Si el anterior artículo recordó la anécdota de un reconocido comunicador, el de hoy trae la de un compositor de música de concierto. Ilusionado con su más reciente obra, quiso que un amigo melómano y experto en grabaciones la oyera reproducida en una de aquellas cintas magnetofónicas hoy olvidadas. Pero pronto se arrepintió de habérselo pedido, al ver que, a medida que la reproducción avanzaba, el melómano ponía cara de quien sufre retortijones.
El músico se sobrepuso al nudo que casi le impedía hablar, y le preguntó al amigo: “¿Tan mala te parece?”, y en alguna medida la respuesta le devolvió el buen ánimo: “¡Es magnífica! Pero la grabación es tan deficiente que no permite disfrutarla”. Quienes se interesen en el buen uso del lenguaje, podrán sufrir una experiencia similar ante faltas cometidas por profesionales que se suponen preparados para no incurrir en ellas.
En plena lucha contra la pandemia —cuando tanto y tan justificadamente se habla del nasobuco, más fácil de decir, por su brevedad, que mascarilla nasobucal—, no pocas veces se oye nasabuco. Es apenas otro motivo para preocuparse ante lo maltratado que está siendo el idioma, y la alarma se intensifica cuando esa manera errática de llamar al importante medio de protección se oye en personas que se perciben instruidas, y hasta desempeñan en su área laboral un papel significativo en la lucha contra el coronavirus.
Tampoco es para tranquilizarse que alguien con trayectoria profesional en el arte, y supuestamente con alta formación escolar, hable de su quehacer y, con respecto a lo que estima que es su significado frente a la pandemia, diga: “Ese es mi aporte a la situación del país”. Siendo la situación a la que se refiere una plaga que afecta salud, economía, funcionamiento cotidiano… que, en fin, mata personas y lastima la vida de la nación, ¿cómo querer contribuir a semejante espanto? Puesto que sería monstruoso pensar en un acto de sadismo tal, se debe inferir que el artista desea que su obra —por su propia naturaleza o por ganancias donadas— sirva para aliviar males.
Deducciones similares van tornándose tan necesarias como la desinfección de las manos y el uso de la mascarilla. Ocurre, por ejemplo, cuando el representante, calificado, de una institución, dice que en ella funciona un “puesto de mando de la covid”. ¿Puesto de mando de la covid, o de enfrentamiento a la enfermedad?
Ahí no termina todo: dichas por profesionales y no siempre improvisadas, sino escritas y teleapuntador mediante, pueden aparecer expresiones como “pacientes con riesgos vulnerables” y “personas sospechosas a la covid”. Los vulnerables no son los riesgos, que pueden ser fortísimos, sino quienes los sufren. Habría, pues, que hablar de “pacientes con riesgos de vulnerabilidad” o “con vulnerabilidades peligrosas” —aunque esta variante sería pleonástica—, o buscar otras expresiones que trasmitan igual idea. Podría bastar una tan escueta como “pacientes vulnerables” o “más vulnerables”.
Lo de “personas sospechosas a la covid” es otro ejemplo de la crisis generalizada que se observa en el uso —uso incorrecto— de las preposiciones. A la covid nadie le resultará sospechoso, porque ella no piensa y, por tanto, no tiene cómo experimentar suspicacias u otras emociones. Se trata de que una persona puede ser “sospechosa de covid” o, más apropiadamente, “sospechosa de tener o padecer la enfermedad”.
Otra entrega rozó veleidades y confusiones que se dan en el uso de los términos positivo y negativo aplicados, respectivamente, a las personas que sufren la enfermedad o están sanas, y no —como sería más exacto— a los resultados de las pruebas o exámenes que se les hacen para detectar cuál es su caso. Las confusiones entran pronto en el ruedo si, tras exponer alarma por el número de casos positivos —es decir, personas portadoras del virus—, se manifiesta júbilo por lo positivo del estado en que se halla determinado territorio que lleva tiempo sin que se detecten contagios de la covid.
¿Y ya nada podrá hacerse con respecto al verbo testear, si el español dispone de examinar? Testear es derivación del inglés test, ni más ni menos elocuente que examen o prueba. Pero esta entrega no hace más que apuntarlo, y pasa a rozar otras aristas de un tema tratado en la anterior: las magnitudes o cantidades, presentes en el idioma no solo en lo más ostensible de las cifras. Conciernen asimismo a la concordancia gramatical relativa al número, que suele estropearse por la mala identificación del sustantivo con que debe concordar el verbo, y por el uso erróneo de pronombres.
En un programa de la televisión nacional un presentador anunció que en un centro recreativo se preparaba una sorpresa para el público y, deseoso de crear expectación, se dirigió así a quienes pudieran estar oyéndolo: “No sé si debo decírselas ahora”. ¿Por qué decírselas, si la sorpresa es singular? Lo correcto habría sido un enunciado como este: “No sé si debo decírsela ahora”. El pronombre se, añadido en ese contexto al verbo decir, vale para sustituir al singular le y al plural les, pero la sustituye a la sorpresa, que es singular. Solo si fueran varias sorpresas cabría “No sé si debo decírselas ahora”.
El se en lugar de le o de les evita la cacofonía que se daría en “No sé si debo decírlela ahora” y en “No sé si debo decírlesla ahora”. Fuera de coincidencias como esa, se no sustituye al pronombre le o les, sino que debe usarse el primero, en lugar de a usted, o el segundo, en lugar de a ustedes: “No sé si debo decirle (a usted) cuál es la sorpresa” y “No sé si debo decirles (a ustedes) cuál es la sorpresa”. Agréguese que la y las corresponden a complementos femeninos, como la sorpresa y las sorpresas, respectivamente; mientras que lo y los valen para masculinos. Ejemplos: lo, por el horario; los, por los horarios.
Y aquí se interrumpe hoy el artículo, no por azar. Haber tratado en entregas recientes varios contenidos relativos a cifras o magnitudes animó a algunas personas a regañar al autor porque —sostienen— los textos se estaban tornando demasiado largos. Nadie piense que el columnista se acoge a ese criterio con el propósito de trabajar menos.