Por David Brooks
La Estatua de la Libertad escondió la cabeza en sus manos el miércoles deseando que nadie estuviera viendo a fuerzas neonazis, racistas, antinmigrantes, nostálgicos de la confederación esclavista, cazadores de izquierdistas, entre otros, que decían que tomaron por asalto el Capitolio al responder, declaran, al llamado de Trump; algunos buscaron tomar a legisladores en rehenes, matar a periodistas (según lo que dejaron escrito en puertas) y tal vez hasta colgar a unos cuantos (habían instalado una horca en el jardín afuera). El presidente dijo: “los queremos mucho”.
Trump ahora está acusado de incitar a la violencia contra el gobierno para descarrilar el proceso democrático.
Entre las primeras reacciones de incredulidad, pánico, furia y tristeza había otra algo curiosa: ¿Qué pensaran de nosotros en el resto del mundo?
Es difícil imaginar a cualquier otro país en medio de un intento de golpe por “terroristas domésticos” que tenga tanto su maquillaje como su imagen entre sus primeras preocupaciones, pero Estados Unidos es tal vez el país más vanidoso del mundo.
No se trata de orgullo nacional, como en otros, sino de esa expresión del mito oficial, del llamado “excepcionalismo americano”, de que este es el “país indispensable”, aparentemente escogido por Dios, para ser no sólo el guardián del orden mundial, sino el “faro de la libertad” o de “la democracia”.
De hecho, diplomáticos de carrera estadunidenses se quejaron esta semana de que el asalto al Capitolio incitado por el presidente mina gravemente su credibilidad en sus esfuerzos de promoción de la democracia en otros países, e instaron al secretario de Estado Pompeo a que se sume a iniciativas para destituir a Trump. Argumentaron que así como “denunciamos a líderes extranjeros que usan violencia e intimidación para interferir en procesos pacíficos democráticos”, se debe hacer lo mismo con Trump, ya que “es crítico que comuniquemos al mundo que en nuestro sistema nadie –ni el presidente– está por encima de la ley…”
Algunos dudan que el país que se proclama el líder del mundo –la promesa de campaña de Biden es “restaurar el liderazgo responsable de Estados Unidos en el escenario mundial”– podrá dedicarse a su misión oficial de promover la democracia sin contar con una democracia operativa en casa. (https://foreignpolicy.com/2021/ 01/07/america-cant-promote-protect- democracy-abroad/). Bueno, y eso si uno cree que la democracia era la que promovía Estados Unidos.
Los sucesos de la semana, afirma el filosofo Cornel West, llevó a que aquellos estadunidenses “que se consideran civilizados con relación a los salvajes, los bárbaros (en otras partes del mundo) se dieran cuenta de que el salvajismo está dentro de nosotros mismos en este país”. Subrayó que esta nación es un experimento democrático dentro de un imperio construido sobre la destrucción de los pueblos indígenas, la esclavitud de africanos, los inmigrantes y la explotación de los trabajadores.
West señala que esta crisis es mucho más antigua que Trump, “una profunda historia de fuerzas bárbaras en este país que siempre viven apenas debajo de su superficie”. En estos días, también se tiene que enfatizar que esas fuerzas bárbaras operan con la complicidad, o a veces son manipuladas por las élites, como ha sido a lo largo de esta presidencia.
Nunca se ha resuelto la contradicción fundamental dentro de Estados Unidos entre su proyecto democrático y su imperio, tema para otro momento.
Pero vale resaltar que también hay una larga tradición de lucha por civilizar y democratizar a este país, una con una historia noble y que ahora determinará si Estados Unidos será rescatado o no de las fuerzas más oscuras desatadas por los neofascistas y sus cómplices.
Esa es la misma lucha contra los bárbaros derechistas –muchos disfrazados en finos trajes y con las mejores credenciales– en otros países. Para triunfar requieren de la solidaridad desde ambos lados de las fronteras. Es hora de que, una vez más, se presenten sin vanidades.
Tomado de la jornada