Érase una vez un periodista y un fotógrafo que se internaron en las montañas de Oriente. Loma arriba por esos caminos, por esos pueblos invisibles. El rocío temblaba en las hojas, los granos de café doblaban las ramas. Ocre y punzó en la inmensa paleta verde. Si fuera pintor…
Lo mejor del café no es el sabor, sino la nobleza. Para saborearlo, para entender el privilegio, hay que venir aquí. Primero están los que arrancan el grano de fuego, uno a uno. A saltos, a gatas, con el morral a la cintura, con la canasta a cuestas. ¡Con esas manos! Cafetaleros, campesinos, guajiros. Ellos se han plantado en la tierra cuando a otros comienza a parecerle extraña.
Asisto a una competencia entre milenarios. Ese duelo para saber el que más recoge, para premiar al que más trabaja, me conmueve. Por entre los cafetales, por la guardarraya asoman los campeones. Y comienza la obertura con el primer grano que cae en la lata.
Cuando acaba la sinfonía, cuando tengo los nombres en mi agenda, cuando ya se han tomado las fotos, viene una joven con dos jarritos de café. El aire se impregna, el olor sube. “La taza es para la ciudad, pero este es de verdad”, remarca. Para el fotógrafo es el delirio: café pilado en estas lomas, colado a la criolla, fuerte. Yo rechazo el mío:
―Gracias, lo siento. No me gusta…
― Pero… ¡cómo mandan aquí a una persona que no toma café!
El tono es de reproche, pero dulce. Es de un pícaro asombro. Para darme la estocada final, acerca el recipiente a sus labios, se da gusto con su propio café, respira. Exagera, como buena cubana. Y se marcha, con una media vuelta perfecta, abriéndome los brazos.
¿En qué momento sonó el tres y en cuál las maracas? ¿Cuándo se formó el guateque? ¿Cuándo el secadero se transformó en pista de baile? Con el primer toque, sobreviene la venganza:
―Usted no tomará café, pero sí sabe bailar, ¿no?
Sin esperar respuesta, la dama extiende el brazo. Tres vueltas y salgo del apuro. “Nunca digas que no… si te invitan a tomar café”, me susurra al final de la pieza. Otra media vuelta victoriosa. El desencuentro ha sido zanjado, el capítulo cerrado. Sin embargo, no será el punto final: el fotógrafo me pone en trance: “Él también es poeta”, le dice a un repentista, a un lugareño listo a poner lo suyo.
El hombre aprieta el sombrero, se frota las manos. No tendré que decir adonde se posaron las miradas, como el imaginario dibujó el octosílabo, el pie forzado, la décima. Tuve que explicar que mi poesía era otra y no la oralitura. La espinela, pero no improvisada. Tuve que hilar fino para esquivar la controversia. Tuve que.
Al bajar, el ocre y el punzó nos siguen, nos envuelven. La crónica empieza a rumiarse. Ahora voy a beber el café de las palabras. La montaña me reta. Voy a tratar…
Precioso, como siempre vuelo con tus letras. Volví a las lomas de Yateras. En Arenal y Bernaldo de Yateras se erigieron los campamentos para albergar a estudiantes devenidos recogedores de café en aquel sublime sueño de vincular el estudio con el trabajo, y alli fui cuando cursaba la secundaria. Para entonces no tomaba café, hoy lo vivo.