¿Alguna vez has publicado en Facebook cómo te sientes después de una relación fallida? ¿Subes fotos de las comidas de tu preferencia ? ¿Eres de los que quieren dejar constancia en la red de cada acto de tu vida diaria, por intrascendente que sea? ¿Sueles convertirte en el reportero de tu propia vida en ese espacio virtual? No hablo de acontecimientos que marcan nuestra existencia como un cumpleaños, el nacimiento o la pérdida de un ser querido o la visita a un lugar digno de ser recordado, sino de hechos que hoy se ventilan en las redes sociales que hasta hace unos años eran parte de la vida privada de una persona, o que a lo sumo se compartían con los más allegados.
Porque hoy hay quienes suben fotos suyas de cuando comienza el día, de cuando desayuna y lo que desayuna; de cuando está en el trabajo; de cuando almuerza y lo que almuerza; de cuando va al gimnasio; de cuando come y lo que come… y de cuando se mete en la cama a dormir.
Hoy día ese otro tipo de información también ha pasado a formar parte del dominio público, sin que nadie la pida y sin que a nadie le haga falta. Y es que ni siquiera se trata de una intromisión ajena en tu privacidad. El fenómeno —todo un reto para los sicólogos— deviene en un masoquista ejercicio de autoinvasión en la propia intimidad.
La práctica de marras puede llegar a un grado tal de enajenación, que necesitan de Facebook para legitimar cualquier acto de sus vidas, por banal que sea. Es como si no vivieran su día a día si no quedara reflejado en las redes. Un proceder que puede provocar adicción y llegar a ser compulsivo.
Toda publicación revela rasgos de la personalidad de quien la transmite. Pero en el caso que nos ocupa ni siquiera se trata de las publicaciones, sino de una compulsiva tendencia a postear constantemente, sin discriminar lo público de lo privado o lo personal. Nada que ver con la natural inclinación de todo individuo a ser escuchado y valorado. Semejante obcecación no ha pasado inadvertida para la ciencia. Hay ya teorías que explican cómo las personas más inestables emocionalmente son más proclives al exceso de publicaciones que las más estables. Argumentan que de esa manera buscan gratificarse con un reconocimiento social que quizás no encuentren o no identifiquen en sus relaciones sociales en el mundo real. Algunas personas buscan compensar su baja autoestima dotándose de una imagen paralela en una dimensión virtual, al extremo de que su vida en las redes sociales reemplaza la realidad.
Las personas seguras de sí mismas y psicológicamente estables no necesitan de la aprobación ajena para sentirse bien; al contrario de las inseguras, que se crean una aureola virtual para ser apreciados.
Cuando revisas los perfiles de nuestros adoradores de las redes nunca ves en ellos nada interesante, original o divertido. Todo lo que encuentras son muestras de presunción y egolatría. En ese grupo figuran, por ejemplo, quienes hacen sonar a bombo y platillo cualquier éxito o reconocimiento personal. Exponerlo racional, humildemente, no está mal. Pero ponderar hasta el extremo un protagonismo de esa índole indica una imperiosa necesidad de ser reconocido por los demás para calificar su propio desempeño en la vida.
Están también los presuntuosos, los fetichistas, los que de forma constante alardean de cuanto tienen y adquieren. Es como un desesperado reclamo de aceptación, basado en lo que poseen y no en lo que son. Muchas de esas personas viven —o no viven— pendientes de la cantidad de likes que pueda tener cualquiera de sus publicaciones. Esa cifra puede decidir, en dependencia de cómo sube o cómo baja, la euforia o la depresión del internauta. La necesidad de satisfacer ese requerimiento emocional puede provocarle un estado permanente de ansiedad. Algunos investigadores hasta han buscado una causa fisiológica a ese comportamiento aditivo. Hablan de una hormona denominada dopanina que provoca una sensación de recompensa, de placer, y que nuestro cerebro libera en pequeñas cantidades, en este caso cuando alguien da un like a nuestra publicación. El peligro está en que se puede crear adicción a la dopanina y buscar compulsivamente la gratificación que brinda.
Por otra parte, si aquellos que publican mensajes, reproches o indirectas que van dirigidos clara y exclusivamente a otras personas supieran cómo los expertos evalúan su comportamiento, quizás no lo hicieran, porque se verían definidos como seres carentes de las habilidades sociales necesarias para expresar sus emociones presencialmente y dependientes de los recursos virtuales para decir lo que nunca dirían a un interlocutor en su cara.
Algo no anda bien en la psiquis de esas personas cuando necesitan que todos sepan cuanto hacen en sus espacios y momentos más íntimos, cuando necesitan buscar en el espacio virtual la aprobación o la aceptación de los demás o se valen de este para atacar a quienes no les simpatizan por determinada razón personal, de sopetón y gran parte de las veces sin fundamento, a merced de un acto primario que lo único que traduce es que la persona que lo hace es una gran inmadura o inestable emocionalmente.
El abuso narcisista de las redes sociales puede poner en evidencia lo solas que están esas personas y su compulsiva necesidad de recibir cariño. La manera en que se expresan a través de Facebook, Instagram, Telegram o cualquier otra red social dice mucho sobre su personalidad. Para un analista avezado, resulta fácil adivinar los temores, complejos y debilidades de una persona a partir de su cuenta.
La incapacidad de discernir entre lo personal y lo privado cuando nos exponemos en las redes puede ocasionarnos problemas que nos marquen para siempre. Entonces, mucho cuidado, porque las redes sociales pueden contar más sobre nosotros mismos de lo que nos imaginamos.
*Premio Nacional de Periodismo José Martí.
(Tomado del 5 de Septiembre )