Un test rápido, de esos que definieron los días de miles y miles de cubanos hasta hace tan solo unas pocas semanas, me cambió la vida por algunas jornadas. Realizado a mitad de la tarde, a propósito de una cobertura periodística que para mí no llegó a ser, el dichoso análisis resultó positivo no una, sino tres veces, y aunque me costó entenderlo así, de zopetón, significó el aislamiento inmediato.
Al hospital de rehabilitación Doctor Faustino Pérez Hernández fui a parar justo con el primer aguacero provocado por la tormenta tropical Laura. Y aunque me sabía sana, aunque no albergaba la más mínima sospecha de ser portadora del SARS CoV-2, ante mi negativa a citar contacto alguno de mi centro laboral por aquello de “yo me cuido, no abrazo ni le doy la mano a nadie”, Haydée, la epidemióloga que me hizo la encuesta todavía sobre la ambulancia, debió recordarme que no estábamos ante una sospecha de Dengue, sino ante algo mucho peor.
Entonces afloraron los nombres de quienes, en verdad, habían respirado mi propio aire durante los días precedentes, incluyendo a mi hija y a mi nieto, que en cuestión de horas ya estaban, al igual que algunos de mis colegas, en La Playita, centro de aislamiento para contactos en Jatibonico.
En la sala me recibieron con las tabletas de Oseltamivir (más conocido como Tamiflug) y Azitromicina en las manos. El Interferón, que me infundía y aún me infunde temor debido a las reacciones que provoca, no me fue indicado. Al día siguiente la especialista en Medicina Interna explicaría que, atendiendo a mis antecedentes patológicos personales y a mi condición de asintomática total, habían optado por esperar el resultado de la prueba de PCR.
La prueba, dicho sea de paso —que según he sabido cuesta a Cuba 50 euros en el mercado internacional—, me la hicieron aquella propia noche. El doctor Michel había tenido que sacar una araña que entró del patio y se colocó detrás de la puerta de mi cuarto, donde estaba yo sola, aunque disponía de tres camas. Pero no le di ninguna importancia al incidente.
Si me hubiese atenido a las supersticiones se me habría desmoronado el mundo cuando un gato negro, en medio de la madrugada, me despertó con su maullido, justo sobre la silla que sostenía el ventilador. Tuve que echarlo, no sin divisar a una perra que le seguía las huellas. Después el sueño se me hizo esquivo.
Desde el propio viernes 21 de agosto, cuando entré, comenzaron a llegar las llamadas de aliento. En verdad no creía necesitarlo, aunque si en algunos momentos sentí miedo fueron aquellos en que recordaba la cercanía del pequeño Marcel Eduardo, y, peor aún, el abrazo atrevido que aquella propia mañana, aunque con nasobuco, les había dado a dos señoras mayores, como una muestra de admiración. Me había desdicho durante la encuesta y aquello me apenaba, me oprimía.
El sábado transcurrió sin sobresaltos. Éramos a lo sumo seis pacientes y debíamos escuchar las noticias, incluidas las de los partes meteorológicos, desde las camas, aguzando el oído. La joven del cubículo de enfrente se quejaba de fuertes dolores articulares y el señor de al lado, de fiebres entre alta y moderada. En ambos casos debido al Interferón.
Mi único dolor, preocupante, porque podría ser tomado como un síntoma, era el de la migraña que me atacó al verme privada del café mañanero, que ese día llegó tarde, pero llegó. Siempre, y no solo por gestionarme ese café y el de la mañana siguiente, deberé agradecerle a Marisleidys Rodríguez, la enfermera de trato inigualable. Y no lo digo por decirlo: ella está allí desde que en marzo llegaron los primeros casos de COVID-19 y hasta ahora mantiene la misma sonrisa e idéntico buen trato.
El domingo, cerca del mediodía, les dieron el alta a todos los demás, y me alegré por ellos. Los vi partir desde la puerta de entrada, adonde me escurrí medio oculta para fotografiar el panorama. Había brisa y lloviznaba. Después, ya en la tarde noche, escuché el ajetreo de los trabajadores asegurando puertas y ventanas. Sonaron mucho, debido a las ráfagas de viento, las de los cubículos vacíos en una madrugada que me pareció eterna.
Y en el amanecer del lunes, cuando ya no me supe la única paciente, pues trasladaron hacia allí a otro del sector del Transporte, aspiraba tan solo a que llegara el martes, mientras leía los reportes de mis colegas por WhatsApp o atendía las llamadas. Olvidaba decirlo: las comidas fueron inmejorables.
Fue en medio de una charla telefónica con una amiga que el doctor Juan Lahera, a quien le tomé un cariño enorme, me trajo la noticia desde el pasillo, a través de la persiana. Eran las 9:10 de la mañana y de fondo, aunque sin nitidez, se escuchaba la voz del doctor Durán. “Recoja sus cosas, que llegó el resultado y es negativo”, dijo.
Entonces, aunque me supe sana todo el tiempo, aunque hasta había bromeado con los test rápidos y comentado lo hermoso de la vista hacia el patio, donde gallinas y pollitos me recordaban que la naturaleza es bella, rompí a llorar. Lo otro fue el aviso atropellado a mi hija y a la gente de Escambray. Y el tercer café, que llegó antes de mi partida y que compartí con ellos, los que me atendían, incluida la auxiliar de limpieza, que se ocupó de agilizar la gestión.
Nadie me pidió ni un centavo por ninguno de los gastos en que incurrió la institución debido a mi presencia en ella. Las conté, fueron 65 horas bajo sospecha de ser portadora del nuevo coronavirus, pero estuve en el hospital otras dos más, en espera de una ambulancia que debía ir a lejanas comunidades a devolver a los no-enfermos. Así de simple: aunque estés sano te devolvemos a tu casa bajo protección, sin costo alguno.
Mi historia es sencilla. Otros permanecieron recluidos durante muchos días; a los enfermos el ingreso se les prolongó semanas, e incluso meses en algunos casos. Nadie ha tenido que pagar por la asistencia médica, porque estamos en Cuba.
En esas largas horas confirmé que, en su afán por salvarnos, el país se estaba desangrando a fuerza de enormes gastos, muchas veces asociados a aquellos test engañosos que la mayoría de las veces, al menos en Sancti Spíritus, representaban una falsa alarma, porque indicaban otras alteraciones que nada tenían que ver con la COVID- 19.
Me prometí escribir sobre este episodio, pero no antes de que una hija, en España, terminara su gestación y naciera mi nieta. Como dicen que en el periodismo lo que no se ha escrito es todavía noticia, cuento el cuento. Supe hace poco que el doctor Lahera contrajo la enfermedad en el ejercicio de sus funciones; supe también que ya sanó, clínicamente hablando.
Por lo pronto, me cuido más y escudriño en las vías a través de las cuales mis coterráneos se infectan con el virus. Quiero y aconsejo evitarlas. Pueden ser tan sencillas, por ejemplo, como el toque de un celular sin que después sobrevenga el exhaustivo lavado de las manos.
(Tomado de Escambray)