Continuamos compartiendo las crónicas premiadas en el XV Encuentro Nacional de la Crónica “Miguel Ángel de la Torre”
“El vendedor de rosas” obtuvo mención en la categoría Digital.
Por Ayose García Naranjo
A lo largo de la calle Narváez de la provincia de Matanzas se extiende hoy una soledad inquietante, similar a la que pudiera sentirse en las ciudades abandonadas de repente tras el aviso de una invasión. Desde que se confirmó la presencia de la pandemia en el país, bastaron solo unas horas para que dejara de ser ese sitio de muchedumbres y olores ahumados, el inevitable punto de encuentro en el que cientos de personas derrochaban el dinero y las madrugadas, lo mismo en sus tabernas y cafeterías que sentados sobre el estrecho muro del malecón.
Quizá por ello el desasosiego sea mayor esta tarde de abril donde todo sufre los estragos de una calma insidiosa, casi absoluta. Al otro lado del río San Juan un par de pescadores remiendan en silencio sus pequeños botes, mientras en esta orilla, los portones de los bares permanecen protegidos por cadenas que le impregnan al lugar una aguda sensación de olvido.
De las modestas casas que también pueblan el Paseo se filtra el rastro de sonidos dispersos, el ruido vaporoso de una olla, el regaño al gato que “otra vez se cagó en la sala” o los diálogos en inglés de una película vespertina: testimonio íntimo de la vida puertas adentro.
En general se pudiera afirmar que nada hay de extraño en tanta tranquilidad, si no fuera por ese aire entristecido y compacto que hace lucir a la calle Narváez como un enorme pliegue en el rostro de la ciudad.
Justo entonces, cuando decidí acabar con la insensatez que me hizo deambular sin rumbo fijo, la aparición de un hombre en bicicleta cautivó mi atención. Como venía a contraluz, al inicio no pude identificar más allá de una silueta calcinada que se aproximaba deprisa. En pocos segundos se detuvo delante de mí la imagen de un viejo vendedor de rosas.
— ¿Flores amigo? —me preguntó a bocajarro, por lo que quise ocultar mi desconcierto en una respuesta inmediata.
—No gracias, es que…
—Ya sé, ya sé. Estamos a fin de mes y te quedaste sin dinero.
—No se trata de eso… te iba a decir que…
—Vaya coge, no es de las mejores… pero es una rosa—. Antes de que pudiera reaccionar ya tenía entre las manos un ejemplar hermoso, con los pétalos húmedos y de un color rojo sangre. Sin atender a mis agradecimientos, reanudó su marcha.
Recuerdo que en aquel instante me pregunté qué carajo hacía este viejo desafiando a la pandemia, o lo que es lo mismo, a la muerte, y a quién pretendía venderle las flores en una ciudad prácticamente desierta. De cualquier forma, como su presencia me pareció una señal de buen augurio en medio de tanta soledad me propuse seguirlo al menos un tramo.
Nada había en su andar que trasluciera fatiga. Incluso al subir por una leve pendiente se arrimó con agilidad al costado de la bicicleta y por un momento daba la impresión de que corría. Todo el tiempo me mantuve detrás, cuidándome de no delatar mi presencia.
En la Plaza de la Vigía las personas se movían sigilosas, con los rostros ocultos tras mascarillas que develaban el breve testimonio de sus miradas. En el caso del viejo, se cubría además por unas gafas de armadura de carey y una gorra negra con la frase “I´m your man” escrita en mayúsculas. Era un hombre pequeño, envuelto en una camisa holgada y con la mitad de los botones sin abrochar.
Tras recorrer varias cuadras se sentó en el primer peldaño de la Escuela de Economía, una construcción moderna y de elevadas paredes que ahora lucían desmesuradas, detrás de la delgada figura del anciano. Aquí, como en Narváez, tampoco quedaban huellas de la concurrencia de antaño, si bien en la calle se percibía mayor movimiento alrededor de la farmacia, que congregaba una fila discreta e impaciente. Unos pasos adelante el custodio del Banco ponía empeño en desinfectar las manos de todo el que se dispusiera a entrar, o al que solo le preguntara a qué hora cerrarían, como yo.
El viejo concentró su atención en una revista que llevaba en un bolsillo del pantalón. Se detenía con mucha paciencia en cada página y en un largo intervalo ni siquiera levantó la cabeza para velar por las flores, hasta que la cercanía de un barrendero le distrajo notablemente. Era un hombre alto y de aspecto desaliñado, con un tabaco encima de la oreja. Se detuvo con el carro a escasos metros del anciano, quien caminó a su encuentro. Se saludaron de manera concisa y el florero comentó que se encontraba bien, y que estaría mejor sin el puñetero trapo todo el día “engancha’o”.
—Vaya me lo pongo por disciplina, y porque la policía metiéndole multa a todo el mundo, porque si no lo botaba en el contén ahora mismo.
—Esto es lo que usaban antes los ladrones de las películas del oeste, ¿eh? —dijo el barrendero en tono chistoso, como para seguirle la corriente, pero de pronto exclamó perplejo— ¿Y qué coño tú haces en la calle?
—¿Qué tú crees chico? Cogiendo fresco en los huevos no es.
—¡Allá tú! Ya deberías estar guarda’o, que si te coge el virus te vas del parque.
—Como mismo me voy del parque si no como, y para comer tengo que vender.
—Bueno, que no se diga que no te advertí… Por cierto, hablando de la jama, me dijeron que en la placita van a sacar unos melones buenísimos, de los que antes mandaban pa´ Varadero.
—Déjate de jodedera.
—Oye, que es verdad, eso lo escuché en el noticiero.
—¿En el noticiero? —el viejo pujó una carcajada— Viniste gracioso hoy…. De cualquier forma, ya las colas tendrán la última palabra.
Ellos no gritaban, aunque tampoco hablaban en voz baja, lo que me permitía escuchar su conversación a pesar de mi lejanía prudencial. Yo fingía estar concentrado en un asunto muy importante, con la vista fija en el teléfono (supongo haber parecido muy estúpido). En tanto, el diálogo entre los hombres se cortaba a menudo a causa del viejo, cuyo interés se disolvía en la cintura de las mujeres que pasaban a esa hora por la calle. Primero las elogiaba y si por casualidad le regalaban una sonrisa, él les devolvía una flor. Durante unos minutos en que nadie apareció los hombres aprovecharon para sentarse.
—¿No trajiste nada hoy? — preguntó el barrendero, con cierta complicidad.
—Sí traje, pero si no tienes vaso ni pienses que te vas a pegar porque tengo que cuidarme.
—¿Y quién te dijo que no tengo vaso? — respondió desafiante el otro y buscó en su mochila, a un costado del carro de basura. Extrajo un vaso plástico con restos de café que sacudió varias veces— Yo siempre ando encilla’o.
Ya el viejo sostenía un pequeño pomo plástico de refresco de cola. Le sirvió al amigo y se dio un trago con mucha dificultad, levantándose el nasobuco por encima del mentón. En el acto se le derramó un poco de ron sobre el pantalón.
—¡Manda carajo!… parece que me mee.
—Y a ti qué más te da si no hay casi nadie en la calle.
—No hay nadie aquí, pero vete a comprar jabones o perro caliente que te vas a encontrar con un desfile por el primero de mayo.
—Las cosas de la vida, ¿eh? Primero vinieron con que no se podía estar en la calle, luego que si se cerraban las escuelas y se suspendían las consultas con el dentista… pero ya cuando vi que cancelaron el desfile por el primero de mayo una pila de tiempo antes, me dio por pensar: ¡la cosa se puso mala de verdad!
—No sé si te diste cuenta que ya venía mala mucho antes del coronavirus— dijo el viejo con ironía.
—Es verdad. Últimamente no levantamos cabeza… hasta sin fósforos nos hemos quedado ¿Tú sabes lo que es eso?
—Lo único que se ha estabilizado un poco son las papas… y las muy cabronas resuelven bastante.
—Yo mismo las hiervo y si tengo un huevo lo salcocho y se lo tiro por arriba. Con eso mato la comida.
—¿Y dime algo del frijol? Pa´ mí es la gloria. El día que como potaje no me hace falta la carne. —Comentó el florero y el otro se removió en el asiento. Ambos se miraron unos segundos y sonrieron.
—La carne siempre hace falta, comemierda— aclaró el barrendero.
—Tienes razón. Es que a mí de vez en cuando me da por hablar estupideces. Esos deben ser los efectos del coronavirus.
Después cruzaron dos o tres comentarios generales sobre la pandemia y los operativos policiales que televisan en el noticiero. “Es como si despertaran un día y descubrieran todo lo que se roba en este país”, cuestionó el viejo.
Tras un rato la charla se sintió impersonal, estéril, como si no hubiese nada más que comentar. El barrendero prendió el mocho de tabaco que tenía en la oreja, le dio una gran calada y con un aire provocativo comentó “Ni mires pa` acá que tengo uno solo, y como yo te cuido mucho…”. Al desaparecer quedó en el aire el eco estrepitoso y metálico de su carretón.
Entonces aproveché la oportunidad para acercarme al viejo. Un súbito impulso me hizo sentir el derecho de interrogarlo. No tardé en indagar por el motivo de su persistencia en un sitio donde no se vislumbraban posibles compradores. “El problema es que me trajeron las rosas esta tarde y era un crimen dejarlas marchitar… no me lo perdonaría”. Me comentó tranquilo y me miró fijo, buscando aprobación, como si me hubiese dado un motivo convincente. Yo lo contemplaba impasible, en silencio, y de inmediato añadió: “También porque necesito el dinero, al menos aquí tengo más probabilidades de vender que metí’o dentro de la casa”.
Del cajón trasero de la bicicleta colgaba un cartón donde se leía en tinta oscura: SE VENDE. El viejo me explica que necesita una más pequeña que le ayude a recorrer largas distancias sin que se le agoten tanto las piernas. Como vive en la punta de una loma, todos los días el regreso se le torna irresistible. De nuevo se empina el pomo y bebe las últimas gotas. Hace poco se dedica a este negocio, desde que vendió unas cuantas parcelas de tierra para comprarse un apartamento en la ciudad. Como su vitalidad decrecía con la misma intensidad con que se prolongaban los periodos de sequía, optó por un oficio más fácil.
—¿Y ahora trabajas menos? — le pregunto.
—Claro que sí. El trabajo en el campo te consume.
—¿Y te sientes bien con lo que haces?
—Ahora mismo no… Te explico. Ya nadie regala flores. La gente anda siempre preocupada por conseguir comida o por resolver sus problemas, que son muchos. Además, la competencia es bastante fuerte. Hay casas muy sofisticadas en este negocio. Eso ya de por sí me complica las cosas, y si para rematar le sumas que la gente nada más se acuerda del florero cuando se les muere alguien o hay un cumpleaños… Estoy en desventaja…
Le pregunté si reconocía las dimensiones del peligro al que quedaba expuesto por el hecho de sentarse en la calle, lo cual le enfrentaba, de cierto modo, a la muerte. “Si tú supieras que yo sueño con la muerte a cada rato”, reconoció, “al principio me asustaba, pero ya me fui adaptando a la idea. De hecho, a veces creo que sería una buena opción pasar del sueño al más allá. ¿No crees?”
—Imagino que sí— le dije. En realidad no sabía qué responder a eso.
Una mujer se acercó interesada por las flores. Hasta el momento nadie por los alrededores se había detenido siquiera a observar. Ella compró dos rosas amarillas y comentó algo del precio. El viejo, como había hecho en toda la tarde, se puso zalamero y le obsequió dos flores de más, rematando su ataque con el piropo clásico de “una flor para otra flor”. Esta frase de conjunto con el mensaje en inglés de su gorra volvía la escena mucho más ridícula, inspiraba una mezcla de alegría y pena.
—Ves, en mi casa no puedo hacer esto.
—¿Y vive solo?
—Bueno, solo lo que se dice solo, no. Tengo un gato y cuatro curieles… qué manera de reproducirse los bichos esos— negó despacio con la cabeza. De nuevo lo observo fijo, pero el viejo permanecía indeciso entre hablar o no. Dudó un instante, se contuvo y agregó: “Ayer mis hijos me llamaron pa’ decirme que no podían venir, que teníamos que hacer un esfuerzo y aguantar. Claro que sí, yo los entiendo, cómo no… y los entendería mejor si no fuera porque antes de todo esto tampoco me visitaban mucho”.
En la más reciente Encuesta Nacional sobre Envejecimiento se conoció que en Cuba más de dos millones de habitantes superan los 60 años, de los cuales el 15 por ciento vive solo.
A este viejo vendedor de rosas dice no molestarle mucho su soledad. No obstante, al mencionar a sus hijos se estremeció levemente y con la gorra se secó el sudor de la frente. No parecía muy consciente de sus palabras, más bien las pronunciaba quebradas, inaprensibles, como pensamientos que no lograra contener dentro de sí. Al final, consiguió hilvanar una frase bien clara: “hay errores que arrastramos toda la vida”.
—¿A qué se refiere?
—A nada en particular…olvídalo… ¿Tú fumas? — me preguntó
—No.
—El problema es que Antonio encendió el tabaco delante de mí y me dejó unas ganas de fumar del carajo; pero no, tú haces bien, este vicio es malísimo… te jode to’ los pulmones.
—¿Y por qué lo mantiene?
—Na’ porque aprendí a fumar desde que era niño y a partir de ahí me quedé con la maña de llevar siempre un tabaco en el bolsillo, lo que pasa es que hoy no he tenido tiempo de ir a la bodega.
—Tampoco es que haya mucho movimiento esta tarde— le comenté.
—Tenía que priorizar el negocio. De todas formas sin dinero no puedo comprar nada. Ya le debo como 26 pesos de tabaco a un bodeguero amigo mío, y no quiero abusar de su confianza.
—¿Veintiséis pesos?
—Sí. Yo lo tengo anotado pa’ que no se me olvide. Te dije que en estos días la cosa ha estado malísima. Y para colmo, de lo que haga en el día tiene que salir la comida, los zapatos, la reparación de las ollas que siempre están rotas… y algún que otro gusto…—agarró el pomo plástico y le clavó los ojos unos segundos, como queriéndolo rellenar con la mirada.
El viejo lucía extenuado por el esfuerzo de haber conseguido hablar con tanta claridad. Yo estaba atento a los signos más sutiles, dispuesto a aferrarme de cualquier palabra que me permitiera excavar en su pasado y encontrarle sentido a aquello de “los errores que se arrastran…”, pero asumió una postura defensiva, con destreza que eliminaba de sus respuestas los detalles que pudiesen exponerlo.
Le pregunté su nombre y me contestó que prefería omitirlo. Yo insistí y él divagó con algunas observaciones sobre el calor. Finalmente anunció que se trasladaría a otro sitio para ver si tenía más suerte. Se levantó con determinación y me extendió el brazo, a modo de despedida.
—¿No me digas que tienes miedo de saludarme y coger el virus?- pronunció desafiante.
Mientras le apretaba la mano repasé sus detalles a fin de retenerlos en la memoria. Eran unos dedos largos y nudosos, medio amarillentos, que después se hundieron en las flores para asegurarlas dentro del cajón. Antes de partir hizo énfasis en que me cuidara mucho, aunque una vez más, me pareció que el viejo no era muy consciente de lo que hablaba. Luego se internó por una callejuela que de continuar en línea recta, lo devolvería al paseo de Narváez.