Ilustración: Ary Vincench
Muchos internautas quizás muestren desacuerdo con esta imagen: Internet por momentos me obliga a pensar en la similitud que guarda con un tiro al blanco. No fue, de seguro, la intención de cuantos lo inventaron y reglamentaron. Ni tampoco la mayoría de los internautas, que agradecen un medio tan presto para comunicar y difundir, podrán convalidar mi comparación.
Y comprendo que en su mayor parte, mi imagen yerra: Internet no es, no debe ser, una escopeta con la que se pueda disparar, agazapado como un franco tirador, a cualquier sombra, a cualquier palabra, a cualquier nombre, a cualquier juicio ajenos. Y empleo el verbo disparar con el sentido de insultar, vejar desde la impunidad a este o a cualquier internauta. ¿La razón? Ah, fatua: Ese expreso en un post una opinión que defiende a esta o aquella idea, que no comparto; o elogió a este o aquel libro o cuadro que detesto, o a este o aquel personaje que me cae como un trago de salfumán. Y así, así hasta lo inacabable, que para elucubrar y efectuar el daño no suelen aparecer linderos en mentalidades afectas a disfrutar con cada tiro a la garza o al ruiseñor de sus odios personales, o ideológicos, que la ideología influye también en concebir y echar al ciberespacio tanta diatriba.
Parece cierto. Quien navega o nada en Internet y convierte fragmentos de su infinitud en aguas pútridas, para, como el caimán, simular que es un tronco, es decir, un tronco de incapacidad y cobardía, es indigno de usar este medio. E indigno sobre todo, si por algún libro, algún ensayo, algún artículo reciben el tratamiento de intelectual, o profesor, o crítico. Notemos, de paso, cómo se prodigan en nuestra patria tantos títulos, tantos valores, tanto relumbre que, a fin de cuentas, componen baratijas, como las del buhonero que alguna vez mencionó García Márquez en una de sus novelas.
Algunos críticos, incluso seudo historiadores o simulados ensayistas curvean entre nosotros amparados bajo el polvo de la doblez. Y digo polvo para estar en consonancia con la alquimia medieval, ya que de truculencias estamos escribiendo.
Así van los hechos. Y confirmando desde mi discreta rendija sin cortinas tan irrespetuosa y estólida felonía en nuestras redes, me percato de que cultura o ciencia que no transforme éticamente a quien distingue, o dice distinguirse por ella, nos muestra un remedo, más bien un fraude de lo veraz o legítimo.
Según mi experiencia, ahora el insulto, la maledicencia y otros afines han ganado la papeleta para integrar un coro de brujos o brujas. En una época de la cual pocos se acuerdan, pero transcurrió antes de la era de Internet, pasaba igual. Recuerdo que en mi niñez, hablábamos de la gatita de María Ramos, que tiraba la piedra y escondía la mano. Ahora la gatita no esconde la mano, ni tira piedras: lanza insultos, calumnias. En mis tiempos más jóvenes, época en que yo pretendía escribir crítica literaria en un periódico, rocé la chapucería de algunos pretensos divos de las letras, y de respuesta tiraron en cartas esos mismos insultos que hoy otros y otras colegas reciben desde disparaderos automatizados o digitalizados. Yo no respondía. Porque a fin de cuentas las direcciones eran falsas. Y seguía en lo mío.
Ahora el seudónimo es lo más común en los vidrios de Internet. Y cuando lleva el nombre verdadero, si averiguas dónde se halla el “guapo”, pues te informan que por allá, lejos, lejos…
Y qué hacer. Defender la decencia que la ética del periodismo y la literatura exigen. ¿Queremos debatir una opinión, una pregunta que nos parece capciosa? ¿O discutir el disparate sobre si el verdadero descubridor de las tierras iniciales de nuestro continente no fue Colón, sino el vigía, cuyos ojos gritaron primero que ningún otro: ¡Tierra!? Pues a polemizar salvaguardando el decoro y el respeto.
¿Y si el insulto fuese excesivamente grosero, injusto, y firmado por nombre propio? Pues a los tribunales. Es momento ya de que se legisle sobre el obligatorio uso decente, ético de las ventajas de Internet. O se aplique lo que nuestros códigos prescriben sobre ofensas públicas. Ya la época de los duelos es una imagen del cine ode las telenovelas. Ahora necesitamos de la justicia. Y si la justicia no interviene porque nada se ha legislado. Pues a legislar. Es siempre preferible enjuiciar a un buscabulla que enrarece el ámbito de trabajo del pensamiento intelectual que admitir haber frustrado la conquista de ser mejores.
¡Ah, caray! Qué trabajo les cuesta a algunos practicar la ética. Esa ética que existe para trocar el desorden en orden.