Palme. El júbilo de Kissinger era comprensible, porque el retiro de las tropas cubanas le quitaba un peso de encima ante la opinión de Estados Unidos, agitada por la campaña electoral.

La verdad es que en esa ocasión Fidel Castro no le había mandado ninguna carta a Olof Palme. Sin embargo, la información de éste era correcta aunque incompleta. En realidad, el programa del retiro de las tropas cubanas de Angola había sido acordado por Fidel Castro y Agostinho Neto en su entrevista del 14 de marzo en Conakry, cuando ya la victoria era un hecho.

Decidieron que el retiro sería gradual, pero que en Angola permanecerían cuantos cubanos fueran necesarios y por el tiempo que fuera indispensable para organizar un ejército moderno y fuerte, capaz de garantizar en el futuro la seguridad interna y la independencia del país sin ayuda de nadie.

De modo que cuando Henry Kissinger cometió la infidencia de Estocolmo ya habían regresado a Cuba más de tres mil combatientes de Angola, y muchos otros estaban en camino. También el retorno trató de mantenerse en secreto por razones de seguridad. Pero Esther Lilia Díaz Rodríguez, la primera muchacha que se fue y una de las primeras que volvieron por avión, tuvo una prueba más del ingenio de los cubanos para saberlo todo. Esther había sido concentrada para el chequeo médico de rigor en el Hospital Naval de La Habana antes de informar a la familia de su regreso. Al cabo de 48 horas fue autorizada para salir y tomó un taxi en la esquina que la llevó a su casa sin ningún comentario, pero el chofer no quiso cobrarle el servicio porque sabía que ella regresaba de Angola. “¿Cómo lo supiste?”, le preguntó Esther, perpleja. El chofer contestó: “Porque ayer te vi en la terraza del Hospital Naval, y ahí sólo están los que regresan de Angola”.

Yo llegué a La Habana por esos días y desde el aeropuerto tuve la impresión definida de que algo muy profundo había ocurrido en la vida cubana desde que estuve allí la última vez, un año antes.

Había un cambio indefinible pero demasiado notable no sólo en el espíritu de la gente sino también en la naturaleza de las cosas, de los animales y del mar, y en la propia esencia de la vida cubana. Había una nueva moda masculina de vestidos enteros de tela ligera con chaquetas de manga corta. Había novedades de palabras portuguesas en la lengua callejera. Había nuevos acentos en los viejos acentos africanos de la música popular. Había discusiones más ruidosas que de costumbre en las colas de las tiendas y en los autobuses atestados, entre quienes habían sido partidarios resueltos de la acción en Angola y quienes apenas entonces empezaban a comprenderla.

Sin embargo, la experiencia más interesante, y rara, era que los repatriados parecían conscientes de haber contribuido a cambiar la historia del mundo, pero se comportaban con la naturalidad y la decencia de quienes simplemente habían cumplido con su deber.

En cambio, tal vez ellos mismos no eran conscientes de que en otro nivel, tal vez menos generoso pero también más humano, hasta los cubanos sin demasiadas pasiones se sentían compensados por la vida al cabo de muchos años de reveses injustos.

En 1970, cuando falló la zafra de los 10 millones, Fidel Castro pidió al pueblo convertir la derrota en victoria. Pero en realidad, los cubanos estaban haciendo eso desde hacía demasiado tiempo con una conciencia política tenaz y una fortaleza moral a toda prueba. Desde la victoria de Girón, hacía más de 15 años, habían tenido que asimilar con los dientes apretados el asesinato del Che Guevara en Bolivia y el del presidente Salvador Allende en medio de la catástrofe de Chile, y habían padecido el exterminio de las guerrillas en América Latina y la noche interminable del bloqueo, y la polilla recóndita e implacable de tantos errores internos del pasado que en algún momento los mantuvieron al borde del desastre.

Todo eso, al margen de las victorias irreversibles pero lentas y arduas de la Revolución, debió crear en los cubanos una sensación acumulada de penitencias inmerecidas. Angola les dio por fin la gratificación de la victoria grande que tanto estaban necesitando.

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