En el horizonte, los últimos vestigios de luz de una tarde cernida por bullicios de palabras cotidianas. El azul intenso del mar, fundido en los colores plomizos del cielo se amilana tras el rotar de la brújula. Su órbita será otra despedida.
Justo después de ese instante un telar inconmensurable de tonos tardíos emerge con sabor a aguafuerte. Es una gran pátina sobre lienzo blanco, de gruesa textura, dispuesta a ser parte de una puesta en escena donde convergen muchas vidas. Son retazos de una pieza de teatro urbano con personajes sacados de sus brazas habituales, congregados ante el levitar del aplauso y el goce escénico.
El salitre, en las grietas de ventanas de maderas rollizas y puertas derruidas, ancladas en el tiempo con vestiduras de resistencia, anuncia el pacto para comenzar el baile. Las paredes no son altares moribundos, son parte de una ciudad virtuosa, hermosamente amurallada, que siempre mira al mar, al faro, que la ilumina sin descanso. Es el tempo nocturnal de un celoso guardián de sueños, construidos con la palabra y el brazo erguido.
Los danzantes se alistan acicalados con los atuendos del calor en contrapunteo con la brisa fresca que persiste reciclada, moribunda, andante, en los altares de alguna calle de adoquines. Se avistan farolas pretéritas labradas por antológicos herreros habitantes de los confines de una cuesta. La noche amenaza con poblar los ardores de sus misterios y los destinos de un espacio, donde está por comenzar la magia del baile.
Irrumpen intrépidos en el lugar de encuentros los primeros acordes del tres, que saben a Cuba, en dialogo con una guitarra ibérica coqueta, perfumada, siempre acicalada, como el cerco del mestizaje o la hermandad de sonidos corales. Son las múltiples huellas llegadas a esta isla, por mares de puertos y costas donde persisten las junglas de manglares.
La clave ha dicho fuerte y claro que ella pondrá el compás en esta fiesta que empieza a tornarse con aires de muchas vueltas. Tributa su pertinaz sonido, justo desde las postrimerías del prólogo de la pieza musical que evoluciona desde el goce y el contorneo. Habita en todos los compases de esta banda sonora justo hasta el final de sus brazas.
Mientras raspa su cuerpo de bambú impregnando sonoridades fundidas como huellas irrepetibles, el güiro no se queda quieto en los anaqueles de un banco tardío que mora en una esquina de un proscenio interior. Sabor legendario solo repetible en las texturas de calabazas curtidas, forjadas por las manos de un artesano de leyendas y sueños vivos.
El coro de instrumentos convocados para esta fiesta se ensancha con la apertura acompasada del bongó, marca la rítmica desde los preludios de un Son, fecundador de un milagro: el desafuero del bailoteo. Es el percutir sobre el cuero de manos curtidas de sal, tierra arada y sabiduría popular, entrelazadas y dispuestas a dar vida a sonidos gestados en parches teñidos de sudor y constancia.
Sin perder la cordura, el mismo intérprete alterna sus brazos gruesos, cercena con sentidos golpes tumbadoras que soportan celosas los tumbaos del bongó. Son desafueros para encumbrar los sonidos de melodías nacidas con los colores de África.
Los protagonismos no cesan en este ensanche de ritmos. La trompeta redobla sus fuegos de metal, edifica sonidos de zurda potencia. Sobresale del resto de los compases con un eco trepidante, risueño, esclarecedor. Sus timbres y sus acentos son parte de una cultura donde lo popular se funde con lo clásico, cuando se trata de bailar desprovistos de manuales y fronteras.
El signo lo pone el bajo. Con las faldas de una señora teñida de madera torneada vibran en perenne combate los conflictos inconfesables de las cuerdas. Son como pintadas de barniz y tempo, resueltos desde los altares de una pierna erguida hasta los confines de un puente tímbrico, siempre medular.
Como una mujer voluptuosa, sensual, descollante, se exhibe el portentoso instrumento. Amasa sonidos de factura única distante de las armonías caribeñas, pero aplatanada a los nichos de los verdores de esta isla, siempre poblada de sonidos únicos, también inexplicables.
Los bailadores funden sus manos signadas por el arte del impulso, es el todo para no perder el sentido del ritmo. El contorneo se vuelve protagónico, esencial para dibujar los ardores de una música que provoca los estallidos de un cantor popular.
La sensualidad es parte de los símbolos de esta fiesta. En las vestiduras de los danzantes, las humedades de la atmosfera, el calor de una tarde quebrada y las ganas de bailar. El misticismo, el cruce de miradas, el goce revelado, el dialogo y la respuesta cautiva ante un telar de improvisaciones musicales, en la arquitectura del cuerpo.
Foto: Alexandre Meneghini (Brasil)