Luis Orlando Pantoja Veitía, recibió este viernes, 11 de marzo, el Premio Nacional de Periodismo José Martí por la Obra de la Vida. También fue Premio Nacional de Radio en 2014. Poquísimos saben que le llamaban Lucho. El apelativo no aparece siquiera en una de esas biografías que nunca se ha sentado a redactar, «porque otros se han encargado de hacerlas, y yo de vivirlas»… ¡Y de qué manera! Porque desde que su dulce y bondadosa madre lo parió, el 12 de enero de 1933, Luis Orlando Pantoja Veitía no ha dejado de descolgarse a todo riesgo entre soles y lunas, en una inverosímil calistenia que lo ha mantenido vital, inteligente y galán.
Lo de Lucho fue en Ecuador, adonde llegó en 1957, una de las 11 veces que salió de la cárcel, en este caso gracias a una institución jurídica conocida por Habeas Corpus, y luego de exiliarse en la embajada de ese país en La Habana. Allá, en el centro del mundo, firmó por primera vez papeles matrimoniales y nació su primogénito. Luego, otros cinco casamientos e igual número de hijos lo convertirían en abuelo de siete nietos. Pero desde hace 26 años su vida es de Olga, una compañera que lo supo conquistar definitivamente por su «mente rápida y capacidad para hacer varias cosas a la vez, entre ellas, seguirme».
—Debes habértele escapado al diablo, Pantoja. Tu historia es bien larga, y mejor que cualquiera de esas zagas del cine y seriales de la televisión. No dejas de ser un trotamundos, un andariego, el periodista más itinerante que he conocido. Has criticado, denunciado, retado, enjuiciado micrófono de por medio. Has escrito hasta novelitas rosas a lo Corín Tellado. En tu vida hay de todo: asaltos, luchas, misiones, desafíos, travesuras, amor apasionado…
—¿Tú sabes? Eso de la voz radiofónica les atrae mucho a ustedes las mujeres, que para mí son lo mejor del mundo. Son ellas las que iban a verme, me daban cita por teléfono, me esperaban a la salida del estudio para conocerme. Lo otro, sí, así mismo.
—¿Y la cárcel? Te apresaron por primera vez en 1956, en Ranchuelo. Después otras diez veces. Si no es un récord, es muy buen average. No creo que hayan sido muchos los que lograron salir sanos y salvos tantas veces de las mazmorras batistianas. ¿Te consideras un hombre de suerte?
—Bueno, tal vez. Pero de la cárcel salía gracias a mi madre, que cogía un jabuco con dinero y corría a buscar la mejor puerta donde tocar, por muy lejos que estuviera.
—¿Hasta con el tristemente conocido jefe del Buró de Investigaciones, coronel Orlando Piedra Negueruela, el hombre de oro de Batista?
—No puedo asegurarlo. Pero esa vez, en La Habana, no me soltaron. Me cambiaron a otra prisión con mejores condiciones. Quizá medió mi padre. Tenía bastante influencia entre los políticos, y la sabía utilizar. Nunca me interesó averiguar.
—¿Cómo saliste del más prolongado de tus encierros, aquí en Santa Clara?
—Una tarde el capitán Gómez Rojas, jefe de la policía de Ranchuelo, se apareció en la celda y me preguntó si me estaban dando comida, si me habían torturado, si esto y lo otro. Me limité a responderle sí y no. «Mira, te voy a soltar, y te voy a decir por qué. Al morir mi madre el único que fue a la casa y me dio 100 pesos para el entierro, fue tu padre», me dijo. Cuando triunfó la Revolución, se escondió en la cisterna de una casa en el Condado. La habilitaron de tal manera que logró vivir allí unos 30 años. Tuvieron que sacarlo muy enfermo. Murió en el hospital.
—¿Y en la Florida?
—No sé. En 1958, el FBI me apresó en Cayo Hueso. De la cárcel de Miami me sacaron y me montaron en un avión que había trasladado ganado. Sin preguntar, me acomodé como pude entre el pasto y las heces. Ni yo mismo me soportaba cuando llegué a Panamá. Un puertorriqueño, hijo de cubano, me brindó su casa. Allí viví hasta que crucé la frontera y entré con pasaporte falso a Ecuador, de donde había salido tratando de acercarme a Cuba.
—¿Escribías en la cárcel?
—No lo creo. Mi verdadero periodismo comenzó en Ecuador, escribía crónicas y comentarios sobre las luchas en Cuba, la situación en América Latina y semblanzas de compañeros asesinados. Pero eso fue ya con la Revolución, que me nombró cónsul allí. Escribía para el periódico La Nación, dos o tres artículos semanales, y para El Universo, de la ciudad de Guayaquil. También conduje un noticiero en La Voz de Guayas. En esa misma emisora arrendé un espacio de tres horas diarias con una revista informativa de mucha audiencia.
—Durante los años 60 mantuviste una columna fija en Vanguardia. ¿Qué prefieres, la prensa escrita o la radio?
—La radio. Pero no concibo a un periodista que no sepa escribir, y escribir bien, ya sea una nota, un guion, un informe, una carta. Escribir te obliga a poner en orden las ideas, a ser coherente de principio a fin, a que tu discurso tenga una lógica, a buscar la palabra precisa.
—Fuiste alfabetizador y sé que te encanta el magisterio. En varias oportunidades te he escuchado comentar que la Campaña de Alfabetización fue una verdadera escuela forjadora de conciencia y que despertó en ti el maestro que llevas dentro…
—Y del que nunca me desprenderé. Si no fuera periodista, sería maestro.
—En 1966 pasaste un curso de Periodismo en la Escuela Superior del Partido Ñico López. Me constan tus métodos pedagógicos y tu libérrima metodología. Eres un antidogmático por excelencia. Pero dime, ¿qué no dejarías de enseñarle, de repetirle, a un periodista en formación?
—Que sea un defensor de las políticas públicas, de los valores humanos. El periodismo no puede separarse de la política ni de la ideología. De la política, porque es sobre todo acción; de la ideología, porque es la esencia de tu conciencia. Un periodista está obligado a leer, y tiene que saber interpretar, confrontar, deducir, observar. Martí decía que la palabra es para impulsar ideas, y eso falta o falla a veces. En ocasiones leo, o escucho, pura palabrería, cosas muy vagas, imprecisas, insustanciales. Ya casi nadie narra, no se describe, se regalan los adjetivos, se dice o se escribe con un vocabulario escaso, incoloro.
—¿Por qué no escribes más?, por ejemplo, episodios de cuando estuviste en Angola. ¿Por qué no aceptaste ir de corresponsal de prensa, sino como «soldado tiratiros», utilizando tu propia expresión?
—Porque lo que hacían falta eran soldados. Me entrenaron para tirar con una ametralladora checa, de cuatro patas, que no sabía cómo ponerlas, y en el barco me dieron una rusa. Desembarcamos cerca de Lobito. Me asignaron a la infantería de tanques, atrás de ellos todo el tiempo, hasta Cachama. Si levantaban velocidad, tenía que colgarme. Cuando vine a ver, ya estaba de jefe de pelotón con grados de sargento. Después pasé a la vida civil en Huambo y Luanda atendiendo la esfera político-ideológica del MPLA.
—¿No te enfermaste, no te hirieron, algún arañazo…?
—Siempre fui flaco, pero fuerte. Parece que heredé la salud de mi madre, que jamás padeció de nada. Una guajirita de San Fernando de Camarones. La única cicatriz con alguna historia es la que tengo en una rodilla. Me la hizo un guardia de Batista con la bayoneta de un Springfield.
—¿Verdad que posees 23 medallas y otras distinciones; entre ellas, la Orden Número Uno del Comandante en Jefe, la Jesús Menéndez, Majadahonda de la Uneac, Juan Gualberto Gómez, 40 y 50 Aniversario de las FAR?
—No las he contado, son varias, sí. Ahí las tiene Olga, todas las medallas prendidas en una franela colgadita en la pared.
—Cada una de ellas resume una o varias historias. Algunas recogidas en textos como Los combatientes del mayor, libro en tres tomos de la autoría de Gildardo Benito Estrada Fernández.
—Así es, por si no me creen.
—¿Qué te falta que no tienes o quisieras tener?
—Salud.
—¿No te aburres en casa? ¿Lees? ¿Oyes radio?
—La gente viene a verme, los vecinos siempre me dan vueltecitas; estoy operado de catarata, no debo abusar de la lectura, y el radio lo tuve roto mucho tiempo.
—Sí, me acaba de contar una vecina que en la cuadra te dicen el Señor de la Vanguardia.
—Una exageración de ella en franca alusión a Camilo. No, no lo creo.
—Sin mucho tiempo para responderme, ¿te atreverías a definir brevemente y poner en orden de importancia para ti las siguientes palabras: periodista, Revolución, magisterio, Fidel, Martí?
—Placer y disfrute, dolor y llanto: Revolución. Después, todo lo demás.
Y Pantoja ríe, pausadamente, al por ciento que le permite su bondadoso corazón. Dulce y tiernamente niega que le haga falta algo material. Vive con lo básico, lo necesario, por muy difícil que sea. Está preparado. Siempre ha sido fuerte, resistente al dolor y al cansancio. Vive sin miedos, cree en el futuro. Todavía es Lucho, y va a la carga, dispuesto a descolgarse, como siempre, entre soles y lunas, o a sumergirse tranquilo en sus versos de antaño:
Dispara fusil, dispara / contra la muerte que muerde / que el disparo no se pierde / si al futuro das la cara. / Dispara, que así te ampara / la vida en su porvenir / mas, no me vayas a herir / mira que voy caminando / mira que ya estoy llegando / ¡mira que quiero vivir!
Por Mercedes Rodríguez García / Tomado de www.vanguardia.cu