Después del éxito de la primera edición del periódico La Voz del Pueblo, el 4 de julio de 1852 aparece en La Habana la segunda, esta vez desde la casa de un amigo de Eduardo Facciolo, en Regla, con una ligera reducción en el nombre del periódico, al que ahora le eliminaron el calificativo de Cubano. Fueron impresos tres mil ejemplares, los cuales trasladaron dentro de una cesta de champaña. En este número, le adjudican al Capitán General de la Isla, Valentín Cañedo, el apodo de “General Salchichas”, apelativo que enardeció el odio del gobernante, quien dictó órdenes aún más severas para capturar a los autores, y dispuso que tanto las fuerzas militares y las policiales empleasen todos los recursos posibles para descubrirlos.
Colérico y vengativo, Cañedo ordena brutales arrestos y pesquisas en imprentas, comercios y los hogares de quienes de alguna manera se habían identificado con la causa independentista. Agotados de buscar en todas partes, finalmente llegan a la conclusión de que aquel suelto no era impreso en La Habana, sino traído a esta desde otro lugar del país o tal vez del exterior cercano.
Con orgullo patriótico y emocionados por la burla a los dominantes españoles, gracias a las medidas que con tal fin habían adoptado, Facciolo y Bellido de Luna emprenden la tercera edición de La Voz del Pueblo. El primero compró una imprenta de uso a la viuda del impresor Vicente Torres, fallecido hacía poco. Pagó por ella quinientos pesos y la trasladó hacia la calle Galiano, donde instaló un pequeño taller. Desde allí salió el siguiente número el 26 de Julio 1852, que exaltó los ánimos independentistas de los habaneros que abogaban por esa causa, a quienes en esta publicación se exhortaba a combatir por la libertad, a luchar contra la tiranía entronizada y a derrocar el gobierno que representa a España; mientras que se acrecentaba la alegría de los criollos que añoraban la libertad y también habían encontrado un vocero que los identificara.
El valiente “Órgano de la independencia”, como así se leía en el sumario del título, devino precursor de la prensa revolucionaria cubana. De la vigilada villa de San Cristóbal llega a las principales ciudades de la nación e incluso a otros países, entre ellos España, Estados Unidos, Puerto Rico y México. Por tales motivos, Cañedo y su camarilla arriban a la conclusión de que se trata de un acto de audacia que tiene por finalidad alentar el espíritu de rebeldía entre los cubanos y provocar un alzamiento contra la metrópoli.
Prácticamente convencido de la invulnerabilidad de su proyecto, Facciolo sugiere a sus atrevidos colegas buscar un local adecuado para establecer la linotipia y desechar el molesto baúl negro al que denominaron “el sarcófago” y su recurrente traslado. Finalmente encuentran un local marcado con el número 44 en la céntrica calle Obispo, conformado por un pasillo, un cuarto y un patio de regulares dimensiones, dentro de una vetusta casona del escritor y poeta Idelfonso Estrada Zenea, quien junto a su primo Juan Clemente Zenea editaba allí el periódico El Almendares, fundado por el primero.
Entretanto, cansado y temeroso por la cada vez más cruenta obstinación de los españoles en la búsqueda de los autores de La Voz del Pueblo, prácticamente reconocidos bajo sospecha por las fuerzas represivas, Bellido de Luna decide no permanecer por más tiempo en la ciudad y el 6 de agosto se marchó hacia los Estados Unidos. Antes de partir le había recomendado a Facciolo abandonar la idea de asentarse en un lugar fijo, y le pidió que prosiguiera moviéndose por la ciudad, método que le había dado excelentes resultados.
Pero el intrépido tipógrafo desoye aquellas palabras y decide continuar la batalla a través de su periódico con el que ya iba en busca de su cuarta edición.
Vale subrayar que durante esta etapa de mediados del Siglo XIX muchos cubanos ansiosos por alcanzar la independencia de España, desesperados por la crítica situación existente en su país, habían puesto sus miradas hacia los Estados Unidos, nación a la que elogiaban por ser ejemplo de democracia y por su desarrollo institucional e industrial. Aún desconocedores de las verdaderas entrañas del monstruo norteño, pensaban que al separarse de la metrópoli podían formar parte, en igualdad de condiciones, de la gran unión, sin llegar a ser una colonia del imperio, idea de la que fueron abanderados los grandes terratenientes criollos, que serían los más beneficiados.
Facciolo sostuvo amistad con algunas de las más connotadas figuras de anexionismo y algunos estudiosos afirman que tales pretensiones formaban parte de su aun novel ideología. Incluso, poco antes de morir, en la celda, compuso un poema titulado A mi madre, suerte de testamento en el que expresa ser partidario de la anexión. Tal vez, de haber vivido más tiempo, hubiese podido conocer mejor las verdaderas intenciones que hacia Cuba siempre ha tenido el gobierno de los Estados Unidos.
En tal sentido, Joney Manuel Zamora Álvarez, especialista del Museo de Regla, afirma que la participación de este insigne patriota en la conspiración de Vueltabajo, cuyo propósito era iniciar la revolución mediante un levantamiento armado en las cercanías de Candelaria, Pinar del Río, “no fue un episodio más de mero anexionismo, sino un serio intento por lograr la independencia de su país”.
En su afán por sostener la salida de La Voz del Pueblo, Facciolo comete dos graves errores. El primero, desoír el consejo de su amigo Bellido de Luna de mantener la publicación de forma ambulante y, el segundo, ofrecer su amistad y confianza a un mulato de fina apariencia y buenos modales, que presumía de ser un “inglés” anti-esclavista nacido en Nassau y dominaba el idioma anglosajón. Se llamaba Emilio Johnson y fingía además ser simpatizante de la independencia de Cuba. Prontamente descubrió que estos jóvenes eran los autores por cuya delación el gobierno pagaba muy bien.
El 23 de agosto de 1852, el celador del barrio de Dragones, Rafael V. Valladares, por órdenes del gobernador de La Habana, se dirige a Obispo 44 y encuentra, en plena faena de realización del periódico, a Facciolo y dos de sus colaboradores.
Entre el heroico tipógrafo y el guardián se produce el siguiente diálogo:
-¿Qué publicación es esta? -pregunta Valladares, mientras intenta leer en el plomo, la forma, para comprobar la denuncia.
-Es la misma La Voz del Pueblo, no se moleste usted, esta es la única prueba que se ha tirado –responde audazmente Eduardo, y le ofrece el primer ejemplar impreso aun incorrectamente.
-¿Eres tú el autor del periódico?
-No, y desconozco a los que trajeron la forma y me pagaron para su impresión.
Enseguida fueron conducidos al Castillo de la Punta, donde aguardaron el día del juicio. Fueron acusadas trece personas, entre ellas los hermanos Bellido Luna y Andrés Ferrer, quienes habían logrado salir del país.
Se conformó un Consejo de Guerra, integrado por siete miembros que dictaminaron la pena de muerte en garrote vil para los tres inculpados mencionados anteriormente. Pero solo Facciolo tuvo tan mala suerte. Al resto de los implicados se les impusieron otras sanciones, en concordancia con los cargos a ellos atribuidos.
Tres de los integrantes de aquel tribunal, Baltasar Gómez, Bernardo Villamil y Felipe Dolsa, solicitaron la pena de diez años, atendiendo a la corta edad del carismático muchacho, cuyo padre, como ciudadano español, y la adolorida madre, Dolores Alba, imploraron clemencia ante el Capitán General Don Valentín Cañedo, quien hizo de oídos sordos a los reclamos y confirmó la sentencia que quedó fijada para el siete de la mañana del martes 28 de septiembre de 1852.
Antes del amanecer, frente a la Real Cárcel ya se había colocado la horrible máquina de garrotes, cuya mortal acción (garrote vil) consiste en la manipulación de un tornillo de gran tamaño que se va introduciendo lentamente en la nuca del condenado hasta destrozarle las vértebras de la región cervical, ocasionándole una impresionante y dolorosa expiración.
Facciolo, escoltado, se dirigió sereno hacia el verdugo y su artefacto aniquilador. Escuchó la lectura de la vil sentencia sin inmutarse. Se mantuvo tranquilo y accedió a su ejecución con extraordinario valor y firmeza.
Minutos antes, en su poema dedicado a la madre, escribió, entre otros versos los siguientes: “Madre del corazón, tu puro acento/ No demande favor a los tiranos/ A mí me inspira el noble sentimiento/ De morir por mi patria y mis hermanos./ No llores, no, los asesinos gozan/ Mirando mi suplicio y tu agonía;/ No les hagas comprender que ellos destrozan/ Tu seno maternal, no, madre mía…”
José Martí, en su artículo Hombres, describe a aquel joven que con solo 23 años encontró la muerte por enfrentarse al yugo español como una persona de buen carácter, franco y desinteresado: “No cayó solo, ni entre pechos fríos, sino rodeado de cabezas descubiertas”.
Esta es la valiente y triste historia del primer mártir de la prensa revolucionaria cubana, en cuyo honor van estas líneas evocadoras de su vida y de su obra.