Por Eugenio Pérez Almarales
Si algo acompaña al periódico La Demajagua desde sus primeros pasos, y hasta desde antes del “alumbramiento”, ha sido el optimismo. Cuando parecía una locura hacer funcionar aquel amasijo de hierros de diversa procedencia, el grupo iniciador -de manera especial, mecánicos, montadores, electricistas…- creyó que sí, que podía, y pudo.
No eran tiempos de másteres ni de doctores en ciencias, aquellos de la calle Martí, número 70; y Pepito, el único licenciado en Periodismo, con la dosis necesaria de locura, comandaba la tropa en ciernes. Corresponsales voluntarios se convirtieron, de pronto, en profesionales de la prensa, una aspiración de casi cualquier enamorado de esta profesión de soñadores, bohemios, recalcitrantes defensores del derecho a la información.
Alguien dejó el mostrador de su bodega, el pizarrón, el teodolito… y desde entonces comenzó a firmar noticias, entrevistas, reportajes. Para muchos, el título universitario le llegó haciendo. El olor a tinta, a papel impreso, el ruido de los linotipos, de la rotativa, calaron hondo, parecía que para siempre; pero llegaron los tiempos de la computación, una “comodidad” que hubo que imponer, pues no era fácil desprenderse de las máquinas Robotrón, y lo hizo Frómeta, el quinto director.
Y desaparecían archivos, y ciertos colegas fueron rebautizados con nombres de virus, y a la pregunta de Alina de “esto dice que si quiero guardar o no; ¿qué hago?”, respondió nuestro recientemente desaparecido Puchichi: “dile que no”, imagine el resto.
Las fotografías no dependieron más del laboratorio, de fotogramas contados, de rollos escasos, de la lupa infalible de Bartolomé -el tercer director-, de reveladores, detenedores ni fijadores; y el diseño abandonó la tradicional mesa, aunque alguien intentó usar su tipómetro sobre la pantalla de la PC.
Las matrículas de cursos para asumir las nuevas tecnologías estuvieron nutridas, de manera apreciable, por los muchachos eternos de esta familia, que desde hace mucho ganó reconocimiento en el gremio y más. Y la niña que ahora es doctora, la que casi se crió entre estas paredes; y la pequeñita que besó la mejilla de Fidel, hija de periodista y “periodisto”, como gusta decir Lauredo -el segundo director-, es profesora universitaria.
Y hubo buenos tiempos, hubo comida abundante, hubo carros nuevos “para los llanos del Cauto” y “para la Sierra Maestra”, como les grabó Pedro, el cuarto director. Y hubo tiempos malos, tiempos de hambruna, de apagones, de largas caminatas, de ropa escasa y zapatos de tela y cámara de auto, con nombre “indecente”; y hubo limitaciones en nuestras familias, como cualquiera de su tiempo, pero la tropa no titubeó.
Y aquí está, 43 años después, con el recuerdo perpetuo de los que se fueron para siempre: de Jorge, Dania, David, Bartolomé, Cordoví, Gilfredo, Arsenio, Pucho, Ravelo, César, Rivero, Verdecia; de quienes se tomaron un descanso; de los que decidieron probar en otro sitio, pero no nos olvidan, como nosotros tampoco a ellos.
Y dentro de otros 43 años, serán Angélica, nuestra más reciente adquisición, y quienes están por llegar, los encargados del recuento. No olviden lo mejor de todos los que los antecedieron. Ni que “una mala persona no llega nunca a ser un buen profesional”, como afirmó Howard Gardner, padre de las inteligencias múltiples.
Téngase como estandarte, junto a la fe en la victoria y la fidelidad a los principios, que se ha de ser bueno “porque sí; y porque allá adentro se siente como un gusto cuando se ha hecho un bien, o se ha dicho algo útil a los demás”.
¡Feliz aniversario 43 de La Demajagua!
(Tomado de La Demajagua)
Gracias, colegas!!!