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Los riesgos de un régimen cibercrático global

Cabe puntualizar que la tecnología no es neutral, sino que su uso está mediado por relaciones de poder y por la estratificación de las sociedades. Más aún, cuando los frutos del progreso técnico son retenidos en las naciones y corporaciones más dinámicas del norte del mundo, la tecnología es parte de las estructuras de poder, riqueza y dominación. Dejadas a su libre arbitrio y discrecionalidad, las corporaciones del big tech ―conjuntamente con los mercados bursátiles y los grandes fondos de inversión que las controlan― son la expresión más acabada del fundamentalismo de mercado. Y aunque le dan forma a la era de la información, facilitan la vida en las sociedades humanas y acercan las interacciones sociales, imponen desafíos a la misma convivencia social, al despliegue de la intimidad, a la formación de la ciudadanía y a la praxis política en su conjunto.

Google, Amazon, Facebook, Apple, Microsoft (GAFAM) y Twitter son grandes corporaciones de origen estadounidense que, en su conjunto y en condiciones que violentan las legislaciones antimonopolio, pretenden controlar la producción y circulación de publicidad en línea, el comercio minorista, la mensajería instantánea, y el desarrollo de software y hardware. El poder de mercado de estas empresas se extiende al llamado big data, o bien al negocio de la recopilación y comercialización de información proporcionada voluntariamente por sus usuarios. Y aunque el BATX ―que comprende las corporaciones chinas Baidu, Alibaba, Tencent y Xiaomi― gana terreno y se expande aceleradamente por el mundo, el GAFAM, a lo largo de la década pasada y hasta antes de la pandemia, alcanzó la siguiente capitalización de mercado: Apple 1 224 billones de dólares (bdd) al cierre del 2019 (mientras que en el año 2010 logró 191 bdd); Microsoft 1 158 bdd (269 bdd en el 2010); Google 932 bdd (197 bdd en el 2010); Amazon 865 bdd (60 bdd en el 2010); y Facebook 577 bdd (104,2 bdd en el 2012). Twitter, por su parte, alcanzó una capitalización de 43 000 millones de dólares. De ahí que la era de la información y la sociedad del conocimiento sean corporativamente controladas y dirigidas tanto por el GAFAM como por los megabancos y los fondos de inversión (Vanguard, BlackRock, State Street, Fidelity), y el complejo militar/industrial ―particularmente el Defense Innovation Board radicado en el Pentágono―. De ahí su adhesión a los proyectos del capitalismo globalista, aperturista, rentista y financiarizado, piloteados por una facción de las élites plutocráticas estadounidenses, cuya cara visible es ahora Joe Biden.

Más allá de las preferencias y de las simpatías o no, el proceso de defenestración mediática de Donald Trump iniciado desde el 2016 y que tuvo como puntos de quiebre la censura de las principales televisoras ante el discurso denunciante de fraude electoral el pasado 5 de noviembre de 2020 y el silenciamiento de las redes sociodigitales del entonces presidente en funciones a partir del 6 de enero de 2021, no son eventos aislados. Se inscriben en la construcción de un consenso despótico de los mass media y de las redes sociodigitales a partir de la instauración de una especie de totalitarismo cibercrático, bajo el supuesto ilusorio de que Facebook y Twitter estarían contribuyendo a evitar la instigación de actos violentos en Estados Unidos. Mark Zuckerberg justificó el apagón digital de Trump con el argumento de que este intentaría obstruir la transición pacífica y legal del poder ejecutivo a su sucesor.

Las redes sociodigitales se erigen como una especie de tribunal de la santa inquisición que, a través de la censura, limitan ―de manera convenida― la libertad de expresión. Pero esta censura, hay que decirlo, es selectiva y mediada a partir de ciertas preferencias políticas. Mientras estas corporaciones permiten el tránsito de innumerables campañas negras y de odio por sus autopistas, no les interesa contener las expresiones más pulsivas que asaltan cotidianamente a la vida pública mediante discursos maniqueistas, siendo correas de transmisión de mentiras, rumores (fake news) e ideologías conspiranoicas en el curso mismo de la era de la postverdad. De ahí que contribuyan de manera decisiva a la ignorancia tecnologizada. Ante ello, no existe una institucionalidad global ―emanada de la acción colectiva y de la cooperación internacional― que regule estas omisiones interesadas de las corporaciones al mando de esas redes sociodigitales. La gran cantidad de comentarios diversos y sin fundamento en torno a la pandemia es un claro ejemplo de ello.

Por los cauces de las redes sociodigitales se despliega un entreverado andamiaje desde donde se apuesta a construir significaciones en torno a la representación de la realidad social. Y esas significaciones son, las más de las veces, sesgadas, interesadas y parciales. En tanto arena donde se disputa esa construcción de significaciones y cosmovisiones, desde ellas se abona la perpetuación de las estructuras de poder y riqueza y se afianzan discursos ―sean verídicos o faltos de fundamento― que se tornan funcionales a ellas.

En ese sentido, las corporaciones de las redes sociodigitales rompen con los entramados institucionales de las sociedades nacionales y se erigen en un poder simbólico/desinformativo de amplias magnitudes por encima de los mismos Estados. Aunque también evidencia la ausencia o la limitada densidad de legislaciones en la materia en aras de contener la arbitrariedad, la discrecionalidad y las atribuciones metaconstitucionales que despliegan estas corporaciones privadas. Entonces cabe preguntarse, ¿por qué las legislaturas permiten que el voluntarismo de estas corporaciones estipule reglas que atentan selectivamente contra libertades ciudadanas? El big tech es capaz de dictar reglas y de imponerse a las mismas instituciones públicas tras usurpar sus funciones y dirigir desde sus púlpitos la opinión pública y las opciones políticas de los ciudadanos.

Las redes sociodigitales conforman una arena pública digital que expresa el sentir, las emociones, las cosmovisiones y las formas de pensar de la ciudadanía. Por ellas se filtra la expansión de la sociedad de los extremos  y la misma crisis de la política como praxis para la deliberación de ideas y la construcción de posibles soluciones ante los problemas públicos más acuciantes. De ahí que en las redes sociodigitales pueda germinarse un verdadero asalto a la ilusión de la democracia si no se moderan las tentaciones autoritarias de sus corporaciones que ―en esencia― son tentaciones políticamente selectivas e interesadas.

Más todavía: redes sociodigitales como Facebook proceden con total simulación e hipocresía al sancionar a aquellas posturas, críticas o no, que no son parte de la agenda globalista/financiera; pero se muestran complacientes con las redes de prostitución y pornografía infantil que tienen alcances globales y que, sin límites, deambulan por esa plataforma; lo mismo ocurre con las ejecuciones y cuerpos masacrados cometidos, fotografiados o filmados por el crimen organizado y el aparato securitario del Estado en México. En el caso de YouTube sobresalen las ideologías de la conspiración y los videos con contenidos seudocientíficos que se difunden a escala planetaria y que gozan de total impunidad en su andar por la red. Si estas redes sociodigitales son capaces de censurar y de silenciar posturas políticas incómodas, entonces son enteramente corresponsables de lo nocivo y falso que es difundido en ellas.

Esta simulación se fusiona con una postura de lo políticamente correcto, sin seguir más norma que el criterio arbitrario y discrecional de los empleados y operadores de estas corporaciones digitales, más allá de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, así como de las normatividades propias de organismos internacionales. Se trata de un poder fáctico altamente centralizado en sus decisiones, concentrador de información y de datos personales, y con importantes recursos financieros e influencia política. No hay que perder de vista que estas redes sociodigitales se nutrieron del fenómeno Trump, tal como lo hacen con todas aquellas posturas políticas que descalifican, intimidan y ningunean desde esa plaza pública digital. Estos dispositivos tecnológicos hicieron de la política una montaña en la cual solo se escala con tácticas cercanas al odio y alejadas de toda civilidad.

La regulación de las redes sociodigitales no solo se limitaría a la unilateralidad, la tendenciosidad y la manipulación con la cual proceden sus ejecutivos como censores, sino que se extiende al imperativo de la ganancia privada y el pago de impuestos en las naciones donde se establecen transnacionalmente sus oficinas. Como corporaciones que operan en condiciones monopólicas, no se rigen ni respetan las estructuras jurídicas de aquellos países donde se establecen y ofrecen sus servicios digitales. Con 3 960 millones de usuarios en el mundo, corporaciones como Facebook (sumados Instagram y WhatsApp), Alphabet (que incluye a Google y YouTube), Twitter, Snapchat y Linkedin, alcanzan un valor de 2.5 billones de dólares en la Bolsa de Valores de New York (algo así como un 13 % del total de este mercado bursátil). Para tener una proporción del poder económico de las corporaciones digitales, ese valor es más del doble del PIB de una economía como la de México.

Lo que se experimenta es un vacío legislativo que evidencia la ausencia y postración de los Estados en torno al papel y despliegue de las redes sociodigitales. Por sí mismas estas corporaciones no se regularán, pues se precisa que el Estado adopte decisiones orientadas a obligarlas para que cumplan con las legislaciones nacionales en rubros como la recaudación de impuestos ―que estos se paguen, sin más, en los países donde se establecen―, las relaciones laborales, las contiendas electorales y el propio de las telecomunicaciones. ¿Por qué aceptar que si existiese algún litigio entre un usuario y estas corporaciones se resolvería únicamente en los tribunales alrededor de San Francisco (California) y no en el país donde se presentase la incidencia o el conflicto?

Si se presenta alguna restricción a la libertad de expresión ―o, mejor dicho, al libertinaje― tendría que provenir del mismo Estado y sus instancias judiciales y recaer sobre aquellas expresiones pulsivas, violentas, que incentivan el odio y la destrucción de toda posibilidad de convivencia comunitaria y medianamente respetuosa. La manifestación y la denuncia de un posible fraude electoral no es suficiente razón para ser objeto de sanción; es, en sí, un derecho político expresar que lo hubo. Quienes no estén de acuerdo con ello tendrían que gestar una contrargumentación, y desplegar el oficio del periodismo de investigación para fundamentar esos argumentos que desmientan o desmonten planteamientos infundados.

El silenciamiento digital de Trump sienta un precedente que no es preciso obviar y pasar por alto. Abrirá una nueva era en el despliegue de la libertad de opinión y en la politización de las decisiones corporativas que segregan a ciudadanos discriminados y sin mecanismos de defensa ante la arbitrariedad y discrecionalidad. Si eso se emprendió contra un presidente en funciones ―con 200 millones de seguidores en sus distintas plataformas―, cualquiera podría ser víctima de esa virulencia cibernética que prohíbe la comunicación en torno a problemas públicos, pero ello sería como prohibir ―absurdamente― que algún ciudadano indeseable transite por la vía pública o disfrute de algún parque citadino. Frente a todo esto, los Estados están obligados a ejercer su soberanía en el rubro, y las redes sociodigitales tendrían que pensarse como bienes públicos globales al servicio del debate público y la formación de la cultura ciudadana. Si esta posibilidad no se construye, será lapidario el despliegue de una jaula de hierro punto com, que hace de la política un espectáculo o una parodia que trivializa los problemas públicos más lacerantes. No es un tema menor, pues en él se esconde la necesidad de soberanizar amplias porciones de las decisiones públicas.

Sin esa infraestructura y tecnologías propias, los países se extraviarían en el mar del mercado y de los intereses creados por estas redes sociodigitales corporativas y estarían sujetos a las arbitrariedades de sus ejecutivos y de los megabancos y fondos de inversión que les controlan. El asalto a la democracia no se trazó con la toma del Capitolio el pasado 6 de enero por parte de una turba que no sabemos, a ciencia cierta, si fue parte de una operación de falsa bandera o verdaderamente instigados por Trump en su ingenuidad de denunciar el fraude electoral; sino con el despliegue de un dispositivo de silenciamiento de voces que no coinciden con los intereses de la conjura secreta ―entre las grandes compañías digitales, sindicatos, activistas, los filantrocapitalistas, el Deep State y el Partido Demócrata― que se urdió contra el ahora expresidente.

Investigador de El Colegio Mexiquense, A. C., escritor y autor del libro La gran reclusión y los vericuetos sociohistóricos del coronavirus. Miedo, dispositivos de poder, tergiversación semántica y escenarios prospectivos.
(Tomado de La Jiribilla)

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