La cineasta cubana Rebeca Chávez es una pertinaz conversadora. Tomar de sus aseveraciones y hacerlas cuerpo en una narrativa fecunda es parte del cometido de este entrecruzado de palabras. En su memoria habitan un sin número de historias. Seguramente muchas no serán reveladas pues son parte de los anclajes de su “mundo interior”, de los anaqueles de su patrimonio personal y le asiste reservarlos para el monologo: es su derecho.
Más de veinte piezas cinematográficas llevadas hasta el arte final como textos convergentes, es parte de los oficios de esta realizadora coral. Una buena parte son documentales que subrayan sobre lo épico o lo biográfico. Son narrativas que compulsan puzles de historias de vida, agudas reflexiones de alto valor intelectual o sustantivos apuntes sacados a la luz en espacios de probada circulación.
Su documentada labor por el magisterio cinematográfico o la asesoría de guiones, completa esa triada de vivencias enriquecedoras, donde la cultura y la historia son parte de sus esenciales brújulas. Comparto —por ese empeño de construir memorias— sus aceleradas reflexiones que surcan hacia el sosegado recorte de aseveraciones. Y es que mi voluntad impostergable es socializar la palabra.
Casi dos horas de pláticas están determinadas en esta entrevista en dos partes que aspira, como esencial objetivo, a poner en primer plano a una ejemplar cultora de la cinematografía cubana. Rebeca es, sin dudas, una cineasta revolucionaria —en el amplio sentido del término—, a la que le debemos, por esas virtuosas entregas, el hacer los pilares de Cuba, desde la simbología y la metáfora.
***
Nací en Oriente, en Bayamo, en Guisa, pero desde que tenía unos seis años mi familia se radicó en Santiago de Cuba. Por tanto, me siento santiaguera, y le debo a esa ciudad todo lo que soy y todo lo que no soy. Y Santiago es para mí una ciudad que conserva un gran misterio, que todavía me atrae mucho, a pesar de que ya Enramada no es Enramada, y de que no es ni mejor ni peor, es otra. Vengo de una familia de clase media; a veces alta, a veces baja, de acuerdo con los avatares.
Yo viví y disfruté mucho a Santiago y a los santiagueros. Tengo —tuve— muchos amigos allí que son más familia que mi familia, porque los escogí, porque nos escogimos.
Santiago fue la ciudad que me permitió hacer todo lo que yo quería, lo que pude hacer, lo que mi talento, mi audacia, me permitieron. Y eso me llevó a ser una adolescente muy respondona; mi padre me decía “Se Gobierna”, “Ahí viene Se Gobierna”. Salía para la escuela, pero no iba, aunque era una buena alumna. Siempre necesité hacer distintas cosas simultáneamente.
En Santiago, tuve maestros extraordinarios, sobre todo una maestra que me acompañó hasta hace poco como amiga y vecina, mi maestra de cuarto grado, María Antonia Figueroa.
En la Universidad de Oriente, donde me hice Licenciada en Historia, tuve profesores como Francisco Prat Puig, un genial republicano catalán; el italiano Zavatini; una profesora hispano-soviética a la que le poníamos la clase mala porque le preguntábamos sobre Stalin y el estalinismo, y Electo Silva, que daba clases de apreciación musical.
Fue la época en que José Antonio Portuondo era el rector. Yo llegaba a la Universidad con él, en su carro; me daba botella. También me colaba en su clase de Estética. Éramos amigos y, en privado, le decía Pepé, como hacían los santiagueros.
En Santiago también empecé a trabajar muy joven, en el gobierno provincial. No porque tuviera necesidad económica sino porque sabía que si trabajaba y tenía mi sueldo no tenía que pedir dinero en mi casa y, por tanto, no debía explicaciones en ese sentido. Me divertía mucho porque era una adolescente de catorce años y el gobernador, que era mi amigo, me permitió inventar un periódico que hice durante unos tres o cuatro años, hasta 1964.
Participábamos tres personas; nadie cobraba, pero funcionaba. Se imprimía en unos talleres del Partido que antes habían sido de un periódico vespertino muy simpático que había en Santiago de Cuba, se llamaba Oriente y valía tres quilos. Cuando se imprimía íbamos y lo recogíamos nosotros mismos y se lo llevábamos a un vendedor, a Pillito, que lo vendía en diez centavos.
Terminé la Universidad, y el día que tuve el título en la mano me dije: “Bueno, ¿y ahora qué?”. Sentía que tenía que volar, ver otro mundo, y vine para La Habana, porque en medio de esa aventura que fue Cultura ’64 había conocido a Lisandro Otero cuando visitó Santiago de Cuba con Graham Greene.
Desde esa época yo quería hacer cine, queríamos hacer cine. Entonces Santiago era la única ciudad en toda Cuba que tenía una delegación del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), con Bebo Muñiz en el Noticiero y Joel James de delegado de la institución. Yo ya yo conocía a Saúl Yelín y a Alfredo Guevara.
Llegué a La Habana a trabajar con Lisandro Otero, quien estaba a cargo de las revistas Revolución y Cultura y Cuba. En la primera, empezamos con él Guillermo Rodríguez Rivera y yo, aunque después del primer número, me quedé yo con tres mecanógrafos, y la revista salía cada quince días. Entonces Lisandro hacía el cierre de Revolución y Cultura conmigo y con González Bermejo, el de Cuba. Pero seguía con la idea del cine y Alfredo Guevara estaba en el consejo de edición de la revista.
¿Cómo fue su experiencia en la lucha clandestina contra Batista? ¿Por qué se enroló?
Porque fui educada bajo las nociones de qué era lo bueno y lo malo, lo decente y lo indecente, lo justo y lo injusto, lo que no se puede permitir. Yo vivía en un barrio muy revoltoso, en la calle Quintín Bandera 303, y en Quintín Bandera 226 vivían los hermanos País. Estuve presa con trece años, junto a un grupo de revolucionarios (está en los periódicos). Cuando me cogieron, un fotógrafo fue a mi casa y le dijo a mi mamá: “A tu hija se la llevan en una microonda para el cuartel Moncada”. Y mi mamá: “Ay, Dios mío, eso tenía que pasar”. Estuve presa como veinticinco horas; el Movimiento 26 de Julio enseguida puso unos abogados, era menor de edad.
Me enrolé porque mataban a mis amigos, mataron a William Soler, a mi vecinos Froilán Guerra y Carlitos Díaz; atropellaban a la gente, era una cosa espantosa.
Recuerdo que cuando la huelga de abril imprimimos los materiales clandestinos en el Consejo Diocesano, en la calle Heredia, donde tenían un mimeógrafo. Nos hicimos de una llave del lugar —yo la tenía. Luego todo eso se distribuía por la ciudad. Pero llegó un momento en que los papelitos me cansaban y me vinculé también a los grupos de acción.
Un día Papucho, que vivía en mí cuadra y que estuvo el 30 de noviembre, tocó a la puerta de mi casa y le dijo a mi mamá: “Gladys, guárdame este paquete aquí”. Cuando ella lo abrió era su uniforme verde olivo. Yo tenía la complicidad de mi madre, ella sabía lo que yo hacía y me apoyaba emocionalmente, nunca lo decía para no desafiar la disciplina en mi casa.
Esa etapa estuvo llena de matices. Tumbar a Batista, y luchar contra su dictadura, y todo lo que significaba, era un factor unitario muy sencillo, pero no obviaba un montón de diferencias. La primera internación de esas complejidades, de esa riqueza, era el propio Frank País, que era bautista, que tocaba el piano, que escribía poesías, pero no le temblaba la mano, aunque tenía una espiritualidad a toda prueba.
Cuando llegó a La Habana, qué personas en particular la acogieron. Una ciudad tan cosmopolita no siempre es hospitalaria, pudo haber sido un cambio fuerte al venir de una ciudad como Santiago…
Aquí en La Habana para mí todo fue una sorpresa. Yo tenía muchos amigos, aunque para empezar no tenía casa donde vivir. Entonces Lisandro y el Consejo Nacional de Cultura me llevaron para el Hotel Nacional, donde estuve tres años en la habitación 347. El Consejo pagaba el hotel y yo me pagaba la comida. Y trabajaba en la revista más de diez o doce horas diarias.
Después vino el Congreso Cultural de La Habana y trabajé en el Comité Organizador con Lisandro. Un día estábamos en el restaurante El Patio con Fernando Rey, que era arquitecto, y Frémez, el pintor, y en una servilleta empezamos a hacer el guion de una exposición que se llamó Del Tercer Mundo. Yo escribía en la servilleta, mientras Fernando desplegaba a mano alzada el ámbito del Pabellón y marcaba dónde iban las obras.
En Revolución y Cultura, intenté hacer con Oscar Hurtado un número sobre el gansterismo en Cuba. Lisandro se lo encargó a Oscar, pero después que nos reunimos con varias personas aquello se empezó a complicar y acordamos hacerlo sobre la novela gótica. Y Lisandro me dijo: “Pero, ¿cómo es que tú sales de hacer un número sobre el gansterismo y vienes ahora con un número sobre la novela gótica?” Pero lo hicimos.
Por esa época también conocí a Roque Dalton y elaboramos otro número de Revolución y Cultura con los “tupa”, que estaban de microbrigadistas en Alamar; a la vez, Mario Benedetti nos daba materiales. Los jóvenes no saben nada de eso y piensan que todo es aburrido.
¿Cómo surge y evoluciona entonces la Rebeca realizadora y guionista, desde la génesis de una idea hasta el arte final de sus películas?
Me interesan las personas que están en una esquina de la vida y de repente cambian. Por ejemplo, ¿qué tiene que hacer un sacerdote dominico como Frei Betto de guerrillero? ¿Cuál es el drama de Panchita Rivero, la madre de Piti Fajardo, una mestiza manzanillera con un defecto físico que se alza sobre esa dificultad y se convierte en la segunda médico mujer de Cuba? Me hice amiga de Panchita, que ya era una anciana, y la filmé. Porque lo primero es establecer una complicidad con las personas que vas a entrevistar.
Pienso que los temas están, o estaban en la época en que yo empecé, en la prensa diaria. La noticia es la célula motora, la chispa de los comentarios, de los editoriales, de montones de géneros en el periodismo y en el cine. Me faltarían dedos para contar todos los documentales y películas que nacieron de una noticia, como El desayuno más caro del mundo, de Chijona.
A Panchita, protagonista de Cuando una mujer no duerme, la encontré en las páginas de una revista sucia. Yo estaba en Playa Girón con los fotógrafos Raúl Corrales y Ernesto Fernández, y había una revista tirada en el suelo. La cogí y arranqué la página en que estaba ella. Averigüé dónde vivía y me aparecí en su casa.
El documental de Chano Pozo lo hice porque Padura escribió sobre él en Juventud Rebelde. Después encontré muchísima información sobre Chano. Esas famosas preguntas del periodismo: ¿qué?, ¿cómo?, ¿cuándo?, ¿dónde?, ¿quién?, ¿por qué?, uno se las hace también en el cine.
Quizás tengo a mi favor que soy licenciada en historia, que me interesa el periodismo, que no tengo divisiones. Creo que el cine es cine, que el documental tiene unas reglas y la ficción tiene otras, pero hace muchos años que todo eso está muy contaminado. De esas cosas hablaba mucho con Santiago Álvarez. Él decía: “el Noticiero no da noticias, pero si no hubiera noticias no se pudiera construir esa narración fílmica semanal”. Los noticieros ICAIC son como ensayos, revelan conexiones y también daban noticias a quienes no las habían recibido antes de verlos.
Y así nacieron todas mis películas, aún hasta en las que me encargaron necesité encontrar una motivación, un asidero, porque las historias nacen de lo que uno lee, de lo que uno encuentra, es como meterse en un diario personal.
Recuerdo que una vez me llamó un directivo del ICAIC para que le hiciera un documental a Chucho Valdés. Le pregunté: ¿Y Chucho Valdés quiere que yo le haga un documental? ¿Usted ha visto la estatura de Chucho y la mía? Esa diferencia física puede ser un problema de comunicación hasta que logras colocar a la persona en un ámbito propicio.
Yo no hubiera logrado nunca que Tata Güines me dijera todas las cosas que me dijo si no nos hubiéramos sentado en un bar a hablar, o si no le hubiera dado cuatro rones a las ocho de la mañana. “Bueno, aquí tiene la botella, pero ahora vamos a hablar”. Ahí es donde están las historias, que luego pasan por una elaboración personal.
Pienso que no hay cine documental, hay cine que sale de un documento, porque en la medida en que encuadras, ya estás dejando fuera contenido; en la medida en que filmas noventa horas y dejas la película en una, ochenta y nueve quedaron fuera. Es decir, todo pasa por el talento, por la capacidad, por la honradez y por la ética del realizador. Con la misma noticia puede hacerse una infamia, un material crítico o una manipulación histórica.
¿Qué relevancia le concede usted como directora de cine a la fotografía?
Toda. Por eso defendí —aunque ahí está su obra— el Premio Nacional de Cine para Iván Nápoles. Porque nunca se hablará lo suficiente de la obra de Santiago y de lo que desató, que es muy importante, pero cuando él hizo su obra no había ni video assistent, ni cámaras digitales; por tanto, Santiago tenía que confiar en lo que Iván veía y componía.
Yo leí hace mucho tiempo un libro que para mí se convirtió en un libro de cabecera: Los misterios de la luz, y Néstor Almendros escribió mucho sobre el papel de la luz.
Y cuando Titón estaba filmando Fresa y chocolate, que me dio toda la posibilidad para hacer mi documental Silencio…se filma Fresa y Chocolate, le dije: “Yo solamente filmo lo que quiero filmar si tú me autorizas y si tú no me ves como un estorbo”.
Él fue mi cómplice en esa labor y, además, me regaló esta idea: “Trata siempre de justificar la fuente de luz con una ventana”. No puede ser que tú tengas una lamparita y la enciendas y que aparezca lo que llamamos en cine luz diez, que es una diabla.
Entonces yo creo que la luz y la fotografía son herramientas absolutamente narrativas, y a veces narran mejor que la palabra. Esa frase de que una imagen habla por mil palabras es cierta. Pero hay mucho cine discursivo en el que hacen la dramaturgia del drama y la fotografía tiene un papel. Hay planos memorables sobre esta idea.
Tengo en mi memoria tres películas que cada vez que las veo me impactan: La batalla de Argel (1966), de Gillo Pontecorvo; Vivir su vida, (1962), de Jean-Luc Godard; Cassius, el grande (1969), de William Klein.
Sobre esta última recuerdo que hay un plano en elque él va filmando y va hacia atrás. Yo digo que es un travelling humano. Supongo que lo debe haber llevado el fotógrafo, y Cassius Clay va encima de la cámara, y va hablando. Es un plano muy, muy agresivo.
En Vivir su vida es impresionante ese gran panning en el que el proxeneta le explica a Anna Karina, por los bulevares de París, qué es la prostitución. Esta es una recreación documental ficcionada. Entonces, tal es la importancia que le concedo a la fotografía, a la luz y a la música, por su papel narrativo y dramático esencial.
¿Usted se considera una cronista o una hacedora de historias?
No sé, porque creo en la realidad del cine, lo mismo en el documental que en la ficción. Los documentales cuentan un ángulo de la historia, no es la historia, son acercamientos, aproximaciones, énfasis narrativos. En Ciudad en rojo, por ejemplo, mis énfasis están en la historia que yo cuento de Santiago de Cuba, que no es la misma que contó Soler Puig. Hay una autoría personal. No todo el mundo vive la misma historia, aunque se presencie el mismo hecho.
Cuando se estaba filmando Fresa y chocolate —para que veas cómo el cine puede transformar un significado— había cerca de la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana, una gran valla que decía: “Todo lo que tenemos, todo se lo debemos a la Revolución”, y entonces los asistentes pusieron extras en una guagua abarrotada, con gente colgando.
El plano era cámara fija: la guagua entraba por la derecha y salía por la izquierda: full pantalla. Se iba la guagua y quedaba el cartel. Y dije: “no, de ninguna manera”. Eso es lo que yo le llamo puyismo político, irresponsabilidad. Todo se puede decir con altura, con responsabilidad, para adelantar.
Una vez, en una reunión de la revista Temas, dije que yo había completado mi educación sentimental, mi educación política, mi educación estética y mi educación adulta aquí en el ICAIC, y que había aprendido a discutir, a debatir, a equivocarme, a enmendar la plana, con respeto, con dignidad, con altura, concediéndole espacio al otro, no aplastando desde el poder.
Y sabemos que Alfredo no se andaba con chiquitas, pero tenía autoridad. Por años escribí con Chijona para el periódico Granma, y esas críticas las revisaba Alfredo. Yo decía a veces: “Vamos a ver cómo viene esto”. Y un día me llama y me dice: “Chica, está bien la crítica, pero que te guste Pierre Richard le zumba el mango” “Ah, te voy a contestar con una frase de cine” “¿Cuál?”, “Nobody is perfect”. Asimismo se reunía con los del sexto piso para hacer la revista Cine Cubano.
Por otra parte, los debates que Julio García Espinosa dirigía en el quinto piso —en los que participar eran obligatorio— constituían un aprendizaje. Una vez, Alfredo le mandó una vez a hacer una crítica a Daniel Díaz Torres sobre una película que se acababa de estrenar, El monstruo en primera plana, y Daniel la hizo. Como a las tres o las cuatro de la tarde me llaman: “Dice Alfredo que suban todos los que leyeron el texto de Daniel” “¿Ustedes leyeron esto?” “Sí”, “¿Y qué les pareció?”, “Bien”, “¿Y ustedes vieron la película?”, “Sí, sí vimos la película. Y entonces Alfredo dijo: “Esta crítica tiene un solo problema, cuando uno habla de manipulación para publicar en el periódico Granma y en Cuba uno tiene que decir la manipulación capitalista, burguesa, interesada, o ideológica; tiene que tener apellido, no puede ser así”.
A mí me hizo escribir la nota de prensa de la presentación de Ustedes tienen la palabra un día entero. Y yo decía: “Dios mío, ¿qué tengo que hacer, qué tiene que tener?” “Razona, a ver, vamos a la película, diez minutos, nada más que tengo diez minutos”, “Mira todas esas cosas pasan en ese lugar porque no hay Partido, esa es la semillita que hay que poner en primer plano para el debate que hay”. Entonces cuando había una película que no podía salir por lo que fuera, llamaba y decía el porqué, daba las herramientas.
Usted ha hecho una labor como crítica de cine en un período importante de su vida, ¿qué le ha aportado esa experiencia a su formación como realizadora?
Todo. Yo creo que si a los alumnos de las escuelas de cine les pidieran que escogieran las películas que ven, las analizaran y escribieran sobre ellas, les aportarían una herramienta esencial, porque obliga a ver la obra del otro, a buscar filmografías, a saber de géneros y de muchísimas cosas, y a escribirlas y sintetizarlas.
Pero, además, la crítica tiene un papel que en aquella época del ICAIC Alfredo le llamó, de extensión. ¿Y qué era? Ciclos de películas diferentes: la comedia musical, el melodrama. Yo iba cada quince días al Instituto Técnico Militar y a Construcciones Militares con un ciclo, a debatir con los soldados. Enrique Colina tenía un ciclo de comedias. Yo creo que se hizo una vez un ciclo enorme para los profesores de ciencias sociales que estaban reunidos en Santiago de Cuba, y allá fuimos. No era que el cine sustituyera a la pedagogía, sino que el cine podía ser un auxiliar de la pedagogía, como mismo funcionaba para la clase de historia.
La crítica cinematográfica, que el ICAIC perdió, desempeñó un importante rol en Cuba, pues en los preceptos fundacionales y conceptuales de la institución, que siguen vigentes, está el cultivo de un público participante y activo, lo cual descansó entonces en una programación diversa y en la crítica.
Era la época en que veías una película y leías la crítica; podías estar a favor o en contra, pero tenías quién te guiara. Ahora, se ve más cine que nunca y hay menos crítica que nunca. No podemos vivir de la ilusión de que está en la redes sociales, y que hay dos millones de celulares. No es verdad, la gente no lee críticas, ni nadie las hace. Y con la ausencia de esa crítica, se pierde una herramienta formadora, que enseña a discernir. Porque este país está preparado para discernir, no es un país de imbéciles. Yo soy una apasionada de la prensa escrita y de las revistas impresas. Soy de la generación que piensa que la relación con los libros, con el papel, es importante. (Publicada en Cuba en Resumen).