NOTAS DESTACADAS

El violento oficio de Rodolfo Walsh

 

A Maria Eva y Karen

…toda verdad transcurre por abajo, igual que toda esperanza…

Rodolfo Walsh

La muerte

Cuando es la muerte quien acecha tras cada esquina del tiempo, los días y las horas dejan ya de ser preocupación. Por eso debo anotar yo que son pasadas las una y treinta de la tarde del 25 de marzo, y no esperar a que mire su reloj el hombre que avanza por el barrio de San Cristóbal, con calma de paquidermo y azoro de cabrito recién nacido. Calculo edad de jubilación a ese rostro de espejuelos profundos, tocado con un sombrero de paja que hurta del sol los restos de cabellera desteñida, a ese cuerpo encogido, cubierto en pantalón y camisa de sobrio marrón.

Desde atrás y por el costado, un tipo se le acerca rápido, casi al trote. Va de civil, aunque el paso imperioso y rígido provoque imaginarlo como guardia de la secreta. (No me equivoco, una filtración permite luego identificar al oficial de la Escuela Superior de la Armada y ex jugador de rugby Alfredo Astiz). Se abalanza, intenta reducir con una llave de luchador al que luce inofensivo. ¡Increíble! El viejo propina un puntapié, zafa el tórax a velocidad inesperada y evade la encerrona. Cae el sombrero y el disfraz se esfuma bajo el cambio de actitud: quien saca de la entrepierna el fierro calibre 22 y lo rastrilla en la cara del asaltante es hombre de vigor.

Un carro arriba al lugar pegando un frenazo en medio de la calle y cuatro se tiran de él empuñando pistolas y automáticas. El hombre acosado dispara y uno del escuadrón armado se agarra la pierna y se desploma sobre el cemento. Apuntan los demás al fugitivo que vuela hacia el recodo de San Juan y Entre Ríos. Este alcanza la protección de la curva en el segundo justo — o eso cree él, en un principio. Contra el paredón tras el que se oculta impacta el fuego de los fallidos secuestradores, levantando una humareda de cal; una esquirla de metralla pega un brinco caprichoso y le pasa silbando a ras de la oreja. Devuelve la afrenta, aunque sepa no poseer municiones suficientes para aguantar la posición mucho rato. Recién ahora es que siente la punzada y descubre el agujero abierto desde la espalda hasta el frente; ve la sangre que se torna negra al superponerse con el marrón, que se filtra hacia los genitales, que anega los bolsillos. (En uno de ellos lleva la cédula a nombre de Francisco Freyre, que encubre su identidad desde que investigó los fusilamientos en el basural de José León Suárez).

Puedo captar las revoluciones agitadas de su mente: cómo él reconoce inminente el momento crucial, ese en que cualquier hombre se quiebra, abandonándose al dolor y al llanto, o se confunde y no distingue ya de qué lado le queda la esperanza: si en rendirse o morir. “No me van a atrapar vivo”: es su resolución. Ha decidido pensando en el amigo Paco Urondo y en su hija Vicki (María Victoria), caídos ambos en lucha desigual como esta. Repetir la suerte de Giunta, Livraga y los demás sobrevivientes del 2 de noviembre no se le antoja probable. Tampoco quisiera el destino de Horacio, Lizaso y los otros a los que sí mataron, burdamente. Recuerda una frase de Ambrose Bierce, su ídolo en la época de periodista aprendiz: “La muerte es simplemente el último dolor”, y barrunta la idea de reservar para sí la última bala. Más apenas le dan tregua para ejecutar el gesto de coraje extremo; otro auto ha venido para completar el cerco. Atravesado por la granizada de los recién llegados, Rodolfo Walsh se derrumba sobre la acera. Puedo leer en su conciencia a punto de fugarse, se ha quedado fijada en una oración que escribió en su libro: “Muchos pensamientos duros el hombre se lleva a la tumba…” 1

El libro

—Hay un fusilado que vive— me susurra al oído el hombre que acaba de acodarse a mi lado en la barra. Estamos en un café de la Plata, donde los parroquianos se reúnen a disertar sobre Nimzovitch o la Defensa Siciliana, ajenos a la política. Yo mismo acabo de levantarme de una mesa, tras la movida astuta en que dejé a un rival al filo del jaque mate. Distraído, tragaba lentamente la cerveza; planeando una novela “seria”, diferente a los cuentos policiales escritos hasta entonces y al periodismo que hago para ganarme la vida.

“Hay un fusilado que vive”: La confidencia me remonta a seis meses atrás, en este mismo lugar, cuando cerca de la medianoche el alboroto en la calle nos hizo salir en tropel, para ver qué festejo era ese. Uniformes que pasan con el mauser en ristre, gente parapetada, tiroteos: tomados por sorpresa, los jugadores de ajedrez cruzamos la línea de fuego de una revolución incomprensible. El grupo se diluye, cada quien busca su refugio, yo apuro el recorrido hasta mi casa. Soldados en las azoteas, en los dormitorios, vivo justo enfrente del cuartel. Oigo a un alzado delante de mi persiana; no grita “Viva la patria”, muere rogando “No me dejen solo, hijos de puta”. Solo después me entero que esa noche del 10 de junio de 1956, los generales Valle y Tanco han intentado reimplantar el peronismo. La sublevación militar fracasó, dejando en pocas horas un escalofriante saldo de muertes. La represión incluyó a civiles, se habla de doce…

—Hay un fusilado que vive— se repite el comentario en mi cabeza y no sé qué es lo que consigue atraerme en esa historia difusa y erizada de improbabilidades, no sé por qué pido hablar con ese hombre. Pero después sé. Cuando tengo delante a Juan Carlos Livraga: la cara destrozada, los ojos opacos donde queda flotando una sombra de muerte. Me cuenta una historia increíble, la creo en el acto. Ese fue el comienzo.

Durante un año no existirá para mí otra cosa. Abandonaré casa y trabajo, viviré bajo otro nombre, llevaré conmigo un revólver, y las doce figuras del drama que avanzan hacia el callejón, con un fusil clavado en los riñones midiéndole los pasos, acercándolos a una muerte inmerecida, me perseguirán hasta en sueños. Al menos diez, de entre todos, ni sabían de la revuelta que se avecinaba. Doce inocentes, atrapados por la policía mientras escuchaban una pelea de boxeo en la casa de uno de ellos. Capturados ilegalmente, antes de promulgarse la Ley Marcial; mandados a asesinar sin juicio, sin levantar cargos; en una operación chapucera, que masacró a cinco y siete salvaron la vida por distintas, milagrosas vías. Las que voy descubriendo en mi investigación, entrevistando uno por uno a los sobrevivientes amedrentados, escondidos, sobre sus cabezas pendiendo la amenaza de una segunda muerte, ahora de seguro definitiva, si se rompiera el silencio.

Esta es la historia que escribo en caliente, el relato testimonio que paseo por todo Buenos Aires y nadie quiere publicar; hasta que un hombre se anima, Leandro Alem, y empieza a salir en una gacetilla gremial. Hojas sueltas donde la verdad se reparte hacia millares de manos anónimas. En 1957 se convierte en libro; flota un aire de peligro, aparecen desmentidas y réplicas oficiales. Me desaliento, no produce el resultado que esperaba: los muertos bien muertos, sin una disculpa, sin una compensación a la familia de las víctimas. Y los asesinos probados, pero sueltos. Vuelve a suceder lo mismo con otra historia oculta que saco a la luz inmediatamente después, la del Caso Satanowski. Cierta idea del periodismo, como búsqueda de la verdad a todo riesgo, como testimonio de lo escondido y doloroso, fracasa en mi conciencia.

Los “buenos aires” de la ciudad ya no lo son más para mí. Sin embargo, todavía pienso que ha de existir algún lugar en el que tenga cabida la esperanza.3

La mujer y la isla

—Él fue quien descubrió los planes de invasión a Cuba— afirma orgullosa, con ese acento porteño donde capto rítmicas honduras de tango. Luego sorbe la primera piña colada de su vida mientras percibe a través de los espejuelos mi cara de sorpresa — ¿No lo sabías?

Estamos sentados en el patio de la Casa de la Amistad, en el Vedado. Hasta ese minuto yo me había empeñado, primero, en estudiar su fisonomía; adivinando los rasgos heredados del abuelo: cara ovalada, cachetes abultados, miopía avanzada, ojos y cabello oscuros. La mujer que tengo delante es bastante pequeña, pero no puedo compararla desconociendo la estatura de Walsh. Después, reparo en el peso de historia cargado a su nombre: María, como la tía asesinada; Eva, como la mujer del presidente, la favorita del pueblo, la bella embalsamada… María Eva ha interrumpido mi escrutinio con una revelación que, además de explotarme la pompa de periodista bien informado, va a desatarme el instinto. Aunque yo trate de disimular el hambre de detalles, y apueste por dejar la interrogación colgada y callarme luego de inmediato:

—¿Sí…?

La afición por el ajedrez y los relatos policiales delata que el argentino era un descifrador de enigmas nato. Que encima poseía la tozudez fecunda de los auténticos periodistas y la resistencia común a todos los insomnes. Más allá solo contaba con un manual de criptografía recreativa, adquirido en una librería de uso de La Habana, y ninguna experiencia con mensajes en clave. Trabajó muchas horas sobre el texto encubierto como un inocente despacho de tráfico comercial de Tropical Radio, de Guatemala; encontrado por Jorge R. Masetti cuando revisaba los rollos de papel que salían de los teletipos instalados para analizar el material informativo de las agencias rivales.

Walsh había llegado a Cuba a mediados de 1959 con la expectativa de asistir a lo que consideró el “nacimiento de un nuevo orden, épico”. Su amigo Masetti lo convocó para participar en la creación de la agencia Prensa Latina, cuyo objetivo sería contrarrestar la invasión mediática del exterior hacia América Latina y difundir la obra de la Revolución. Les acompañaron otros destacados escritores y periodistas latinoamericanos como García Márquez, Plinio Mendoza, Francisco Urondo y Jorge Timossi; con la misión de brindar una imagen del subcontinente que no estuviera deformada por intereses ajenos a sus pueblos. A Rodolfo Walsh lo destinaron a ser Jefe de Servicios Especiales, y precisamente con el empeño de una misión especial, asumiría por sí solo el descifrado del mensaje que su intuición le hizo mirar como sospechoso.

Cuando al fin lo logró, no pensó en dar el palo periodístico, sino en que tenía entre sus manos un regalo providencial para la isla amenazada por una poderosa nación. El cable en cuestión estaba dirigido a Washington por el oficial de la CIA adscrito a la embajada de Estados Unidos en Guatemala, y era un informe minucioso de los preparativos de un ataque a Cuba por cuenta del gobierno norteamericano. Revelaba, inclusive, que en la hacienda Retalhuleu, un cafetal al norte del país centroamericano, ya estaban adiestrándose los reclutas. Fueron estos los primeros indicios que recibió la Inteligencia cubana sobre el desembarco por Bahía de Cochinos que se produciría el 17 de abril de 1961.2

Conocí de ella por azares de Internet, donde una amiga descubierta en un chat resultó ser amiga de la media hermana de Maria Eva, y esta última resultó ser la nieta de Rodolfo Walsh. Para colmo de suerte, viajaría pronto a La Habana. En un intercambio previo de emails me enteré que tenía 30 años y trabajaba en publicidad de Página 12; vendría con el esposo, abogado laboralista; y a la hora de planear donde reunirnos le sugerí: ¿Capitolio Nacional o Plaza de la Revolución? Maria Eva optó por lo segundo. Su elección fue todo un símbolo.

Llegó sin anunciarse, ni exigir los privilegios de nieta del periodista inolvidable o de hija de Patricia Walsh, la diputada nacional electa por Izquierda Unida. Se alojó en el Lincoln, hotel más que discreto para un “turista extranjero”. Sería en la tarde del 31 de diciembre de 2003 cuando nos encontraríamos los tres. Ella aguardaba para cumplir una “misión secreta”, muy personal. Yo tampoco sabía eso. Así que retorno a la mesa en la Casa de la Amistad, donde Maria Eva se refresca con la piña colada, Pancho con un cubalibre y yo con una cerveza:

—¿Dónde está la Tribuna Antiimperialista? — pregunta ella.

—Cerca de aquí — le contesto.

—Me dijeron que existe ahí una tarja dedicada a mi abuelo… — dice y vuelvo a sentirme un tonto o un ignorante de mi propia tierra — ¡Vamos!

Y me hala del brazo.

—Ayúdenme a buscar— nos ruega a Pancho y a mi cuando llegamos. Hay muchos nombres en esas columnas, que desafían su menguada vista. Sin embargo, es ella quien lo encuentra y lee: RODOLFO WALSH (1927–1977). Rodeado por Haroldo Conti y Julio Cortázar, próximo a Roque Dalton y Juan Rulfo; un poco más allá: Bolívar, Martí, José Carlos Mariátegui, Faustino Sarmiento… Salta de alegría. Acaricia el kilo de bronce como si fuera de oro. Me pone en las manos la cámara para que haga la foto. Su emoción —valoro en ese momento— no es la pueril de una chica de quince que se retrata con vestido nuevo. Sino aquella madura del hallazgo, de cuando llega al cabo lo que se anheló por años.

Más tarde compartiríamos tradiciones. Maria Eva y Pancho pusieron el toque argentino con el jugo amargo y caliente del mate. La cubana, que yo aporté, fue encaramarse en el Malecón y respirar bocarriba la noche fresca, ya en ciernes.

Nunca alcancé a ver la instantánea, pero sí he podido imaginármela. Y hasta intentado vivirla bajo la piel de Maria Eva, como ese sentimiento que es esquirla imborrable, que es ese trozo de la vida de uno mismo que cifra la continuación y desprendimiento de los seres familiares — a la vez anchos y ajenos para el frágil recuerdo — que nos antecedieron.

Los oficios terrestres

“Operación Masacre cambió mi vida — reconoce Rodolfo Walsh —. Haciéndola, comprendí que además de mis perplejidades íntimas, existía un amenazante mundo exterior”. Fue su parteaguas, le dividió la biografía en antes y después.

Él había nacido en la provincia de Río Negro, en la región de Choele-Choel, que significa “corazón de palo” y fue, según cuenta Walsh, el origen de los reproches de varias de sus mujeres. Era hijo de irlandeses inmigrantes, peones de hacienda. A Buenos Aires llegó en 1941, para cumplir el sueño de su madre de hacer el profesorado en Letras. Pero lo cambió por la carrera de Filosofía, que también abandonó, teniendo que emplearse en los más diversos oficios. Su abigarrado “currículo” de aquellos años recuerda a otros grandes escritores de la época: fue oficinista, obrero, lavacopas, vendedor de antigüedades y limpiador de ventanas. Entra de corrector en una editorial, hace traducciones; alrededor de 1951 ya se dedica al periodismo en las revistas Leoplán y Vea y Lea. Da su clarinada literaria en 1953, al recibir el Premio Municipal de Literatura de Buenos Aires por el libro de cuentos policiales Variaciones en rojo.

Cuando escribió Operación Masacre, tal vez sin proponérselo, fundaría un estilo y una polémica. Suele creerse que las fronteras tradicionales entre realidad, ficción y verdad se desbarataron en 1965, luego que Truman Capote publicara A sangre fría, novela de non-fiction, y un grupo de reporteros neoyorkinos —donde estaban Tom Wolfe, Norman Mailer, Gay Talese, Jimmy Breslin— se atribuyeran la creación del Nuevo Periodismo. Pero ocho antes ya Rodolfo Walsh había testimoniado la realidad con argucias literarias; táctica que repitió en el Caso Satanowski (1958) y ¿Quién mató a Rosendo? (1969). Su extensa y novedosa labor periodística fue recopilada póstumamente en El violento oficio de escribir, de 1995. Su magisterio es reconocido hoy hasta el punto que la Facultad de Periodismo de La Plata, Argentina, entrega un Premio Rodolfo Walsh, que ha sido otorgado a intelectuales del nivel de Juan Gelman, Horacio Verbitski, Miguel Bonasso y Tomás Eloy Martínez. Su pasión por la verdad ha encontrado continuadores en el Equipo de Investigaciones Rodolfo Walsh, un grupo creado con la misión de analizar hechos que afectan al pueblo argentino y son ocultados o tergiversados por los grandes medios de comunicación.

Rodolfo Walsh es, además, el autor de dos volúmenes de cuentos: Los oficios terrestres (1965) y Un kilo de oro (1967). Uno de sus relatos, Esa mujer, acerca del brumoso destino del cadáver momificado de Eva Perón, fue escogido en una encuesta entre especialistas como el mejor cuento jamás escrito en la tierra misma que parió a Roberto Arlt, a Borges y a Cortázar. En 1965 publicó las piezas teatrales Una granada y La batalla. Sin embargo, parece que Walsh no llegaría a confiar del todo en sus dotes como escritor: él definió que “la literatura es, entre otras cosas, un avance laborioso a través de la propia estupidez”. ¿Tal sería la razón por la que no se decidiera nunca a escribir la Gran Novela? Existe otra explicación: que después de Operación Masacre y de su estadía en la isla, Walsh comprendiera que en Argentina no podía desvincularse ya la literatura de la política. Anoten que dijo de la novela que “es la última forma del arte burgués, y por eso ya no me satisface.”

En una breve autobiografía de 1965, Rodolfo Walsh dijo: “Soy lento, he tardado quince años en pasar del mero nacionalismo a la izquierda”. Su vida política arranca en 1945, cuando se incorporó a la Alianza Libertadora Nacionalista, de la que salió para unirse al peronismo. A la vuelta de Cuba, trabaja en un par de periódicos; hasta que en 1968 funda y dirige el semanario CGT, a pedido expreso de Perón. Hacia 1970, desencantado con el peronismo, se acerca a la organización de los Montoneros, donde milita bajo nombres de guerra como “Esteban”, “El Capitán” o “Profesor Neurus”.

Rodolfo Walsh entra en contradicciones con la dirigencia de Montoneros en 1975. Según su opinión, las políticas de la organización estaban condenadas al fracaso por apartarse de las masas populares. No abandona la militancia, pero se aleja; y tras el golpe de estado de 1976, que regresa a los militares al poder, crea una Agencia de Noticias Clandestinas (ANCLA), enfocada no a ser canal de propaganda de la organización sino de difusión popular, con el criterio de vincular a todo el pueblo a la resistencia. Las gacetillas que emitía iban encabezadas con este enunciado: “El terror se basa en la incomunicación. Rompa el aislamiento. Vuelva a sentir la satisfacción moral de un acto de libertad. Derrote el terror. Haga circular esta información”.

La caída de la militante montonera “Hilda” (alias de su hija Vicki en la clandestinidad), el 29 de septiembre de 1976, durante el combate de la calle Corro, y poco después el asesinato del amigo Paco Urondo, depositan en Rodolfo Walsh un desánimo trágico que le acompañará hasta el final. Por esos días escribió: “Hoy en el tren un hombre decía: ‘Sufro mucho. Quisiera acostarme a dormir y despertarme dentro de un año’. Hablaba de él, pero también por mí.”

Aun así, y habiendo aprendido ya que entre los sueños del hombre, el apetito por la verdad es de los más peligrosos, Walsh no dejó de ser fiel en la víspera a su utopía de periodista, y “sin esperanza de ser escuchado” reafirmó su compromiso en momentos difíciles. Su último envío a las redacciones de los diarios, el 24 de marzo de 1977, fue un registro exhaustivo de las acciones salvajes de la dictadura redactado en forma epistolar. Tal como era de esperar, nadie se animó a publicarlo; más en el estrado silencioso del poder dictaron sentencia. Los vándalos conocían el procedimiento para que no alcanzaran a verle “con la muerte al aire”, y Rodolfo Walsh fue acuñado en las listas oficiales como DESAPARECIDO. Uno menos, para sumar a miles: calcularon ellos, aunque mal. La Carta Abierta de un escritor a la Junta Militar alcanzaría a divulgarse, y con este testamento y testimonio, el cadáver insepulto de Walsh sobrevivió a las noches del horror y el tiempo de los asesinos.

Tomado de El Caimán Barbudo

Notas

  1. En la descripción que hace el autor de la muerte de Rodolfo Walsh intervienen licencias literarias. Sin embargo, tanto el marco general del suceso, como algunos detalles significativos, sí son verídicos, pues se extrajeron de la versión que algunos miembros sobrevivientes de la ESMA comunicaron a Patricia Walsh.
  2. Además del relato de Maria Eva, las principales fuentes de las que se partió para reconstruir los hechos relacionados con la estancia de Walsh en Prensa Latina y el episodio del cable descifrado fueron: Esteban Wolf, El caso Rodolfo Walsh: un clandestino, capítulo III (www.nuncamas.org) y Miguel Bonasso, “Para dar testimonio”, Casa de las Américas, №230, Enero-Marzo 2003.
  3. Al propio Rodolfo Walsh se debe el recuento de cómo se escribió el libro, que aparece en el prólogo a Operación Masacre (en Cuba tiene dos ediciones diferentes: Colección La Honda, Casa de las Américas, 1970 y Ediciones Huracán, Instituto Cubano del Libro, 1971). De ahí que el autor de este texto haya querido aprovechar el relato de Walsh en primera persona y se limitara entonces a compactarlo, adaptarlo a las dimensiones del reportaje, y hacer tan solo algunas aportaciones que ayudaran a encajarlo en la estructura que asume el texto en general.

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