Sí, el Quijote se leyó más de una vez en los ratos de ocio de la manigua. No siempre se interpretaba bien, pero esa es otra historia. Las dos anécdotas que conocemos sobre el asunto no han recibido, entre nosotros, el mismo nivel de divulgación. Tienen que ver, respectivamente, con dos altos oficiales del Ejército Libertador en dos momentos separados entre sí por un lapso de casi treinta años. El primero, con el general Luis Marcano, uno de los dominicanos que desde el principio mismo de la insurrección se puso a las órdenes de Céspedes: el segundo, con el general Enrique Loynaz del Castillo en los reinicios de la guerra del 95, quien lo contó en sus memorias, y cuya hija, la escritora Dulce María, lo evocó años después, al recibir el Premio Cervantes en 1992.
Los mambises patrullaban una región boscosa cuando Loynaz estuvo a punto de sorprender, dormido, a un oficial del ejército español que abandonó precipitadamente el lugar dejando en la huida, entre sus pertenencias, el libro que le había servido de almohada. Era el Quijote. Al reanudar la marcha y hacer un alto en el camino, Loynaz empezó a leerlo en silencio. De pronto, se le escapó una carcajada…, Y ante la insistencia de los presentes, reanudó la lectura, ahora en alta voz. Se puso de manifiesto así lo que la crítica ha llamado “el costado utópico” de la cultura. Dos fuerzas irreconciliables se enfrentan, pero de repente descubren en la literatura un vínculo inesperado, un “espacio de coincidencia” que proviene del hecho de ser, ambos, partes de un interés colectivo. Ese espacio está implícito en el texto; si no se aprecia su valor simbólico, no se entiende en qué se basa el misterio de la lectura.
Es lo que, llevado al extremo, había ocurrido años antes con la manera en que el general Marcano interpretó, al pie de la letra, un pasaje muy conocido del Quijote. Hombre generoso y de un valor a toda prueba, pero de escasa imaginación y ningún sentido del humor, Marcano no lograba entender cómo alguien podía llegar a confundir manadas de carneros con patrullas de soldados, aunque ese alguien fuera Alonso Quijano, un loco que se creía cuerdo. “En cierta ocasión —cuenta Raimundo Cabrera— se amenizaba el ocio del campamento leyendo en alta voz a Don Quijote. Oía el General, echado bocarriba en la hamaca, la chistosa escena en que el andante caballero toma por ejército invencible una partida de carneros a los cuales acomete lanza en ristre, y de pronto se incorporó exclamando con la mayor ingenuidad: —¿Pero ese hombre no veía que eran ovejos?”.[1]
Lo que ni Quijano ni Marcano podían imaginar eran las mutaciones que sufrirían en el curso de los siglos las nuevas realidades conocidas con los nombres de “Renacimiento” y “América”. Los monasterios estaban dando paso a los telares y a los talleres; la ética caballeresca, a las exigencias del mercado; el ideal cortesano, al pragmatismo burgués. Mientras tanto, algo menos notorio venía ocurriendo también en el subsuelo, lo que fue percibido por observadores como Pedro Henríquez Ureña, que un buen día se atrevió a llamar a nuestra América “la patria de la justicia”. Resulta que entre los conquistadores y sus descendientes se habían venido produciendo “pulsiones antitéticas” que condujeron a nuevas búsquedas del oro, esta vez una doble búsqueda, la del oro como metal y la del oro como espacio mítico (la Edad de Oro, el paraíso perdido) De ahí que Vitier, a propósito de la lucha por la independencia, hablara de un vuelco, una “inversión dialéctica” que llevó a los fundadores de la identidad hispanoamericana a convertir “el impulso pragmático en impulso utópico, la sed de oro en hambre de justicia, el sueño demencial de Pizarro en el sueño liberador y unificador de Bolívar”.[2]
¿Propuestas descabelladas? ¿Aspiraciones utópicas? ¿Delirios quijotescos? Por algo será que, en nuestro Imaginario, tales ideas se mantienen vivas…
(Publicada en el Boletín del Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau/ Ilustración: Ary Vincench)
Notas:
[1] Raimundo Cabrera: Episodios de la guerra. Mi vida en la manigua. Filadelfia, La Compañía Lévytype, 1898, p. 190. Imposible detenernos en esta reacción, que viola todos los pactos en que se sostiene la lectura de cuentos y novelas. He mencionado algunos de ellos en textos incluidos en El Otro y sus signos (Santiago de Cuba, Editorial Oriente, 2008) y Narrar la Nación (Letras Cubanas, 2009).Una amplia muestra de nuestra tradición cervantista puede verse en el volumen de Nilda Blanco Visión cubana de Cervantes (1980).
[2] Cf. A. F.: “Contrapunteo cubano del Quijote y la utopía”, en El otro y sus signos, ed cit., p. 62.
Es un verdadero privilegio poder disfrutar de tan paradigmáticos textos escritos por el inefable Ambrosio Fornet, Pocho para sus allegados.
Resultan clases magistrales en el manejo del idioma para veteranos e iniciados en este difícil arte de escribir.
Espero que 2021 nos regale nuevas “Carabinas de Pocho”.
¡Gracias, Ambrosio! ¡Gracias, Cubaperiodistas!