A muchos pudiera parecerles un disparate asociar las memorias de un mambí con la Odisea, pero lo cierto es que ambas tienen en común el hecho de ser recuentos de aventuras y en un caso –el de Mis primeros treinta años, del coronel Manuel Piedra Martel, por ejemplo, publicado originalmente en 1943—, el hecho de que el autor interrumpió en 1895 sus estudios de pintura y griego antiguo para incorporarse a la manigua, momento en que tal vez recordó las últimas palabras de Odiseo a su hijo Telémaco: “Ahora que vas a la pelea… procura no afrentar el linaje de tus mayores, pues en ser esforzados y valientes hemos descollado todos sobre la faz de la tierra”. En otras palabras: ¡Compórtate como mambí!
En 1966 publiqué, en la Colección Cocuyo de Arte y Literatura, una selección de fragmentos del libro de Piedra Martel con el que dábamos continuidad a la serie Literatura de Campaña, inaugurada exitosamente el año anterior con El viejo Eduá, de Máximo Gómez; y allí, en el texto de contraportada, afirmé que se trataba de “un valioso documento histórico y al mismo tiempo una de las obras más amenas e instructivas de nuestra literatura de campaña”. Lo que no dije es que había una tensión casi insalvable entre ambos polos, y que sólo eliminando o reduciendo a su mínima expresión el propio de lo documental podía salvarse el otro, aquel en que se sostenía el aspecto recreativo del texto. No recuerdo cuántos centenares de páginas tenía el original –era un volumen impresionante–, pero mi selección iba en serio: no llegaba a las ciento cincuenta páginas en formato de bolsilibro…, y estoy seguro de no haber sacrificado un solo párrafo que mereciera recordarse por el lector. Y eso era lo que nosotros buscábamos, precisamente, con aquellos Cocuyos dedicados a la Literatura de Campaña: lectores. No historiadores, ni estudiantes de historia de Cuba, ni aficionados a los estudios históricos; lectores, simplemente. Y lo logramos. Aunque después nos dimos cuenta de que no todo era tan sencillo.
Primero, por la favorable acogida que tuvieron los ensayos de Jorge Ibarra reunidos en Ideología mambisa (1967), un Cocuyo, también, por cierto, con una bella portada de Raúl Martínez, diseñador estrella de la Colección. Era obvio que lo propiamente histórico tenía un público, pero que había toda una zona de nuestra historia que no estaba siendo tratada con la óptica (o el estilo) que ese público reclamaba; y después –yo mismo llegué a esa conclusión como resultado de mi experiencia con Piedra Martel—, porque no debíamos seguir hablando de literatura de campaña; debíamos ser más específicos y empezar a hablar de narrativa de campaña, subrayando de ese modo, exclusivamente, lo que los diarios y las crónicas tenían de elementos narrativos (aparte del aspecto informativo o, si se prefiere, documental). Sólo así sería posible que el lector medio se convirtiera en consumidor habitual de aquellas obras que se consideraban venerables pero que, tal vez por eso mismo, solían cubrirse de polvo en los estantes de las bibliotecas.
Así que nos tocaba a nosotros –los críticos literarios, los editores…– empezar a demarcar los viejos territorios de información para convertirlos en territorios de recreación, una tarea que consistía en traer a primer plano los escenarios de la acción esquivando la monotonía del dato para entrar sin rodeos en la dinámica del suceso. No tuvimos que esforzarnos mucho. Ahí estaban ya el antecedente de Pasajes de la guerra revolucionaria (1963), del Che, y los inicios de la corriente testimonialista representada por Biografía de un cimarrón (1966), de Barnet. Allí estaba el público que leyó con avidez los relatos contenidos en el primer volumen de Playa girón: derrota del imperialismo (1961).
En otras palabras: Odiseo había llegado a Ítaca. Ya Penélope no tendría que retirarse por las noches a deshacer su tejido.
(Publicada en el Boletín del Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau).
Ilustración: Ary Vincench.