Quiero creer que habrá lectores memoriosos que recuerden la Carabina dedicada a la conmemoración del Sesquicentenario. En ella me refería a la zona de Bayamo y sus inmediaciones como un territorio donde ocurrían cosas nunca antes vistas. Ahora, en esta Carabina, quiero evocar ese otro gran espacio de lo insólito que es la manigua misma y sus múltiples laberintos. Y quiero hacerlo con el pretexto de lo que me sucedió hace cincuenta y cinco años –se dice fácil—con una crónica que, en mi doble condición de aficionado a la edición y la crítica, reproduje en el periódico Revolución el 12 de agosto de 1963, en la sección “Porlalibre” del rotograbado, dirigido entonces por Jaime Sarusky.
Entre mis azarosas lecturas de la época estuvo un curioso folleto cuyo autor era el Coronel Gustavo Pérez Abreu, médico del Estado Mayor de Máximo Gómez en la Guerra del 95. Allí el autor contaba una serie de experiencias en las que hallé, sorprendido, lo que acabé describiendo como “algunas escenas de humor y otras que parecen sacadas de una antología de literatura macabra”. Ahora sí —me dije—; esto es lo que yo andaba buscando. Mi propósito era hacer, en el periódico —bajo el título de “Momentos cubanos”— algo muy simple y complicado a la vez: poner la Historia al alcance de los lectores, de todos los lectores, los recién alfabetizados inclusive. En esos textos, por tanto, no debía primar lo expositivo, sino lo narrativo, no el dato o la reflexión, sino el personaje, la acción, la anécdota, lo cotidiano… Se trataba de dar una visión desacralizada, personalizada, que podía inclusive llegar a ser —no me avergüenza decirlo— una visión chismográfica de la historia. El plan de reedición de nuestra literatura de campaña no se llevó a cabo hasta el 68 —con motivo del Centenario— y, además, lo que ahora yo quería era privilegiar el gancho novelesco que contenía esa literatura. “Ven acá, amigo mío, que te voy a contar un cuento.” Lo ideal hubiera sido poder imitar a esos historiadores talentosos que “construían” sus relatos como secuencias dramáticas, con sus correspondientes nudos y desenlaces (a ellos aludiría Hayden White en Metahistory diez años después), pero eso no era fácil.
Silverio, el protagonista de esta historia —la que ahora voy a contar— es un descendiente directo del Viejo Eduá, último asistente del Generalísimo en la Guerra del 68. Pérez Abreu lo describe como un “africano, un poco bozalón, de unos 55 años”, que Gómez en persona le asignó como asistente y que pese a su torpeza tenía una insuperable virtud: le garantizaba al jefe su ración diaria de canchánchara (agua tibia endulzada con miel de abeja) y unos salcochos de vegetales realmente suculentos. Ostentaba el nombre increíble de Silverio Jorrín (José Silverio Jorrín era un notable intelectual cubano de la época) y le trasmitió al médico ciertos conocimientos que éste ni sospechaba (por ejemplo, los saludables efectos de la cáscara del boniato para evitar la acidez gástrica, y de nuestra propia orina, cuyas propiedades antisépticas, por lo demás, ya no eran un secreto para nadie). El dominio de los valores nutritivos de la flora y la fauna criollas creció en tiempos de Weyler, cuando los núcleos de producción agrícola que salpicaban la manigua se convirtieron en tierra arrasada y los campesinos pacíficos–y los mambises con ellos—pasaron más hambre que ratones de ferretería. No quedaron reses en los potreros ni viandas en los sembrados, de manera que hubo que comer caballos y mulos viejos, “jutías, majases, jicoteas, caimanes, pichones de pájaros, así como palmitos, corojos, frutas sin estar en sazón, naranjas agrias, limones, malangas de laguna…” Y hubo que aprender a ser prácticos, a resolver del modo más sencillo los problemas más complejos: los traidores se ejecutaban colgándolos o asestándoles un machetazo, “ya que así no se gastaban municiones”, y en el primer caso se prefería hacerlo de una guásima, porque era un árbol cuyas ramas se extendían horizontalmente y resultaba más fácil manipular la soga. Los mambises que morían en combate eran enterrados, naturalmente, pero los heridos –casi siempre acompañados por un sanitario que casi nunca disponía de medicamentos– debían internarse en los montes “a curarse como Dios lo tenga a bien”.
Hasta aquí las citas. Parecía que mi proyecto iba a marchar viento en popa —más allá de lo previsto, inclusive— porque, al día siguiente de la salida del rotograbado, el jefe de redacción del periódico me informó que habían sabido de buena tinta que al Presidente Dorticós le había gustado mucho la sección y esperaba que “Momentos cubanos” siguiera saliendo. Pero como la vida no se cansa de darnos sorpresas, alguien interpretó a su modo el comentario y, sin encomendarse a Dios ni al diablo preparó, a espaldas nuestras, un segundo “momento” que apareció también en el rotograbado dos semanas después. ¡Por poco me da un infarto!¡Era nada menos que el texto de la célebre carta que Calixto García, movido por la indignación, le había enviado a Shafter, en julio del 98, protestando porque el Ejército Libertador no había sido invitado al acto de rendición del Ejército español en Santiago de Cuba!
Como se ve, el texto no guardaba muchas similitudes con el de Pérez Abreu. Ambos reflejaban momentos de nuestra historia, cierto, pero vibrando en cuerdas distintas, con muy diferentes grados de cubanía. En lo que a mí respecta, tan pronto como tuve una nueva oportunidad volví a la carga: compilé en 1965 varios escritos de Máximo Gómez, que publiqué bajo el título de El viejo Eduá, y poco después hice lo mismo con Mis primeros treinta años, de Manuel Piedra Martel, que apareció con el título de Memorias de un mambí. Como lo sospechaba: eran promesas de best-sellers. Volaron de las librerías. (Publicada en el Boletín del Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau).
Ilustración: Ary Vincench.