Llevaba años leyéndole en la revista «Cine Cubano». Sus editoriales, sus textos teóricos, eran lo mejor que se escribía sobre cine en toda América Latina. Yo era entonces un cinéfilo de los de antes, rata de cinemateca, empollón de filmografías, gerifalte de cine club y fantasma de salas oscuras. Alfredo ya era un mito. Un príncipe del Renacimiento. De la nada o casi, ensamblando ingenios de muy diversas disciplinas y revelando talentos desatendidos, había hecho renacer toda la arquitectura de una flamante cinematografía insolente, creativa y singular. En sus primeros años, en sus primeras obras, el cine cubano poseía la impertinente frescura de la propia revolución. No me refiero sólo a las obras de ficción, muy escasas entonces. Sino a lo que abundaba, los documentales, los reportajes, los noticieros. Ellos constituían el mejor espejo, el mejor reflejo de la principal creación cultural producida por la revolución, o sea: los discursos de Fidel.
Nadie sabía eso mejor que Alfredo. Si el cine pertenecía a la cultura de masas, y si, en ese sentido, era una herramienta susceptible de influenciar y de transformar las mentalidades, los cineastas debían inspirarse de aquello que, en la Nueva Cuba, estaba transfigurando el país, o sea, repito, los discursos de Fidel.
Fidelista de la primera hora, de antes mismo de que el propio Fidel tuviera conciencia de su singularidad política, Alfredo admiró siempre en él su total desparpajo para cambiar las cosas. Su ética. Su elegancia. Su cultura. Su genialidad creativa en la manera de hacer política. Su increíble rapidez en entender un problema, hallar una solución, aplicarla y sacar la teoría del asunto. Todo ello a la velocidad de un latigazo.
De eso hablamos cuando me lo encontré por primera vez en París en el otoño de 1972. En casa de una amiga común, Anne, escritora y reciente viuda del actor más popular de Francia, Gérard Philipe. Por casualidades de la vida, teníamos otras amistades compartidas. Especialmente tres: Alejo Carpentier y su centelleante esposa Lilia. Y Saúl Yelín, director de relaciones internacionales del ICAIC, que yo había conocido muy bien en Rabat, en la residencia del primer embajador de Cuba en Marruecos, el inolvidable Enrique Rodríguez-Loeches.
Ahí empezó una amistad fraterna e intelectual que iba a durar más de cincuenta años… Le debo enormemente. Alfredo tenía idéntica edad que Fidel y veinte años más que yo. No pertenecíamos a la misma generación. Pero nos unían dos temas polémicos, centrales en nuestras vidas: el cine y la revolución cubana.
La victoria revolucionaria de 1959 significó, a escala internacional, una conmoción política de la que no se tiene idea hoy. En el seno de la hornada de jovencísimos líderes que llegaban entonces al poder, Alfredo, marxista del 26 de Julio, poseía la particularidad de ser quizás el único intelectual, a ese nivel, venido del mundo del arte. A veces se olvida que estuvo entre el reducidísimo grupo de dirigentes que, cinco meses después de la victoria, en torno a Fidel y al Che, redactó la ley de la Reforma Agraria. Unos meses más tarde, a la cabeza del recién creado ICAIC, lideró la complejísima batalla por la conquista de la hegemonía cultural dentro de la revolución. Contra, por un lado, el viejo partido comunista y, por el otro, los novísimos de Lunes. En sus determinantes Palabras a los intelectuales, Fidel zanja el debate y le entrega de hecho el bastón de mando al ICAIC, o sea, a Alfredo cuyo magisterio a partir de entonces será lo más cercano al de un ministerio de Cultura (que se creará casi veinte años después…)
En nuestras conversaciones, recordaba a menudo estos dos eventos fundadores: las reuniones en la casita del Che en Tarará para redactar la ley agraria, con las irrupciones nocturnas de Fidel; y el frente cultural con la derrota de jdanovistas y esteticistas.
Era muy radical. Incluso intransigente. Patriota cubano absoluto. Fidelista (y raúlista) integral. Muy crítico con todo. Insatisfecho permanente de cómo iban las cosas en Cuba… Pero no aceptaba de ningún modo que se abundara en ese sentido. Ni sus mejores amigos. Como si el único que pudiese enjuiciar el tema fuese él. Por estar -por definición- totalmente libre de toda sospecha.
Varias veces lo vi dudar. Me contó su íntima incomodidad cuando los tanques del Pacto de Varsovia entraron en Praga en agosto de 1968, y cuando Fidel lo aprobó… Y sus recelos cuando, poco después, la Unión Soviética recabó una influencia en Cuba que nunca antes había tenido… Jamás le conocí una real simpatía por los soviéticos. Era excesivamente esteta. Los hallaba patanes, burdos, vulgares, toscos, pesados… Le horrorizaba la idea de que esa inelegancia y ausencia de finura contagiaran a Cuba, la enlodaran. Soñaba con un socialismo culto, refinado. La cultura era su unidad de medida. Quien careciera de ella quedaba excluido del círculo de sus relaciones.
Cuando se instaló en París, en 1983, como embajador cerca de la Unesco, nos vimos mucho más a menudo. La atmósfera, me contó, se había vuelto muy complicada para él en La Habana. Sus enemigos lo cercaban. Para preservarlo, Fidel lo había exfiltrado a la capital francesa. Y estaba feliz. Era muy amigo de Danielle Mitterrand, y el esposo de ésta, François, era presidente socialista de Francia desde hacía dos años; gobernaba en alianza con los comunistas.
Cuando Alfredo llegó, el debate sobre qué tipo de socialismo, desgarraba a la izquierda francesa. La política de nacionalizaciones masivas impulsada por Mitterrand no estaba dando resultado, y la popularidad de su gobierno se había hundido. El presidente cambió totalmente de rumbo en 1983, rompió con los comunistas y adoptó, como Felipe González en España, una vía neoliberal. Los debates estaban al rojo vivo. Con Alfredo y otros intelectuales franceses debatíamos hasta altas horas de la madrugada en su gran apartamento de la Avenue Bosquet.
Yo era redactor jefe de Le Monde diplomatique. Alfredo venía a mi oficina a conversar con otro de sus grandes amigos, mi compañero de redacción y cómplice de mil batallas, Bernard Cassen. En aquel momento, yo estaba regresando de Polonia. Allí había ocurrido algo inaudito, estando yo presente, en agosto de 1980. Por primera vez una huelga general de obreros dirigida por el sindicato Solidarnosc había puesto contra las cuerdas a un gobierno comunista (en principio constituido por ‘representantes de la clase obrera’) que se había visto obligado a reconocer la existencia de sindicatos independientes…
Era un choque tremendo. Yo había sido uno de los primeros periodistas que había entrevistado al líder de aquel movimiento, Lech Walesa, en Gdansk. Un año después, en diciembre de 1981, el general Wojciech Jaruzelski, establecía el estado de sitio… ¿En qué se había convertido el socialismo en Polonia? ¿Qué podía ser un socialismo piloteado por los militares contra los obreros?
En China, desde agosto de 1980, habían despegado las reformas económicas impulsadas por Deng Tsiao Ping, desde la cúspide del partido comunista, en favor del crecimiento económico, que dinamitaban el dogma burocrático de la «planificación centralizada»…
Eran controversias teóricas que debatíamos con Alfredo en París a la luz de lo que estaba ocurriendo en Francia y en España con los propios gobiernos socialistas de François Mitterrand y Felipe González. Y me imagino que él debía estar pensando en cómo se repercutirían estos debates en el muy diferente contexto de Cuba y América Latina…
En esto, para complicarlo todo un poco más, llegó Gorbatchev con sus teorías de la «glasnost» y de la «perestoika». Y unos años más tarde cayó el muro de Berlín y a continuación, lo que parecía inimaginable se producía, la propia Unión Soviética implosionaba…
Estos diez años que Alfredo pasó en París, de 1983 a 1992, fueron sin duda, en el plano intelectual, los más determinantes de su vida, después del decenio estructurante y fundador de 1955-1965. En ese período, inspirado por estos debates sobre «socialismo y libertad» que acabo de citar, escribió sus dos grandes libros Revolución es lucidez y Tiempo de fundación.
Cuando, en 1993, terminó su misión en la Unesco y se disponía a regresar a La Habana vino a verme a mi oficina del periódico con un enorme paquete envuelto en papel kraft y atado con varias cuerdas: «Quiero que me guardes esto. -me dijo- No lo abras. Nadie sabe que lo tienes. Y no se lo entregues a nadie hasta que yo te lo indique.» Lo metí en un cajón de mi escritorio. Y ahí estuvo cinco años. Hasta que él mismo vino a recuperarlo. Nunca lo abrí, jamás lo consulté. Eran los manuscritos y los documentos precisamente de esos dos libros, sus obras más personales.
¿Por qué me los confió? ¿Por qué no se los llevó con él de regreso a una Habana que entraba en ‘período especial’? Nunca me lo confesó. Le temía a los burócratas, a los dogmáticos, a los estalinistas camuflados. Creía en lo imposible, «en un socialismo de carácter renacentista en el que la creatividad de las personas se libere. E inunde el mundo de belleza».
Tomado de: UNEAC