Hay tanta luz dorada en estas tardes de marzo, tanto azul en el cielo, tanta claridad lujuriosa en los atardeceres que cuesta trabajo creer que la ínsula y sus isleños estén en peligro.
Pero lo están, como todo el planeta. No me consuelan las estadísticas que minimizan las muertes causadas por el nuevo coronavirus, pero me horroriza que no se toman en cuenta las acaecidas diariamente por hambre o enfermedades evitables, o por lanzarse al mar huyendo de bombardeos y metrallas, o por caminar kilómetros en busca de un bienestar para el que está decretado cierre por el famoso uno por ciento enriquecido.
La COVID-19 ha puesto en escandalosa evidencia la verdadera enfermedad del mundo, la falta de humanidad que convierte la salud en asunto de mercado y las curas posibles en meras mercancías.
Debe ser porque soy fervierte militante de aquel verso: la muerte de cualquier ser humano me disminuye porque soy parte de la humanidad, de un poeta inglés, John Donne, al que no se puede acusar de comunista.
No puedo evitar el duelo por chinos, italianos o estadounidenses, cualquier terrícola, que sucumba a la epidemia, mientras ruego a las cubanas y cubanos que eviten ese dolor para el país cuidándose, cada una, cada uno, como primera fórmula para evitar una tragedia nacional.
Cuba, en condiciones completamente adversas, hace esfuerzos extraordinarios para enfrentar la pandemia y sostener las bases económicas para la sobrevivencia, y brinda ayuda a otros en todo lo que puede, como establecen los principios cristianos, humanos, y será bendecida con la gratitud que merece.
No podemos por eso permitir que actitudes irresponsables contribuyan a que el virus se multiplique. Cuidarse es cuidar a Cuba y asegurar el disfrute de esas claridades que despejan las peores sombras.
(Tomado del Facebook de la autora)