Los sábados siempre son esperados por Gabriela. Entre algunas de sus huellas recicladas, el ritual de estirarse en la cama sin prisa cuando el sol alumbra los nichos de su habitación, el saber que no apremia ir al colegio —siempre traducido en “marchas forzadas” ante el compromiso de llegar a una hora pactada— o los recorridos caóticos del cepillo con los que alisa sus dientes, para pintar de sonrisas sus palabras.
No falta este día, como en todos, los susurros de su madre que son metáforas frescas. Sus palabras sanadoras y mimosas le truncan sueños de meridianos signos, derrotados en los anclados amaneceres. Todo ello resuelto con un beso.
Entre lunes y viernes, el agitado pacto de desayunar en medio de inconfesables bullicios domésticos; después, el triángulo de poblar una mochila de ruedas andantes que soportan garabateados cuadernos y libros de disímiles materias. Resulta una nutrida bolsa de dispares pobladores que se visten de cromatismos, de sobrios empaques y textos metamorfoseados. Su destino está escrito, tiene la encomienda de soportar kilos de letras impresas, algunos bolis trasquilados, más un par de reglas y cartabones dispuestos a solventar todos los desafíos de la geometría.
Son estas, recicladas actuaciones desatadas en pequeños espacios de un tiempo variable. Es la personal puesta en escena, imposible de repetir matemáticamente en la memoria, resuelta cada día, ajena a todo ejercicio de mimetismos.
Los sábados para Gabriela se dibujan con otras líneas, desde otros acentos. Es la hora del desayuno sosegado en familia, de comentar planes postergados o tareas por hacer, estas últimas pensadas para las postrimerías de los próximos días, en los avatares de las próximas semanas. También del surgimiento de nuevas preguntas de última hora y delgados comentarios, nacidos del escuchar al otro en la merienda escolar.
Cuando todo se ha deshecho en los anclajes de una mesa coral, toca recoger los vestigios de una noche de regueros y florestas, tras el debutar de palabras tomadas de los diarios de ese día, de los anteriores. Se revela un recurrente ensayo de actos dispuestos como fugas, un esperado trazo sabatino: visitar la librería del barrio.
La oportuna ropa interior, un short de tela fresca, una camiseta marinera, los nudos de unas sandalias y su pelo recogido con una goma multicolor. Todo preparado para enrutar sus pasos, junto a su padre, hacia los altares donde habita un puzle de palabras asentadas en millares de hojas engomadas, dispuestas en lógicas aritméticas.
Son textos horondos que convergen para contarlo todo. Pliegos de sustantivas voces donde se dibujan preguntas recicladas, acertijos resueltos, degustadas filosofías, confesables dramas y, también, los virtuosos poderes de las más inusitadas aventuras. Es la catedral de los sueños reunida en letras encendidas.
Va de la mano de Jorge mirando los extravíos del tiempo, las sonoridades de vendedores ambulantes o las insinuaciones de estatuas humanas que parecen incólumes. Y cuando menos lo espera, le hacen un guiño de luz y misterio, un gesto de ruptura y respuesta. Se ríe cuando emerge un contorneo de comicidad o se asusta frente al gesto de lo imprevisto.
En ese transitar hacia la librería, apenas a quince minutos de su casa, las calles parecen interminables. Mientras, va absorbiendo con sus menudos pies centímetros de aceras y calles, todo para deambular en silencio por los predios de un lugar sagrado, esencial, impostergable.
Los repetidos paseos de una ruta, que cambia poco, resultan “largos” hasta adentrarse en el portón de un escenario dispuesto para el diálogo entre pocos, la oportuna pregunta o el rozar de solapas y portadas. Es parte de las “rutinas” de Gabriela el escudriñar del índice, el descubrimiento de los vitales acentos del prólogo o de las sobrias escrituras de la contraportada. Todos ellos para atrapar, enamorar, provocar en unos pocos segundos, el deseo de comprar un libro o de “llevarlos” todos a casa.
Entonces Gabriela se desprende de la mano de su padre. Rebusca entre anaqueles y baldas la oferta de la semana, la más reciente entrega de esta “pequeña” institución, que se erige como espacio lustroso para refundar la sabia y el divertimento.
Ya se ha leído algunos de los vitales clásicos de la literatura infantil. Esenciales textos, propios de su edad, pensados para los primeros estadios de ese tropezar con historias que son parte de lecturas primarias. Están en su memoria, también en sus palabras, las hermosas ilustraciones que fortalecen sus encomiendas y el dialogo de textos formadores, donde el gusto se construye como una esponja sideral.
Ya terminó de deambular sin prisa por ese lugar recurrente. Acaba de tomar de la mesa que preside las novedades Las aventuras de Pinocho, de Carlo Collodi. De la portada, le sorprendió la singular nariz del personaje y la madera de caoba que sostiene todo su cuerpo. Y claro está, sus piernas y brazos atornillados dispuestos a evitar que este niño no se deshaga por el camino, sobre todo, cuando dialoga con su entrañable Pepe Grillo.
Ella misma lleva el libro al mostrador donde se abona el coste del texto. Saca de sus ahorros para pagarlo y cuando finalmente lo toma, se aferra a este otro tesoro de luz y misterio. El retorno a casa transita por las mismas rutas. Gabriela va con premura, ansía descubrir nuevas palabras y aventuras, impensadas historias, recorridos truncos. En una mano, el más reciente ejemplar adquirido; en la otra, la de su padre, que le anticipa unos pocos apuntes sobre Pinocho, articulados como aperitivos para la lectura.
Cuando llega a casa se despoja de todo lo que la “esconde”. Con ropas de los andares, devora las letras impresas. Se sienta en su butaca que habita en el centro de todo, en el núcleo de la casa. Está rodeada de todos sus libros que comparten espacio entre los de sus padres. Es un gran telar de lúcidas ventanas que lo iluminan todo, un proscenio donde pernoctan volúmenes multicolores permeados de sabiduría y respuestas.
Gabriela adsorbe en pausas cada parte del libro, lo calibra como un todo. Descubre los adjetivos posicionados en los nudos de las historias y su rol en el curso del libro. Los sustantivos, los verbos y los artículos completan el diapasón de letras, conjugadas para la imaginería y el ejercicio de pensar. Se emociona ante los cursos que toma este clásico y anota las preguntas que hará.
Cada vez que termina la lectura de un libro, lo que más le gusta hacer es escribir sobre lo leído. En su mesa, le espera un cuaderno y un bolígrafo, siempre dispuestos a ser cómplices de sus impresiones y sus avatares no resueltos. Desata una madeja de palabras donde hilvana la arquitectura de sus conmociones, los pilares de sus interrogaciones y las “certezas” que le impulsa cada lectura nueva.
En esos textos cortos Gabriela construye sus prominentes verdades y revela sus muchos otros vacíos que amerita poblar. Sus padres son cómplices de este dialogo escrito. Le corrigen sus esperadas faltas de ortografías y les proponen lecturas nuevas.
Estamos hechos de palabras. Con sus resortes edificamos horizontes, interrogantes, verdades, certezas; nuestros principios y valores se edifican desde sus cimientos.
Foto de portada: Erik Johansson (Suecia)
Hermosa crónica sobre los primeros pasos de Gabriela en la literatura , que refleja una educación matizada en valores universales imperdurables.