“Puesto que el cubano hace a su Patria la ofrenda de su
vida, hágala bien, y dele la vida de modo que le sirva, por
el orden de sus servicios, en vez de serle inútil o dañar,
por su desorden y torpeza en el instante de defenderla”.
José Martí.
El nuevo coronavirus es la noticia que tiene en jaque al mundo. En las pantallas de la tele, del celular, en periódicos; al decir de Orson Wells, “gran pantalla de la radio”, no hay otro titular.
La COVID-19 ha cobrado miles y miles de vidas, y prácticamente nadie sabe cuándo se detendrá la pandemia.
El planeta ya estaba está en crisis, pero ahora pocos imaginan cómo será denominada la actual calamidad que viven sus habitantes.
Una mañana comenzó la alarma en los diarios: empresas quebradas, aerolíneas, bancos, desempleados, hambrientos, colas de enfermos sin seguro social, de familias sin hogar, colas de sueños rotos, y un montón de cadáveres sin digna sepultura.
Qué difícil se nos ha vuelto la vida a todos, absolutamente todos. La pandemia provocada por el nuevo coronavirus corrobora que el ser humano pertenece a una misma especie, nadie está por encima de nadie: ricos, pobres, todas las razas han visto de cerca el rostro de la muerte.
En este escenario tan complejo, lleno de peligros, están los periodistas, profesionales que en buena medida exponen y arriesgan sus vidas para llevar la información oportuna y veraz a las personas.
Desde las aulas de la universidad aprendimos del llamado periodismo de guerra, de desastres, del riesgo que conlleva y de la actitud temeraria para asumirlo.
Al egresar cuatro de mis amigos cumplieron lo aprendido en tierras lejanas. Hasta Etiopía llegaron, Froilán, Martha, Nieves y Pelayo.
En sus mentes y almas tenían aquella figura del periodista, ese personaje cuya imagen se nos presentaba con una mochila al hombro y muchas ganas de contar historias. Y lo hicieron muy bien, bajo el fragor de la batalla. No tuve esa posibilidad, pero me quedé aquí en otras batallas del país.
En el largo ejercicio de la profesión he escrito de todo, y asistido y reportado situaciones extremas, pero nunca había visto a mis colegas del país hacerlo bajo el peligro que entraña la actual situación de emergencia global.
Ellos salen a las calles para contarnos las historias de aquellas voluntarias que se suman a la confección y distribución gratuita de nasobucos, informarnos de las medidas aquí y allá, de cómo deben comportarse los ciudadanos ante este adverso panorama.
Exponen la labor humanitaria del personal de la salud cubano, allí donde amenaza, con fuerza desbocada, el mortal virus. Y más reciente se suma el aplauso colectivo a su hazaña, a la hora del Cañonazo.
Con mucha sagacidad y rapidez veo los reporteros que hemos preparado en Mayabeque, vivir esa realidad para luego escribir.
Ponen a un lado sus miedos y andan y desandan caminos y veredas, aprenden a saber, en contacto con la gente.
Oír, preguntar, copiar, reportar. Con esa dosis de entrega, de apropiación de la realidad asumiéndola con los jugos de la vida.
Y es que ser periodista es una condición que implica práctica, mucho trabajo y, sobre todo, una alta dosis de vocación. Influyen la pasión y el amor. Eso lo han demostrado nuestros colegas a todo lo largo del país.
Kapuscinski, que se ha vuelto imprescindible, ha dicho que “el periodismo no es solamente una profesión, sino también una manera de vivir y de pensar”. Y para el argentino Tomás Eloy Martínez -lamentablemente menos conocido entre nosotros- el compromiso del periodista con la palabra es “a tiempo completo, a vida completa”.
García Márquez, y no sobra citarlo, ha dicho que se equivocan los que niegan que el periodista es un artista.
Un oficio difícil, obligado a muchas renuncias y abocado a muchas satisfacciones.