Creo que fue Rilke quien reveló este dramático hallazgo: los niños huérfanos no se sabían viejas canciones. Los antropólogos que estudiaban las costumbres de las aldeas a principios del siglo veinte podían reconocer, tras una simple conversación, quiénes eran de allí o habían sido niños huérfanos: entre ellos ninguno recordaba canciones infantiles o melodías tradicionales de la zona. Las madres eran las únicas guardianas y difusoras de esa tradición. Allí donde faltaba la madre, se abría en la memoria del adulto un vacío, una vasta zona de silencio. Puedo dar fe de eso…, por contraste, afortunadamente, porque mi memoria –sin que yo me diera cuenta—iba guardando un impresionante cancionero de los años de mi niñez, el repertorio que desplegaba mi madre cuando, en un rincón de la saleta, pedaleaba a ratos la máquina de coser.
Muchos de aquellos testimonios líricos tenían, en efecto, una base testimonial ligada a nuestras guerras de independencia o a hechos y personajes significativos de los primeros años del pasado siglo, tanto nacionales como mundiales. “Allá en el año 95/y por la selva de Mayarí/una mañana dejó el bohío/y a la manigua se fue el mambí”. Mamá cantaba El mambí, de Luis Casas Romero, sin sospechar que cerca de ella un niño con aire distraído estaba absorbiendo aquellas cadencias como una esponja, palabra por palabra, aunque algunas de ellas todavía le resultaran ajenas.
Más complicada resultó ser la experiencia de “Fúlgida luna”, una canción venezolana que pasaba por ser de Lecuona y que mi madre, no sé por qué, atribuía a un anónimo compositor manzanillero.* (“Fúlgida luna del mes de enero/ raudal inmenso de tibia luz/ a la insensible mujer que quiero/ llévale a ella mensaje tú”.) La letra había dado pie a unos versos satíricos que fustigaban sin rodeos al presidente Mario Garcia Menocal: “Fúlgida luna del mes de enero/ llamad a Mario y decidle así/ que por granuja y por sinvergüenza/ que se retire de mi país”.
Como aquella era la época de auge de las chambelonas, no faltó una marcada por la picaresca criolla –es decir, sazonada por el choteo–, que aludía a la ruidosa contienda electoral en la que habían participado, como aspirantes a la alcaldía de La Habana, los señores Eugenio Aspiazo y Manuel Varona. Al estribillo que ponía a los bailadores en acción (“Aé, aé, aé la Chambelona”) se añadía el combustible que mantenía en movimiento la conga (“Aspiazo me dio botella/ y yo voté por Varona”, “aé, aé, aé”, etc.).
En el extremo opuesto de la temática testimonial estaba Silencio (“Silencio en la noche/ ya todo está en calma”…), un tango de Alfredo Le Pera (autor de varios éxitos de Gardel). El tema tenía como trasfondo histórico la primera Guerra Mundial, pero en el caso de mi madre tocaba fibras muy personales, porque nosotros éramos cinco hermanos –sí, varones todos—y la protagonista de aquellos luctuosos episodios era “una viejecita de canas muy blancas” cuyos cinco hijos habían marchado a la guerra dejándola sola… Sola con sus recuerdos y con las “cinco medallas/ que por cinco héroes/ le donó la Patria”. Es decir, que el silencio era más profundo de lo que imaginábamos. Hasta aquí la historia.
¿Cómo iba yo a sospechar que otra guerra y otros hilos sentimentales acabarían formando la misteriosa red de mis nexos con la canción? Pues sucedió que leyendo una entrevista a Rosita Fornés me enteré de que la primera canción que ella había cantado en público, siendo una adolescente todavía, era Silencio, nada menos. Ocurrió en el barco que la traía con su familia a La Habana, en 1936. Y como la vida te da sorpresas, efectivamente, resulta que un buen día, Rosita –que en mi casa fue siempre la más admirada de las vedettes—pasó a ser la tía-abuela de uno de mis nietos.
Si sacara estos recuerdos a subasta me atrevería a preguntar, después de la primera propuesta: ¿Quién da más?
*Los equívocos se prologaron a todo lo largo del siglo. En el exergo con que se abre el primer capítulo de su novela De Peña Pobre (1979), Cintio Vitier la identifica como un “bambuco colombiano”. (Publicada en el Boletín del Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau).
Ilustración: Ary Vincench.