Otro era el plan para esta entrega, pero la columna impone rumbos, y en el primer artículo el columnista anticipó “una rotunda expresión de gratitud para quienes contribuyan a mantener vivo este espacio”. Por ello atiende gustosamente hoy una discrepancia de lujo: la de Antonio Rodríguez Salvador, informado y cordial, con lo que el “Fiel 26” valoró fundadamente como uso erróneo de defenestrar, y que el fraterno lector, hombre de letras, avala en nombre del sentido figurado.
Al responder su comentario, el articulista le sugirió leer el texto aludido, que le había hecho notar otro lector con quien es un premio contar, Cecilio Tieles Ferrer, eminente músico e investigador. El columnista había optado por no emplear la cita textual, y ahora lo hace para que todo esté más claro: “la cúpula estadounidense no pierde ocasión para defenestrar contra la Isla”. Respetando la gramática, y en ella el carácter transitivo del verbo defenestrar, metafóricamente cabría decir que aquella cúpula “no pierde ocasión para intentar defenestrar a Cuba”, no “contra Cuba”. Intentarlo, porque acabar con ella, “lanzarla por la ventana”, no ha podido: Cuba hace y hará todo para impedirlo. El imperio miente sin tregua contra ella, la denuesta, la injuria; pero no la defenestra.
En el lenguaje traslaticio podrían suponerse válidas todas las libertades; pero, dejado a la deriva, propicia recordar al sastre experimentado, y solícito, que anotaba todo cuanto un cliente le pedía para la confección de una chaqueta que aspiraba a lucir en una ceremonia de etiqueta: una manga más larga que otra, solapas de distintos colores con varios ojales en cada una, un bolsillo de plastrón y otro embutido, más largo de un lado el faldón… A todo el complaciente sastre respondía: “Puede ser, puede ser”, hasta que no aguantó más y soltó: “Pues puede ser un espanto”. No habrá dicho “espanto”, sino otro vocablo, malsonante en una columna dedicada al buen uso del idioma.
Cada quien empleará las palabras como prefiera o sepa, o crea que está bien hacerlo; pero debe proponerse no acabar siendo menos comprensible que aceptable la chaqueta de marras. El “lanzar por la ventana” de la historia de castigos aplicados contra altos cargos, de la cual literalmente viene defenestrar —del latín de (o desde), y fenestra (ventana)— no parece tener mucho que ver con el metafórico “lanzar o tirar la casa por la ventana”, mostrarla hacia el exterior en gesto de alarde o satisfacción, no destruirla.
La acción de sobar, que se hace pasando la mano, no es la misma en la guaracha que propone: “Deja que Roberto te pase la mano”, que en “pasar la mano” con el sentido de perdonar o mimar, o en “pasar la mano” como equivalente de dar un piñazo, y algunos lo habrán recibido por pasarle la mano a alguien por donde no debían. Más ejemplos habrá; pero sobe cada quien el lenguaje a su gusto. Ya se verá si “cura un empacho” o “provoca una peritonitis”.
No siempre las metáforas son atemporales, aplicables en cualquier circunstancia. Una vez, en el miniensayo “¡Qué puntería!” —reproducido en su libro Más que lenguaje, con dos ediciones y nacido de una columna en Juventud Rebelde—, el autor escribió, ¡no se precipiten a juzgarlo, por favor!, “contra José Martí”. Lo hizo movido por una petición de un buen compañero de trabajo: que le diera datos para ayudar a su hijo, un muchacho, a cumplir una tarea indicada por el maestro.
El adolescente debía explicar las líneas de “Nuestra América” donde Martí, en franco rechazo, llama “sietemesinos” u “hombres de siete meses” a quienes les faltara el valor o la fe en su tierra. ¿El maestro, llamado a educar, querría que el alumnado calara en las implicaciones de la imagen citada, o que reprobara al Maestro? ¿Habría percibido él mismo, como para explicarla en el aula, la connotación de una metáfora asociable con el lenguaje mecanicista del positivismo —corriente que el propio Martí impugnó—, y que identifica supuestos defectos físicos con insuficiencias de índole moral?
Si en aquella aula había algún niño o niña que hubiera nacido tras solo siete meses de gestación, ¿cómo se habría sentido? De un texto tan extraordinario como “Nuestra América”, ¿por qué escoger precisamente esa parte para que la analizara un alumnado que no tenía por qué entender el contexto de época y cultural por el que Martí usó una imagen que podemos considerar distante de las más felices suyas, que son tantas? ¿Se proponía el maestro explicar todo eso? Cada quien tendrá su criterio: el columnista puede expresar solamente el propio.
El lenguaje en general, y las palabras en particular, además de significado, origen, grafía y música tienen “sabor”, como se apuntó en otro artículo. No en vano el español atesora tres vocablos para referirse a quien dirige: el más orgánico del idioma es dirigente, pero —de momento no indaguemos por qué— se percibe o ya resulta gris para designar a personas a quienes se prefiere llamar líderes, españolización del vocablo inglés leader. No todas las personas que dirigen son líderes o lideresas, aunque se les llame de ese modo y a sí mismas se tengan por tales.
Esa es una condición o un estadio —¡no estadío!— que se alcanza con capacidad, más que para mandar a los demás, para influir en ellos y guiarlos, y eso no se alcanza por decreto ni por la magia de una nómina laboral o un calificador de cargo. No basta dirigir una institución u organización para merecer plenamente el título de líder. En lo gremial o laboral, líderes indiscutibles han sido, por ejemplo, Jesús Menéndez —especialmente en el sector azucarero— y Lázaro Peña, quien sigue siendo una insignia de la Central de Trabajadores de Cuba, de tal modo que su cargo de secretario general, por importante que fuese, pudiera recordarse más bien como una contingencia.
Se ha de tener muy clara esa idea a la hora de aplicar rótulos. Hay palabras que merecen cuidarse, para que no se desgasten. Eso debería ser fácil entenderlo en Cuba, donde la condición de líder, bien ganada, se asocia por antonomasia a Fidel Castro. Y tampoco es cuestión de echarle encima a nadie una carga que pudiera aplastarlo, o aplastarla.
Para último se deja otro equivalente literal de dirigente y de líder. Es el menos familiar, y viene, como el segundo, de otro idioma, del alemán en su caso: Führer, que, de respetar su origen, se debe iniciar con mayúscula, como todos los nombres en esa lengua, sean propios o comunes. Con ese término se traducen dirigente y leader al alemán, trátese de quien se trate, aunque en ocasiones se evite hacerlo, por las implicaciones y la resonancia histórica que arrastra.
Hitler era llamado, y se consideraba a sí mismo, Der Führer. Como der equivale al artículo el del español, le da peso de antonomasia al nombre, y Hitler resultaba ser El Dirigente o Líder por excelencia, si no único, o, atendiendo a la aureola mística y cesárea de que lo rodeó la ideología nazi y el cultivó con pasión severa, El Guía: hasta por el saludo ritual Heil, Hitler! o ¡Salve, Hitler! Así y todo sus huesos temblarán de miedo a que otro personaje —el patán Donald, sin su historial bélico en sentido estricto, pero de ancestros alemanes, dicho sea de paso— opaque su jerarquía de Führer fascista.
Con ese vocablo alemán, pero en diminutivo españolizado, fuhrercito, lapidó Fidel Castro al fascista hispano José María Aznar, de tanta afinidad con el monstruo a quien Charles Chaplin bautizó como El Gran Dictador. Solo que, en términos hegelianos pasados por Marx, Hitler sería una tragedia, y Aznar un sainete, una zarzuelilla patética.
Saludos, doctor.
Quiero agradecer su trabajo por darnos la posibilidad de conocer nuestro idioma a través de esta magnífica sección, que sigo regularmente.
A menudo, leo formas como “El país, está enfrascado en … “. ¿Es correcto separar con una coma (,) el sujeto del predicado, aunque al hablar se haga en ese punto una pausa, quizás para enfatizar?
Agradeciendo su atención, respetuosamente le saludo.