Yang Fernández Madruga
Luego del amanecer que experimentó Cuba el 10 de octubre de 1868, con el inicio de la lucha por la independencia por Carlos Manuel de Céspedes, la reacción de los buenos patriotas no se hizo esperar. En las proximidades del río Saramaguacán, de Camagüey, una partida de hombres a caballo se alzaban un mes después, el 4 de noviembre, en Las Clavellinas con la increíble propuesta de derrocar a la metrópoli española.
Unos 76 jinetes se conjuraban ese día acatando los planes del Marqués de Santa Lucía, Salvador Cisneros Betancourt. Cabalgaban aquella mañana nombres reconocidos en el territorio como Manuel Boza Agramonte, Martín Loynaz Miranda, José Recio Betancourt, Ignacio Mora de la Pera y Eduardo Piña Agramonte. Mientras transcurría ese suceso, el más celebre de los “Agramontes”, Ignacio, se hallaba en Puerto Príncipe junto al organizador del levantamiento.
En aquel instante el ambiente de rebeldía no solo se concretaban en ese sitio, ubicado a tres leguas de la ciudad más importante de la región. Los hermanos Augusto y Napoleón Arango, en un aparente derroche de firmeza y convicciones, tomaron los caseríos de San Miguel de Nuevitas y Bagá y del poblado de Guáimaro. Los principeños respondían a la colonia que la dignidad de los cubanos debía respetarse. Para construir el proyecto de un país próspero, había que sacudir las cadenas que lastraban su soberanía.
Con el fracaso de la Junta de Información, en abril de 1867, confirmaron la tesis de que la independencia era necesaria. De España no se podrían esperar reformas que mejoraran las condiciones de la Isla. Por eso la maquinaria libertaria comenzó a moverse por el comité de Bayamo, las conspiraciones en las logias masónicas, como la del Gran Oriente cubano y la Tínima, y las voluntades de los patriotas, conformados sobre todo por profesionales, hacendados y otras personalidades.
En su artículo El Camagüey y el Alzamiento de Las Clavellinas, la historiadora Elda Cento Gómez ofrece algunas apreciaciones sobre este acontecimiento: “No pensemos tampoco que el proceso fue rápido y homogéneo, en realidad la unidad fue uno de los componentes más esquivos de nuestras gestas independentistas en una historia que puede tener en la incorporación de nuestra región una de sus primeras páginas y en las que la memoria de los sucesos ocurridos en 1851, con el levantamiento de San Francisco de Jucaral y en particular de la de quien terminó siendo su líder, Joaquín de Agüero y Agüero, ocupa un espacio crucial”.
En la zona, para organizar la dirección en el combate, se constituyó un comité revolucionario representado por Salvador Cisneros Betancourt, Ignacio Agramonte Loynaz y Eduardo Agramonte Piña. Allí se acordó nombrar a Augusto Arango al frente de las tropas. Su hermano, Napoleón, incentivado por una posible pacificación y mediación entre los insurrectos y las huestes españolas, atenta contra los planes libertarios en el territorio y su actitud consesiva permite el avance de las tropas colonialistas del conde de Valmaseda hacia la capital de la urbe.
Un 26 de noviembre de 1868, en la reunión del Paradero de las Minas, la revolución siguió su curso en esta zona del país gracias a la extraordinaria intervención de Ignacio Agramonte, quien borró entre los presentes la idea de deponer las armas al expresar que acabaran “de una vez los cabildeos, las demandas que humillan, Cuba no tiene otro camino que conquistar su redención, arrancándosela a España con la fuerza de las armas”.
La decisión de los camagüeyanos de emprender el camino de la soberanía resultó fundamental en la consolidación de la Guerra Grande. Los mambises de la llanura más extensa del país no le facilitaron el envío oportuno de soldados, a la metrópoli, hacia el Oriente de la Isla a través de las vías férreas o de sus puertos. Las Clavellinas significó esa importante escalón, imprescindible en los avances de una empresa libertaria, como la Guerra de los Diez Años, y la honesta decisión de pelear por nuestra libertad.
(Tomado de Adelante).