En el Hospital Provincial de Rehabilitación Faustino Pérez, a Yerik lo consintieron como al niño de todos.
Fue el último de los cocuyos; por lo menos aquel ya había saltado varias veces encima de la cama y todavía encandilaba con el verde de sus luces al zarandearle el pomo donde habitaba. Pero cuando en la mañana la doctora le anunció: “Estás de alta, ya te puedes ir a casa”, a Yerik Luis Martínez Manso —el niño de apenas cinco años y el primer pequeño espirituano con COVID-19 atendido en la provincia— los ojos negros se le alumbraron más que los del cocuyo.
En 2 minutos acomodó los pocos juguetes dentro del bolso de la mamá, se cambió de ropa y dejó el almuerzo servido. Antes de posar para la foto aquella donde luce la más feliz de las sonrisas junto a las doctoras cerradas de verde hasta el pelo, sacó al cocuyo del pomo —el cómplice de algunos días— y lo puso en la ventana para que saliera volando.
Afuera él también, cuando volvió a poner un pie en su casa en la calle Nieves Morejón, en Cabaiguán, corrió por todos lados: desde la sala hasta la cocina y le gritó desde el portal a Geily, la amiga de siempre.
Habían pasado 35 días desde que saliera de allí de la mano de mamá y con los juguetes que lo salvaron del aburrimiento; pero durante ese mes y tanto el niño cabaiguanense creció: aprendió a tomarse las pastillas sin chistar, a respirar debajo del nasobuco, a estar encima de una cama solo con la madre, a conocer a las doctoras por la voz y por los ojos que se les descubrían debajo de las gafas plásticas.
Él es muy hiperactivo, no se está tranquilo un segundo pero se portó como un hombrecito, comenta Darlin, su mamá.
A lo único que no pudo imponerse fue a los pinchazos un día sí y otro no con los que le administraban el Interferón para tratar la COVID-19 que padeció.
No sabe que enfermó —o no quiere saber—, acaso porque jamás tosió ni le dolió la garganta ni sospechó siquiera que aquel cubículo que fue su cuarto de juego era el de una sala de hospital. Yerik solo estaba allí, decía, “para que no nos dé el virus ese, mamá; por eso hay que lavarse las manos y ponerse el tapaboca”. Nadie lo desmintió ni Darlin Manso Cabrera, su madre: “Él no supo lo que tuvo y yo tampoco le dije”, confiesa.
Pero ahora en su hogar la inocencia también le ha ido secando hasta el llanto de los malos recuerdos.
UN DIAGNÓSTICO INESPERADO
En la familia fueron su tío y la esposa los primeros positivos a la COVID-19; luego confirmaron a la abuela paterna. Cuando el resultado familiar propagaba las zozobras ya Yasiel Martínez, el padre de Yerik, estaba en aislamiento en el Centro Mixto Beremundo Paz, en Cabaiguán, y Yerik y su madre, en la Escuela Pedagógica Vladislav Volkov.
El hisopado nasofaríngeo de aquella mañana confirmaría más tarde muchos otros desvelos. “No me lo esperaba —dice Darlin—. Nunca tuvo síntomas de nada, además el primito de él —el hijo de su tío, mi cuñado— dio negativo y yo me confié con eso. Cuando me dijeron que era positivo eso fue para qué. Él fue el único; yo que dormía con él, comía en su mismo plato, se me tiraba para arriba, me besaba…, no me contagié, ni su papá”.
Y la ambulancia los conducía entonces hacia otro itinerario: el Hospital Provincial de Rehabilitación Faustino Pérez. En aquel cubículo eran solo él y la mamá y el peluche azul y los carritos y los pocos juguetes que echó a regañadientes en el bolso materno ante la primera salida de casa.
Yerik sin saberlo estrenaba aquella sala de la instalación hospitalaria habilitada para la atención a los pacientes en edad pediátrica: era el primer niño espirituano con COVID-19 que se atendía en la provincia. Comenzaba otra historia: la de las pastillas amarguísimas y necesarias como la Kaletra y la Cloroquina; la de aguantarlo entre tres cuando tocaba el Interferón; la de los médicos auscultándolo cada cuatro horas; la de los videos para intentar tranquilizar a papá que ya estaba en casa; la de disfrazar de juego las 24 horas de todos los días.
“Uno siempre tiene el susto —revela Darlin— y más me preocupaba porque es alérgico y le ha dado hasta falta de aire a causa de la alergia. Pero nunca tuvo nada, solo cuando le ponían el Interferón le daba fiebre de 38 grados, pero con Dipirona enseguida se le bajaba.
“Él es muy hiperactivo, no se está tranquilo un segundo pero se portó como un hombrecito. No se quitaba el nasobuco, por las noches me decía: ‘Ya empezó la película’ y yo le decía: ¿Qué película Yerik?. ‘Mamá, la de las lagartijas’, respondía. Eran unas lagartijas que andaban por el techo y en eso se pasaba un rato, mirándolas. Se entretenía con los juguetes que echó y a los días me pusieron un televisor y me dejaron pasar una laptop de la casa donde veía los muñequitos”.
Fue el hijo de muchos: el de las pediatras jóvenes que aún no son madres; el de las pantristas; el de las enfermeras… Lo consintieron como al niño de todos.
“Un día me dejó de comer y me preocupé, porque los medicamentos son muy fuertes. Se lo comenté a las doctoras y me dijeron que iban a hablar y, a partir de entonces, no le faltaba el huevo hervido que tanto le gusta en el almuerzo ni su preferido pan con aceite en las meriendas.
“Ellos estaban pendientes de todo; me llevaban el pomo de agua antes de que se me acabara y juguitos para que él tomara; una atención buenísima, yo no tengo quejas ni de los médicos ni del otro personal”.
Fue un bálsamo para su hijo y para ella que, madre al fin, soportaba todo calladamente: las reacciones del Interferón, las preocupaciones que despiertan una y otra vez, las preguntas que con el paso de los días comenzaban a repetirse más: “¿Mamá, cuándo nos vamos para la casa?”.
EL AMOR QUE CONTAGIA
Dieciséis días estuvo ingresado Yerik; Nany, también, a su lado. El de Nany —Eridanis Rodríguez Pérez, como se nombra solo en el Carné de Identidad— fue un ingreso únicamente para cuidarlo. Era una de las pediatras a cargo de la asistencia de Yerik , como los otros doctores, no se le despegó hasta el día aquel en que le dio el alta.
Lo asumió sin titubeos desde que le dijeron que debía cambiar de trabajo: del servicio de Urgencias del Hospital Pediátrico Provincial José Martí Pérez al Hospital Provincial de Rehabilitación. Y lo único que le preocupó entonces fue cómo ganarse al pequeño que al principio apenas hablaba al verlos forrados de verde; fue un reto y para eso, tal vez, buscó aliados insospechados.
“No sé cuántos cocuyos le alcanzamos y murieron en la batalla. Primero fue muy difícil, porque el pediatra siempre intenta que el niño te vea como un amigo, que se conecte contigo, que logre la empatía y ahí solo podíamos tocarlo lo necesario; además, estábamos con los gorros, guantes, nasobucos, sobrebatas… Después ya nos conocía por las voces, jugaba con nosotros, se tapaba los ojos cuando llegábamos”.
“Yerik nunca tuvo nada, ni tos ni dificultad respiratoria ni tan siquiera sé cómo resistió el Interferón porque es terrible —es buenísimo que a los niños casi no les den reacciones adversas—. Él es un niño maravilloso, se portó divino. Yo lo que estaba era loca por darle una mordida en el cachete, pero había que mantener la distancia por él y por nosotros”.
Se acercaron más únicamente aquel día de la foto, cuando el resultado de la PCR fue negativo y egresaban todos: el pequeño y los doctores. Era una victoria, como mismo lo posteaba Nany entonces en su perfil de Facebook.
Ahora en casa, luego de los 14 días de aislamiento, Nany aún se emociona cuando recuerda la riesgosa experiencia: “Ha sido lo que más me ha marcado en mi carrera hasta el momento. Al inicio sientes miedo, pero después lo único que importa es que ellos estén bien. A mí me encantan los niños”.
A Yerik le sigue acompañando aquella voz que descubrió por debajo del nasobuco: casi todos los días habla con Nany; antes su doctora, ahora su amiga. En su hogar de Cabaiguán la vida es otra, aunque apenas lo intuya: hay olor a cloro por todos lados, nadie viene a visitar y los juegos con Geily son a distancia: ella en su portal y Yerik en el suyo.
Y ahora hay un cocuyo casi siempre revoloteando dentro de un pomo, alumbrando sin querer las nostalgias.
(Tomado del periódico Escambray)