En esa guerra interna no reconocida ni declarada en EE. UU., las víctimas inocentes merecen más que unas lágrimas… Por eso, parodiando al poeta inglés John Donne en su poema For Whom the Bell Tolls, no nos preguntemos por quienes -ayer, hoy y mañana- doblan las campanas, ellas, sin duda alguna, doblan por cada uno de nosotros. For Whom the Bell Tolls
Tal parece que los últimos asesinatos ocurridos en Estados Unidos Unidos, calificables algunos de ellos como verdaderas matanzas, han tocado las fibras más sensibles y lo más recóndito de los sentimientos del presidente Barack Obama.
Sus reiterados llamados al Congreso para que se adopten las medidas correspondientes para la regulación y un mejor control sobre las ventas y posesión de armas, han encontrado oídos sordos, rechazo y defensa a ultranza del supuesto “derecho” irrestricto a la posesión de armas, como si la realidad que vive el país no fuera un argumento apabullante en sentido contrario y como si el derecho a la vida de los miles de ciudadanos inocentes que son víctimas cada año a consecuencia de las armas, no estuviera por encima, como derecho fundamental y primario entre el conjunto de los derechos humanos que se afirma tanto defender por los líderes de ese país, de un derecho adquirido constitucionalmente siglos atrás, cuando la población era de 2.5 millones de habitantes en las 13 colonias, y las circunstancias y propósitos de entonces recogidos en la Constitución de 1789, están lejos de merecer una vigencia absoluta en los tiempos actuales.
Y es que las víctimas inocentes por armas de fuego, unos 30 mil cada año, merecen muchos más que unas lágrimas, puesto que esas muertes violentas son consecuencia de una política irracional sobre la tenencia de armas, que determina que casi la mitad de la población de unos 309 millones de habitantes, las posean, y que, para peor resultado, el número de armas en manos de la misma supere al de la población total. De ahí que sea plausible el ejercicio de sus facultades por parte del presidente Obama para hacer algo dentro de lo posible, decretando una serie de medidas integrales para afrontar la situación actual, a la vez que reitera su llamado al Congreso en términos de denuncia de las mentiras y paralización presentes en el poder legislativo.
Además, vaya Ud. a saber cuantos miles y miles de personas acumulan en sus casas verdaderos arsenales de armas de todos los calibres, y decenas o cientos de ellas se descargan, por una razón u otra, e incluso sin razón alguna, sobre esas miles de víctimas en el lugar más insospechado. Las víctimas puede ser cualquiera, desde una persona común hasta una congresista y un agente policíaco, y, por supuesto, los niños a los que se refería Obama. No se está seguro en parte alguna, pues el hecho sangriento puede ocurrir en una instalación militar, una escuela, un mercado, una vivienda, una calle o avenida, etc.
Esas matanzas espeluznantes conforman, por sus resultados mortíferos para la población del país, su frecuencia y su cuantía, una guerra interna – acéptese o no el hecho, se reconozca y declare o no tal estado- que desangra y enluta al pueblo estadounidense en un grado mayor que la peor epidemia biológica que se conozca, e incluso, mayor que las pérdidas tenidas en los últimos conflictos armados en que han participado las tropas estadounidenses.
En los Estados Unidos, donde el sistema de vigilancia y los controles de seguridad nacional son tan estrictos, no se ha podido evitar este escalamiento de la violencia asesina. Y si a ello se añaden los actos de asesinatos cometidos por las autoridades policíacas, y cuyas víctimas son fundamentalmente de la raza negra, e incluye hasta niños, entonces el panorama cobra matices más graves. No se puede afirmar ni negar que detrás de estos “gatillos alegres” contra víctimas de la raza negra, podría esconderse una conjura individual o gremial de naturaleza racista, y una manera de enviar un mensaje al propio presidente Obama. ¿Cómo pensarán, y cómo comentarán sobre los ciudadanos negros y sobre el presidente de igual raza, aquellas autoridades que actúan tan expeditamente y disparan tan fácilmente o matan con golpizas a quienes arrestan? ¿Acaso se podrá afirmar que las células del Ku-Klux-Klan han desaparecido del escenario social, y que no existen simpatizantes y adeptos aislados que profesan esa ideología de la superioridad blanca?
Existen hechos de discriminación en torno a este asunto que han sido reconocidos por la Fiscal General y el mismo presidente Obama y, además, esas manifestaciones han sido denunciadas ante los tribunales de justicia por organizaciones de derechos civiles y los propios familiares de las víctimas, que en la mayoría de los casos decretan la impunidad.
Ahora bien, si tenemos en cuenta los perfiles de los victimarios, desde alienados hasta resentidos, desde torvos asesinos hasta niños imitando los juegos o las películas de violencia extrema que les impone el mercado social, o simplemente los sucesos accidentales, podemos arribar a conclusiones sobre la gravedad de los hechos que analizamos.
Nadie quiere que el pueblo estadounidense tenga que pagar un precio que lo obligue, y también a sus autoridades a todos los niveles, a recapacitar, a entrar en razones y a reconsiderar la política existente hasta estos momentos. Si consideramos la composición de la población del país, y el potencial peligroso natural en posesión de tantas armas para matar, ¿qué pasaría si pocos o muchos conjurados antisistema, se lanzaran a cometer barbaries organizadamente, como ocurre en otras partes, y decidieran implantar el terrorismo enajenador en el seno de la sociedad estadounidense? ¿No es acaso el 11 de septiembre un indicio fehaciente de la gravedad que pudieran alcanzar las acciones criminales de presentes o futuros conjurados, que tienen a su favor el hecho de que no les es difícil agenciarse las armas, pues las tienen en su poder y sin control en forma ilimitada?
En este contexto de posible lucha contra el terrorismo, nadie puede entender ni entenderá en el futuro la inmoralidad y ceguera que significan el apoyo que los gobiernos y autoridades de Estados Unidos, expresado en indulto y permiso de refugio en dicho territorio, han brindado a terroristas como Orlando Bosh y Luis Posada Carriles, autores confesos del sabotaje que provocó el derribo al mar de un avión cubano en pleno vuelo, con el saldo de 73 muertos que eran ciudadanos de varios países.
Las víctimas que meses tras meses caen muertas o heridas en Estados Unidos, merecen solidaridad, y ante la tragedia mortal o la tragedia de las lesiones físicas y los traumas psicológicos, se impone un análisis de todos los porqués que están presentes en los hechos y la aplicación consecuente de los remedios definitivos para tales males sociales.
La insania homicida y francamente terrorista que está presente tanto en Estados Unidos como en otras partes del mundo, que tienen sus causas específicas y que se expresan con los diversos métodos, las variadas manifestaciones circunstanciales y los signos evidentes de crueldad extrema, nos lleva a concluir, parodiando al poeta inglés John Donne (1571-1621) en su poema For Whom the Bell Tolls, que no nos preguntemos por quienes -ayer, hoy y mañana- doblan las campanas, ellas, sin duda alguna, doblan por cada uno de nosotros. For Whom the Bell Tolls