Jorge Alfonso Pita (Jorgito), el estudiante de tercer año de Comunicación Social en la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana (UH), el miembro del equipo editorial de la revista Alma Mater (AM), terminó anoche su voluntariado en el centro de aislamiento para sospechosos de la COVID-19 que funciona en la Universidad de las Ciencias Informáticas (UCI).
Ya Jorgito está en su casa, en el municipio del Cotorro, luego de dar negativo el PCR que se le realizó. En el grupo de trabajo de WhatsApp del equipo multimedia de AM empezamos a concertar próximas coberturas, que serán enriquecidas por sus dotes audiovisuales.
En el chat Jorgito nos habló de la emoción de lo intensos días vividos en la UCI, de la tropa de voluntarios que lo acompañó en la faena; y nos ofreció detalles de las fotos que acompañan a su texto Conectados, publicado en la web y redes sociales de la revista joven más antigua de Cuba, y en el que la sensibilidad es la argamasa que une a estas historias de cuarentena.
En las imágenes que nos regala: el trencito de los cinco voluntarios, en el que antes de repartir los alimentos, cada joven asegura la bata del compañero que le antecede, “un momento grupal que ejemplifica cuánto de tu seguridad personal reside en el colectivo”; y la foto del pequeño de tres años de edad, que desde su llegada a la UCI cautivó a todos con su risa y sus ocurrencias.
En las instantáneas, a través de una ventana, aparece también Marta, la guerrera que a pesar de su diabetes y sus muletas, ofrecía a diario lecciones de coraje con su actitud positiva y esperanzadora; la despedida desde la guagua y el alta definitiva de Milagros y su hija, quienes fueron negativas al PCR y les fue imposible regresar a su hogar, pues la zona en la que residen estaba en cuarentena, por lo que tuvieran retornar al centro de aislamiento hasta que se cerró el foco de trasmisión allí existente.
Igualmente, una fotografía de plano cerrado retrata a Thalía, estudiante del Instituto Superior de Relaciones Internacionales, personificación de la diligencia y la dulzura. “Cuando iba a repartir la comida le preguntaba a los pacientes sobre su vida, conversaba bastante con ellos. Se forjó ahí un vínculo bien fuerte y muy bonito”, compartió Jorgito.
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Conectados
Por Jorge Alfonso Pita
Aquí no todos nos conocemos, pero todos estamos conectados. Se podría decir que es obvio que en un mundo globalizado como el de hoy, donde nuestras abuelas usan las redes sociales y hablan con sus nietos al otro lado del mundo, donde todo suceso por intrascendente que sea se merece su estado en WhatsApp, es evidente que todos estamos unidos.
Pero hablo de otro tipo de vínculo, uno más profundo e íntimo. Uno al que se refería el poeta John Donne cuando decía: “(…) Ningún hombre es una isla entera por sí mismo. Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo”. Somos de alguna manera uno (un ser colectivo), y aquí esa sensación alcanza toda su plenitud, una certidumbre apabullante.
Nelson fue el primero con el que pudimos comprobar esa conexión. Él es constructor en el Centro Histórico, llegó hace poco tiempo, pero sabe desde el primer día que no puede hablar con su compañero de enfrente. Solo unos escasos metros los separan. El aburrimiento es torturante, la televisión cubana no ayuda. Pero él es fuerte, su voluntad resiste tan apretada y compacta como el moño que adorna su nuca y desentona con su look de albañil.
La distribución de comida comienza por su vecino Conrado, el presunto alcohólico que resultó ser un viejecillo con modales de gentleman inglés. Si el recipiente donde repartimos la sopa toca su vaso, que tocó antes su boca, y luego hace contacto con el pozuelo de Nelson que viene a continuación, es suficiente, todo se sale de control. Todos hacemos el mismo cálculo con la vista fija en la sopa que se desliza de un recipiente a otro. Mi brazo sudoroso, cansado, administra sus fuerzas para mantener el vaso a una distancia prudente. Todavía quedan 14 pacientes.
Pero Nelson y Conrado confían, desde el primer día algo los conectó a nosotros. Quizá desde antes ya lo estábamos solo que lo ignorábamos. Quizá para eso vino este virus, para recordarnos que somos uno, que tus acciones repercuten en todos y viceversa, que el egoísmo es una ofensa contra la humanidad, casi un crimen.
Debajo de ellos habitan los autodenominados “negrones del tercero”, un piquete variopinto conformado por cuatro deportistas, su entrenador y una de la cuadra que ellos custodian celosamente. Allí dentro la rudeza se confunde con la ternura, y el lenguaje barriotero lo marca todo con sus giros pintorescos.
Un día, a la hora de la comida, uno de los negrones decidió prescindir de su reglamentario refresquito Coral. A todos nos extrañó. El apetito de aquellos hombres era voraz y, el líquido amarillo, un producto codiciado. “Dáselo al chama, que lo necesita más” y su mirada nos guió hasta un pequeño que se veía por la ventana. Un recién llegado de solo tres años que, con adorables y torpes movimientos infantiles, se comunicaba con una de las voluntarias.
Como llegaron a la hora de la comida, ni su ración ni la de su papá estaban planificadas. Seguramente después de varias gestiones les conseguirían algo, pero aquel Coral era casi un arrecife, era el mar, era “un salve” tremendo.
Aquí el detalle, el gesto sutil de gratitud lo es todo. Resulta tan potente y sugestionador que un solo gracias borra malas noches, sacrificios múltiples, lejanías e incomprensiones. Ni una gota de agradecimiento se desaprovecha en estos días, es nuestro combustible.
En este momento recuerdo a Anselmo, alma nocturna con dientes fileteados de oro, gerente de un bar, inquilino del 206, que saltó de alegría al saber del alta. Se deshizo en agradecimientos y telefoneó a su mujer. Allí, donde estaban todos reunidos esperando la guagua salvadora que los llevaría de vuelta a casa, le dijo a su compañera: “Mimi, ya me la tomé. No quiero pollo ni flan, voy pa’rriba del lío”.
Él siempre lleva sus viagras a dónde quiera que vaya. “Para ahorrar tiempo”, asegura. Susana bailaba a pocos metros, movía su cintura añeja al ritmo de su grito triunfal de: “¡Aquí hay negra pa’ rato!”. Conrado fue parco en palabras, sus ojos lo decían todo. Los negrones hicieron un grupo de WhatsApp, mantener el contacto fue su manera de decir gracias.
Fotos, lágrimas, números intercambiados, pero Nelson fue definitivamente el más conmovedor, con una elocuencia divorciada de su taciturna cara de albañil habanero soltó a quemarropa: “Chama, quítate el nasobuco, necesito verte la cara”, lo imperativo de su tono sonaba como a amenaza, pero la lágrima traicionera que se le fugó por la mejilla aclaraba la situación. Ese fue el inicio de un discurso improvisado que dejó a todos llorando y con el convencimiento inapelable de haber tomado la decisión correcta al venir.
Ahora, en estos días de ansiedad y tiempo desbordante que trae el periodo de aislamiento, cada uno hace su cálculo, su balance. Ya todos nos conocemos, la conexión ahora es más fuerte. Han sido dos Pánfilos, tres Neuronas Intranquilas, casi terminamos al Otro Lado del Paraíso pero se nos resistió, hay tramas que amenazan con ser infinitas, solo la paciencia y la convicción de que terminarán pueden llevarte hasta el final.
A fuerza de tanto debatir ya sabemos el punto de vista de cada uno en casi todo: poca o mucha pasta en el cepillo, por fin que se puedan casar o no, relaciones tóxicas o medicinales. Las polémicas se alargan por horas, la pelea se encarniza. Ahora que no hay pacientes que atender se extiende hasta la madrugada. Pero eso sí, los disensos más feroces, las diferencias insalvables se aclaran en un punto, ese donde emerge el acuerdo tácito, la certeza colectiva de que volveremos siempre que nos necesiten.