Cuando a principios del mes de julio el Primer Ministro de la Unión Soviética izo la declaración de que su país saldría en ayuda de Cuba con sus cohetes dirigidos en el caso de que sufriera una agresión de los Estados Unidos, las luces del Departamento de Estado estuvieron encendidas todas la noche y los canales de comunicación con las Embajadas Norteamericanas en la América Latina no permanecieron ociosos un solo minuto. Los técnicos de Washington estimaron que era el momento de lanzar la definitiva ofensiva diplomática contra el Gobierno Revolucionario y se impartieron las órdenes oportunas para convocar a una Conferencia de Cancilleres.
El 13 de julio, y con la firma del Embajador Representante del Perú en el Consejo de la Organización de Estados Americanos, se materializó la demanda. La maquinaria del Órgano de Consulta inició su marcha. Los regímenes latinoamericanos – que previamente habían conseguido los consiguientes despojos de la cuota azucarera cubanas- se alinearon junto a la consigna de Washington y forzaron la ruta que los llevaría a la ciudad de San José. Sin embargo, toándoles el pulso a las reacciones populares cuidaron de enmascarar los propósitos de la reunión con enunciados abstractos.
Obligados a definirse por la Cancillería del Potomac pretendieron, primero, asegurarse un escenario marginado del calor entusiasta y militante de la opinión pública latinoamericana. Querían actuar como verdugos sin espectadores directos, y bien protegidos. De ahí que inventaran la internacionalización de la sede de la Unión Panamericana para poder celebrar la Asamblea en la capital de la Unión. Hasta llegaron a elaborar un artículo para el Reglamento expresando que el Secretario General de la OEA era el anfitrión. Se nos dijo que en ese caso no tendría que ser presidente del evento, necesariamente, el Secretario de Estados de los Estados Unidos, pues aunque la junta se efectuara en territorio de ese país y la tradición imponía que el Canciller de la nación cede ocupara la rectoría de la asamblea en este caso se consideraba que no se trata de los Estados Unidos sino del edificio de la calle 17 de Washington.
Por supuesto, la delegación cubana rechazó la burda maniobra. Ni siquiera se le quería ofrecer a Cuba la oportunidad de defenderse en una zona neutral. La guillotina, “made in USA”, debía funcionar en el propio lugar donde estaba fabricada.
Luego de intentar la designación del territorio ocupado de Puerto Rico y fracasar otra vez ante la negativa cubana, se arregló que el lugar fuera Costa Rica. Hubo un concierto para que ningún país ofreciera su capital y antes de que Costa Rica fuera aceptada oficialmente ya los agentes del Gobierno del general Eisenhower habían invadido la bella y Iimpia Ciudad “tica” preparando la campana neumática que rodearía el Teatro Nacional durante los quince días que duró la permanencia de las delegaciones allí.
El cordón militar en toda la ciudad, Ia vigilancia en el Hotel Costa Rica, lugar señalado para hospedar las delegaciones; la estricta distribución de las tarjetas para poder tener acceso al teatro, el alquiler de páginas en casi todos los periódicos, quedó en manos de los agentes norteamericanos.
Fue una operación llevada a cabo con precisión matemática. El pueblo costarricense fue desalojado de los puntos clave de su propia capital. Los amigos de la Revolución no pudieron presenciar las sesiones. En cambio, en un palco, frente a la Delegación de Cuba, estaba acomodado diariamente un racimo de traidorzuelos.
Moviéndose entre polizontes nativos y agentes norteños del FBI, los Cancilleres fueron tejiendo la Declaración de San José. Los delegados de los Estados Unidos, en tupida nube, cubrían todas las posiciones para que en ese juego de pelota que habían montado no escapara un solo batazo que alcanzara al público. A éste había que mantenerlo alejado a toda costa. La red protectora llegó al extremo de que en unas instrucciones a las fuerzas encargadas de cuidar “el orden” en San José, aparecía el patronímico anglosajón de un funcionario norteamericano (posiblemente FBI o CIA) como uno de los jefes a quien había que acatar.
Las agencias de noticias norteamericanas desempeñaron, asimismo, un papel importante en el engranaje de la conferencia. Sus corresponsales, en contacto permanente con la delegación de los Estados Unidos, corrían rumores y captaban impresiones, siempre al servicio de la estrategia del Departamento de Estado. Por el filtro de las agencias y por las vías de comunicación que manejaban exclusivamente, salían casi todas las noticias al mundo. Únicamente los equipos transmisores de “Prensa Latina” abrieron un canal independiente. Y por esa razón, se le trató de cortar en varias ocasiones. Firmes y reiteradas protestas lograron que las autoridades costarricenses ofrecieran garantías, luego de varios actos de provocación.
La Sociedad interamericana de Prensa sincronizo sus actividades políticas anticubanas con todo el aparato de presión allí presente. Reconociendo a periódicos inexistentes o clandestinos obtuvo se le otorgarán tarjetas de periodistas a prófugos y transfugas cubanos que nunca han escrito una línea. Allí los vimos entrando y saliendo de lugares donde el pueblo costarricense no podía salir, ni entrar. La SIP y sus agentes josefinos rompieron todas las marcas del pudor.
Una vez más los delegados cubanos tuvimos la oportunidad de leer en la prensa norteamericana -y en este caso también en la costarricense manejada por la SIP- hechos acreditados a nosotros y que nunca tuvieron lugar. Fue, en realidad, un esfuerzo gigantesco el que se hizo en Costa Rica para aplastar a Cuba.
LA CONSPIRACIÓN DE LOS DIPLOMÁTICOS
La Sexta Reunión ya estaba arreglada de antemano. Había que condenar a Trujillo. Sus crímenes de treinta años parecían haberse sometido en las últimas treinta horas. Los Cancilleres estaban dispuestos a desempeñar el papel de héroes trasnochados. Sin embargo, surgieron dos sorpresas. Una: los norteamericanos no se mostraban dispuestos a ir muy lejos. La otra: Cuba pedía sanciones para el sátrapa, pero también para los Estados Unidos, “el padre de la criatura”, como lo calificó Raúl Roa. El juego de ajedrez se descomponía pero, al fin, se liquidó la cuestión. Todos estaban ansiosos de entrar en los umbrales de la Séptima, verdadero propósito del viaje a Centroamérica.
Se iniciaron los conciliábulos. A nuestro Canciller quisieron envolverlo en algodones, pero no hubo modo. Su figura afilada siempre perforó la empaquetadura. “Cuba no esta en la agenda”, “Nada tenemos contra la Revolución, pero comprendan que hay que condenar la amenaza extracontinental”. “Mientras la Revolución se mantenga dentro de los límites de la isla nada hay que hacer”. Esos eran los consejos. Y en medio de ellos Argentina presentó un proyecto dirigido a convertir a América Latina en un gran Estado policíaco manejado desde el despacho de Allan Dulles.
¿Y los planes ofensivos del Pentágono contra Cuba? ¿Y la agresión económica consumada? ¿Y los vuelos piratas? ¿Y la campaña de difamación? ¿Y las amenazas de los altos funcionarios? ¿Están en la agenda? Silencio por respuesta. Lo único que importaba eran los cohetes soviéticos prometidos para el caso de que se invadiera militarmente la isla antillana.
La Declaración de San José se perfilaba. Porras, el Canciller del Perú, soportaba la estancia junto a un médico en el tercer piso del Hotel Costa Rica. Representaba al país prepotente y no ocultaba sus escrúpulos. Por eso lanzó un sorpresivo discurso en la primera sesión de la Comisión General. Arrancó aplausos.
México y Venezuela se apartaron del rebaño. Horacio Láfer, delegado del ltamaraty, maniobraba desesperadamente por cuenta de Herter. Siete países presentaron un proyecto de resolución favorable a Cuba. Había que atajar el desplome y era necesario sentar a Fidel Castro en el banquillo de los acusados con nombre y apellidos. Roa partió de frente y radiografió la situación en América durante dos horas y media.
Los cancilleres no levantaron la vista del suelo. Se produjo un silencio de funeraria. En el santuario del panamericanismo era una herejía mencionar claramente al Diablo. Reinó la confusión. No sabían que hacer. Los pastores de Washington se mostraban nerviosos. Urgía reagrupar a los corderos.
Frente a las verdades difundidas por Cuba era imposible esconder la cabeza en la arena. Los conspiradores abandonaban clandestinamente los hoteles para perderse en los barrios residenciales de San José. Cambios de impresiones en inglés y español con traducciones al portugués. El experto en cuestiones soviéticas del Departamento de Estado y el subsecretario para la Seguridad lnterna, insistían en la condenación expresa de Cuba. La isla era una bomba de hidrógeno en medio del Caribe. Pero los cancilleres latinoamericanos no veían claro. Tenían los oídos puestos en el rumor explosivo de sus pueblos. “Si condenamos a Cuba por su nombre nos suicidamos políticamente”. “Hay que encontrar una salida”. “Estamos contra la pared”.
Alguien se acordó de la democracia representativa. Se jugó con el concepto, pero no dio resultados. El Departamento de Estado exigía la cabeza sangrante de la Revolución sin tantos miramientos. Se habló de un memorándum preparado por la Secretaria General de la OEA sobre “Defensa y Preservación de la Democracia en América”. En treinta y siete páginas que nadie habla pedido para esta conferencia se reproducían documentos confeccionados desde 1948 y, por supuesto, allí estaba la Resolución XCIII de Caracas, la que se hizo contra Guatemala. Tampoco la situación estaba como para tales menesteres. Y sin poder llegar a una solución que permitiera condenar a Cuba para complacer a Herter y que, al mismo tiempo, no levantara las protestas de la opinión pública latinoamericana, se integraron dos comisiones informales para que cada una de ellas, pensara por su cuenta.
Claro que era imposible. Allí nadie podía usar su cerebro con autonomía. El segundo discurso de Roa -improvisado en el hemiciclo- complicó más la situación. Los únicos hechos reales que flotaban en el Teatro Nacional eran las provocaciones y agresiones de los Estados Unidos. La cohetería soviética permanecía a miles de millas de distancia. Se escapaba de la vista. Los cancilleres de nuestra América se angustiaron con toda solemnidad. Algunos debían estar abochornados, aunque lo disimulaban. La delegación norteamericana se multiplicaba. En una de las comisiones -la integrada por diez países- algunos creyeron que lo de pensar por si mismo era cierto. La duda fue relampagueante: Rubotton en un café y el brasileño Later de agente comunicante, pusieron las cosas en su sitio. A los cohetes soviéticos había que sentarlos allí. Así lo exigía la estrategia de la “guerra fría”. Lo demás -la Cuba victimada- no importaba.
La Delegación de Cuba, enterada de tan graves irregularidades, informó que no asistiría a ninguna reunión informal y denunció los turbios manejos que estaban ocurriendo. Como es frecuente, los diplomáticos estimaron que impugnábamos la forma. Se habían olvidado de las comisiones designadas en la primera sesión de la Comisión General para estudiar los anteproyectos y elaborar los dictámenes. Presurosamente convocaron a los grupos de trabajo y dieron a entender que ya, en tales circunstancias, no habría razón de queja ni motivo de impugnación. Respondimos que la fiebre estaba en el cuerpo y no en la ropa. Para entonces ya los países que habían mostrado ciertos escrúpulos por aquella farsa estaban perfectamente alineados con la consigna de Washington. La débil resistencia estaba quebrada y aplastada.
Todas las proposiciones fueron retiradas de las comisiones, dejándose solamente el proyecto de la Declaración de San José, cocinada y condimentada al margen de la conferencia. Nuestra Delegación mantuvo las suyas y logro llevarlas hasta la última reunión de la Comisión General, no obstante los recursos parlamentarios puestos en juego. Los cancilleres, de nuevo, clavaban la vista en el piso mientras sus oídos captaban con nitidez las denuncias cubanas. En la lucha ellos estaban apoyando a Goliat frente al pequeño David, actitud nada encomiable, por cierto, sobre todo cuando se hallaban convencidos de que éste tenía toda la razón y, además se la gritaba y demostraba.
Nada había que hacer. Cuba se retiro combatiendo sin descanso hasta el ultimo instante. Su gesto arrastró a dos cancilleres: Arcaya y Porras. Otros, como el de México, votaron la Declaración pero explicando que, en ningún sentido, podía interpretarse contra los intereses del Gobierno y pueblo cubanos.
Herter también hizo su declaración: que sí había que considerar lo acordado como una censura y una grave advertencia a Cuba.
Tal fue el resultado de la conspiración diplomática. The Declaration of Saint Joseph. La mancha negra de la conjura se integro con 3 ingredientes oscuros. Uno: la presión policíaca en el escenario del crimen para evitar todo contacto popular. Dos: las amenazas a los cancilleres latinoamericanos y las ofertas a esos mismos cancilleres. Tres: Ia presencia de miles de marines en el área del Caribe con los fusiles vueltos hacia San José. Y no lo reveló ni Lenin, ni Martí. Lo declaró sin ambages el Pentágono.
Los resultados fueron tan forzados, los procedimientos tan irregulares, el saldo tan injusto, que Cuba, en definitiva, salió triunfante al reforzar su poderío moral en el Hemisferio. Cuba demostró que es el único país que defiende los postulados del sistema interamericano. Aquellos escritos en los papeIes y que nunca han sido observados.
En día no muy lejano todos los pueblos de América Latina estarán representados en las conferencias. Con ellos se sentará Cuba, orgullosa de haber roturado el camino.
Revista Bohemia , Año 52, número 37, 11 de septiembre de 1960
Tomado del libro Páginas de Bohemia. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1989.