El capitalismo es el sistema político-económico dominante de nuestra época. En su forma neoliberal se fundamenta en dar prioridad al mercado en la organización de la vida social. Si bien ha sido cuestionado, ha conservado una hegemonía cognitiva.
El capitalismo neoliberal no es solo un marco de análisis para la organización económica, sino que también es normativo, ya que presenta ideas claras sobre cómo debe organizarse la sociedad, cuyo mercado proporciona el contexto ético primordial. Apoya un individualismo empresarial que es egoísta y, puesto que considera tales características como naturales y deseables, es contrario a los cuidados de un modo amplio y profundo.
El capitalismo neoliberal alienta a los individuos a ser sumamente competitivos, ya sea en relación con la seguridad laboral, la riqueza material, el estatus social, las relaciones personales o el valor moral. Dentro de este marco, el valor de los cuidados es secundario, accesorio.
El dinero es la medida más utilizada para calcular el éxito y el indicador principal de competencia y valor: el gran denominador común mediante el cual se comparan y miden todas las cosas. Dedicar tiempo al cuidado de otras personas que no pueden pagar un elevado precio de mercado por los cuidados (incluidos el de los niños y los adultos más pobres e inválidos) comienza a parecer muy desaconsejable, incluso quijotesco, una pérdida de tiempo para ganar dinero.
Sin embargo, la vida depende de los cuidados. Son fundamentales para la supervivencia de la humanidad y del planeta.
Un pensamiento jerárquico
La creencia de que cuidar no era un trabajo que definiera al ser humano se tradujo en la idea de que no era un trabajo que definiera a la ciudadanía
La depreciación de los cuidados no comenzó con el capitalismo. La distinción que estableció Descartes en 1641 entre mente y cuerpo, res cogitans y res extensa (“cosa pensante” y “cosa extensa”), alentó el pensamiento binario y jerárquico relativo a los humanos. Las cosas pensantes tenían control sobre las cosas extensas, concretamente, la naturaleza. Como las mujeres y los pueblos indígenas eran parte de la naturaleza, estaban sujetos a lo que Descartes llamó los “amos y poseedores de la naturaleza”.
De este modo, la labor de cuidar pasó a definirse como algo que formaba parte de la naturaleza en lugar de la sociedad y, como tal, una cosa explotable: una cualidad esencial o instintiva de la mujer, algo que estas hacían “naturalmente”. Y como se suponía que era una disposición femenina innata, el de los cuidados no se consideraba un trabajo que requiriera reconocimiento o recompensa.
La creencia de que cuidar no era un trabajo que definiera al ser humano con el tiempo se tradujo, en Europa y en otros lugares, en la idea de que no era un trabajo que definiera a la ciudadanía. El influyente concepto de ciudadanía de TH Marshall se centraba en la idea del ciudadano como individuo que poseía derechos civiles, políticos y socioeconómicos (bajo la protección del Estado). La ciudadanía no se equiparó a tener responsabilidades en cuanto a la prestación de cuidados o tener necesidad de cuidados.
El cuidado no se considera un trabajo real, especialmente si se realiza sin remuneración dentro de las familias
Si bien en Europa los cuidados fueron reconocidos en el período de posguerra –incluso mediante prestaciones por hijos a cargo y el cuidado de niños y personas mayores financiado con fondos públicos–, gran parte de la seguridad económica que se acumulaba para las personas en edad adulta, y especialmente en la vejez, permaneció ligada a su situación laboral previa. En la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea y el Tratado de Lisboa, el fomento de los derechos de los trabajadores es la principal preocupación a este respecto.
Sin embargo, los agujeros en los sistemas de bienestar de Europa se han hecho muy evidentes con la pandemia de Covid-19. Las altas tasas de mortalidad en las residencias de ancianos han demostrado que las personas mayores y vulnerables no eran una prioridad, ni tampoco sus cuidadores.
Una dependencia denigrada
En la era postindustrial, ser adulto y ciudadano se mantuvo estrechamente alineado con los ideales de independencia y autonomía; no había dependencias “buenas” para los adultos. A los niños y adultos sin empleo se les asignaba y se les asigna, por cualquier motivo, un estado de dependencia minusvalorado, aunque esto está cambiando lentamente y algunos países están reconociendo el cuidado familiar no remunerado para las coberturas de los seguros.
La generalización de esta perspectiva es evidente en la institucionalización de formas de ciudadanía “activa” y “responsable” en la Europa contemporánea. Se espera que todo el mundo sea un agente económico activo, incluidas las personas con discapacidad. Los desempleados y los “pobres” están sujetos a una evaluación moral y un castigo cuando no se activan y se convierten en valiosos ciudadanos empleados.
Los Homines curans
El capitalismo no carece de moralidad. Pero, al regirse por el ánimo de hacer dinero, no solo permite la violencia y la matanza en la guerra organizada con fines lucrativos; también permite que las personas mueran por negligencia, ya sea por pobreza, falta de vivienda y/o falta de atención médica.
La pandemia nos ha enseñado que los cuidados no son un extra opcional: marcan la diferencia entre la vida y la muerte
Sin embargo, si bien las personas son egoístas, no son meramente egoístas. Tienen vínculos que los unen afectivamente con los demás, incluso con desconocidos; también son altruistas. Hay cosas más importantes que el dinero, el estatus y el poder porque el deseo de amar y cuidar es paralelo al deseo de consumir y poseer: desde el punto de vista sociológico, las homines curans (personas que cuidan) son tan reales como el homo economicus.
Una de las cosas que hemos aprendido durante la pandemia es que la raza humana es sumamente interdependiente. Esta ligazón alimenta la moralidad: nuestra necesidad de los demás nos permite pensar en los demás. Las personas pueden identificar comportamientos moralmente apropiados en sí mismos y en los demás y estos orientan y regulan sus acciones. La pandemia nos ha enseñado que, en tiempos de enfermedad, los cuidados no son un extra opcional: marcan la diferencia entre la vida y la muerte.
Un discurso nuevo
Sin embargo, para que las homines curans cobren vida política, el concepto debe primero cobrar vida intelectual. Esto requiere un nuevo discurso sobre el cambio social que se enmarque “fuera de la casa del amo” del pensamiento predominante, dominado por los hombres. Hay “valores residuales culturales” de esperanza, que pueden recuperarse intelectualmente para la política.
Uno de los lugares donde se hayan estos valores residuales culturales es el dominio afectivo del amor, los cuidados y la solidaridad: las relaciones que preocupan a las personas y dan un propósito a su vida diaria. Aunque hablar de los discursos de los cuidados está políticamente “domesticado”, si no silenciado, constatar los valores de la crianza que sustentan las relaciones de los cuidados puede ayudar a revitalizar la resistencia al neoliberalismo. Puede crear un nuevo lenguaje y un nuevo conjunto de prioridades para la política.
Construir modelos políticos sobre la presunción de que las decisiones se toman simplemente en función del interés económico y social (que es la norma en la política de los partidos) no hace justicia a los lazos, vínculos y compromisos que unen a las personas en contra del cálculo interesado. Socava la solidaridad y la concentración en el prójimo que manifestaron muchas comunidades locales durante la pandemia.
Es el momento de elaborar una nueva política de los cuidados y de la justicia afectiva que refute la narrativa de la política puramente egoísta. Esto es necesario no solo por la importancia predominante de los cuidados como ética política, sino porque las personas necesitan una senda intelectual y política que contrarreste los discursos del miedo, odio y exaltación que gobiernan un mundo guiado por la moral capitalista.
Tomado de Social Europe