“Al margen de la historia del cinematógrafo” es el nombre dado a una serie de siete artículos breves escritos en 1926 por Georges Méliès* para la revista francesa Ciné-Journal, Le Journal du Film, dirigida por Léon Druhot. El texto, desde la fecha de su aparición original, ha sido publicado en otras cuatro ocasiones. Así, en octubre de 1982, figuró en el número 10 de los Dossiers de la Cinémathèque Québécoise (pp. 20-29), titulado “Observaciones sobre las vistas animadas” (“Propos sur les vues animées”). Más adelante, entre 1986 y 1987, Jacques Malthête, bisnieto del mismo Méliès, publicó, en los números 9 y 10 de la revista Les amis de Georges Méliès (pp. 7-11; pp. 5-10), una segunda edición de los artículos. Como el propio Malthête reconoce, sin embargo, estas dos primeras ediciones presentan la serie en un orden desafortunadamente errado, debido a la fotocopias.
El orden original se restituye con el libro de Malthête Méliès: images et illusions (pp. 135-144), publicado por Exporégie, editorial parisina, en 1996. Es en 2016 que aparece la más reciente reedición del texto de Méliès, en el volumen Georges Méliès, écrits et propos: du cinématographe au cinema (pp. 89-95), editado por Jean-François Hood para la editorial Ombres, de Toulouse.
Para la presente traducción he trabajado sobre la segunda versión de Malthête, que considero definitiva. He respetado, desde luego, el orden de aparición de los artículos, que difiere, como ya se ha dicho, de la publicación de los Dossier de la Cinémathèque Québécoise. Para organizar un poco el material, he optado por enumerarlos y he procurado añadir, en cada caso, las fechas respectivas de publicación en la revista Ciné-Journal, así como los números de las páginas y volumen. He decidido, por otro lado, conservar los títulos de las obras citadas en francés, tal como los registró Méliès, salvo erratas de su parte. En lo que se refiere al uso de negritas, cursivas, mayúsculas y comillas, he respetado también las decisiones de Malthête.
El lector hispanófono interesado en profundizar sus conocimientos con respecto a la poética cinematográfica de Georges Méliès podrá consultar también el esclarecedor texto “Las vistas cinematográficas”, escrito por el mismo Méliès y contenido, aunque en versión reducida, en el volumen Textos y manifiestos del cine, editado por Joaquim Romaguera i Ramió y Homero Alsina Thevenet para la editorial española Cátedra en 1993.
Ignacio Nicolás Albornoz Fariña (Traductor)*
I
(Nº 883, 30 de julio de 1926, pp. 7-9)
En una conversación muy reciente, me ha pedido usted precisar, para la revista Ciné-Journal, Le Journal du Film, algunos puntos específicos respecto a la historia del Cinematógrafo.
Hace ya trece años que la guerra de 1914, cuyas consecuencias para mí fueron nefastas, me obligó a dejar de manera definitiva —y bien a mi pesar— una profesión a la cual me entregué en cuerpo y alma y en cuya fundación tengo el honor de haber participado. Ejercí esa profesión por más de veinte años. Me resulta muy placentero, en consecuencia, evocar un poco el pasado después de haber guardado por tanto tiempo un silencio absoluto.
Desgraciadamente, me veré obligado a hablar de mi propia persona, cuestión desagradable, pues todos sabemos que el “yo” es cosa odiosa.
Tengo, Dios mío, conciencia de haber hecho lo que pude y de la mejor manera posible; de no haber hecho nunca daño a nadie; de haber sido, siempre, objeto de la simpatía de mis colegas y de haberme mantenido en buenos términos con ellos. ¿Por qué tendría, entonces, que odiarme?
Hablaré con la mayor franqueza posible, como conviene cuando se escribe la historia, sin fanfarronadas (cuestión inútil, de cualquier modo, ya que he cesado todas mis actividades en esta profesión), pero también —debo decirlo desde el comienzo— sin la más mínima falsa vergüenza.
Vuestra primera pregunta fue la siguiente: “¿Cómo y por quién fue fundada la Cámara Sindical Francesa de la Cinematografía?”
Este primer artículo, al cual seguirán otros destinados a probar que la industria cinematográfica fue creada exclusivamente por los franceses, será la respuesta a vuestra consulta.
Ya se ha puesto en duda que la paternidad del cine recaiga en los sres. Lumière. Si no ponemos atención se cuestionará también, algún día, el lugar central de los franceses como pioneros del cine.
Pasemos por alto, si usted lo permite, los inicios de la cinematografía. Ya tocaré el tema en las crónicas siguientes. En 1898 ya contábamos con más de un año de experiencia de trabajo (me refiero, naturalmente, a los primeros editores, que en ese entonces no eran muchos). Aún no había abierto mi negocio del Pasaje de la Ópera, donde no tenía nada más que un laboratorio. Mi estudio se encontraba en Montreuil. Mi “domicilio social” era la pequeña oficina del entrepiso del teatro Robert-Houdin, que dirigí durante treinta y seis años, hasta su reciente demolición producto de los trabajos del Boulevard Haussmann.
Fue en esa misma oficina que recibí la visita de algunos colegas, como Mr. Georges Mendel, quien, en nombre del grupo, me dijo: “algunas grandes compañías pretenden, gracias a sus enormes capitales, aplastar a la competencia; se nos ha ocurrido que tal vez sería bueno agruparnos para defender nuestros intereses corporativos”. A lo cual agregó: “Usted ha ganado, dentro de su especialidad, fama mundial. ¿No es acaso usted la persona más calificada entre nosotros para dirigir el movimiento?”.
Prescindamos de los detalles: reuniones preparatorias en el primer piso de un café cercano al teatro, elección de un gabinete provisorio del cual se me atribuye la presidencia, elaboración de los estatutos y depósito de los mismos conforme a la ley. Finalmente, una nueva reunión, votación definitiva y constitución del gabinete. Yo conservé la presidencia y me mantuve en el cargo durante catorce años consecutivos.
Hasta aquí con respecto a los orígenes.
Al término de ese periodo (1897-1912), una decisión tomada por unanimidad nos hizo fusionarnos con la Cámara Sindical de la Fotografía[i], que se nos une con el objetivo de dar a nuestra corporación mayor autoridad en el marco de nuestras reivindicaciones ante los Poderes públicos. A partir de entonces cedo, como era debido, mi cargo al sr. Demaria, presidente de la Cámara Sindical de la Fotografía.
No me referiré aquí a las luchas y combates homéricos que tuvimos que sostener durante este periodo, en el que cada compañía poseía sus propios aparatos y pasos de perforación, y en el que nadie —claro está— estaba dispuesto a ceder frente a los métodos ajenos, convencidos como estaban de la superioridad de los propios.
¡Me haría falta un libro entero para relatar tales detalles!
Entre otras cosas, la cuestión de la propiedad artística de los filmes (no reconocida en esa época por los tribunales, que, ante la ausencia de jurisprudencia, asimilaban la cinematografía a la industria de los juguetes y baratijas) dio lugar a innumerables e infructuosos debates.
Los Poderes públicos, ignorantes del desarrollo que alcanzaría la cinematografía, desdeñaban nuestros incesantes reclamos.
II
(Nº 884, 6 de agosto de 1926, pp. 9-11)
Quisiera recordar que, alrededor de 1907, época en que la variedad infinita de pasos de perforación y de tambores de accionamiento[ii] impedían a los empresarios emplear indistintamente los filmes de las diferentes marcas, fueron organizados dos Congresos internacionales. Ambos se llevaron a cabo, con poco tiempo de diferencia, entre 1908 y 1909, en la sede de la Sociedad de la Fotografía, en la rue de Clichy. Tuve el honor de presidir ambos congresos. Guardé celosamente una gran fotografía tomada a la salida del segundo Congreso. Habíamos ofrecido un banquete al sr. Eastman, que vino especialmente desde los Estados Unidos. Durante la comida, tomé la palabra y me dirigí al gran magnate del cine con el objetivo de sugerirle una disminución del precio de las cintas, que nos parecía excesivo.
Cubrí al sr. Eastman de halagos merecidos y de las imprescindibles flores de la retórica, primero en francés y luego en inglés, pues él no hablaba nuestro idioma. Eastman me respondió con una amable sonrisa y un pequeño discurso improvisado pero encantador, que yo traduje para el resto de los invitados. Sin embargo, se mantuvo inflexible. El evento fue, en ese sentido, un rotundo fracaso.
Tengo la fotografía en cuestión ante mis ojos. En ella aparezco rodeado de los sres. Gaumont, Pathé, Urban (de la Warwick Trading Company), Rogers, Vandal, Jourjon, Smith (de la compañía Eastman), Prévot (de Pathé), May, Raleigh y Robert, Paul (de Londres), etc., todos ellos celebridades de la época. Aparece también una cuarentena de delegados italianos (entre los cuales está Ambrosio), alemanes, ingleses y de otras nacionalidades.
Van, pues, dos hechos concretos: la iniciativa de la fundación de la Cámara Sindical fue tomada por Georges Mendel, quedando yo como fundador y presidente de la misma; estos cargos también me fueron otorgados en los primeros dos Congresos.
¿Quiere usted que le relate, de paso, una anécdota? Es divertida.
Durante el segundo Congreso, uno de los grandes industriales, que hasta entonces se había mantenido más bien al margen de la Cámara Sindical, pero que había decidido venir para intentar imponernos la unificación de los precios de venta, se dirigió a mí de manera bastante violenta. Yo acababa de replicar, en respuesta a sus argumentos: “A mi parecer, hay que decidirse. ¡El cine o es artístico o no lo es! Pues bien, en materia de arte, es imposible imponer un precio uniforme. El precio depende del valor del tema, de los intérpretes y de los costos que estos acarrean”.
Y entonces mi interlocutor contraataca: “Ahí está precisamente el error. Usted, señor Méliès, piensa todo en términos de arte. ¡Perfecto! Por eso mismo no será Usted nada más que un artista, jamás un comerciante”.
A lo cual yo respondí, muy calmadamente: “Señor, no podría usted haberme hecho un más bello elogio, pues sin el artista que crea y ejecuta, ¿que podría hacer el comerciante?, ¿qué vendería? Más le valdría cerrar su negocio”. Y todo el mundo festejó mi ocurrencia, que circuló rápidamente de boca en boca y fue instantáneamente traducida a todos los idiomas en medio de la hilaridad general.
Una palabra más antes de terminar este pequeño estudio retrospectivo. El sr. Michel Coissac ha escrito una historia perfectamente documentada del cinematógrafo. Tuvo la amabilidad de obsequiarme un ejemplar con una dedicatoria tan elogiosa, que me resulta imposible resistirme al placer de reproducirla. Hela aquí: “Para uno de los mejores artesanos del cine, el sr. Georges Méliès, rey de los trucos, príncipe de la fantasía y de las transformaciones. Un cordial homenaje, Coissac, 30 de septiembre de 1925”.
Cierto es que yo no podría hacer el más mínimo reproche al autor. Se trata de un hombre encantador que me ha otorgado un sitial muy bello en su obra, excusándose incluso —en razón de la abundancia de temas a tratar— de no haber dedicado más páginas a mi persona (página 381).
Pero no hay que olvidar que estamos hablando de hechos históricos, de hechos concretos, y que ninguna duda puede subsistir a este respecto.
Ahora bien, en la página 439, se lee:
“Es en Georges Méliès, me parece, que recae el honor de haber sido el primero en organizar a los diferentes editores de filmes en una Cámara Sindical. Como presidente, ejerció su cargo hasta 1912, fecha en la cual, gracias a una iniciativa de los sres. Benoit-Lévy, Paul Kastor, Eugène Meignen, etc., se establece la fusión de los editores locatarios y constructores y se funda la Cámara Sindical Francesa de la Cinematografía y de las Industrias Asociadas. El sr. Jules Demaria fue elegido presidente, etc.”
Ese “me parece” me deja perplejo. ¿Por qué esa formulita de apariencia inofensiva pero dubitativa, cuando el autor cita más abajo a testigos que, hasta donde yo sé, están aún vivos y coleando? En la cena ofrecida a los Lumière, tuve incluso el placer de darle la mano a uno de los ellos, el sr. Benoit-Lévy.
Mientras termino este artículo llega a mis manos el último número de la revista Ciné-Journal, Le Journal du Film, en donde se lee: “Se nos informa que el Presidente de la República ha aceptado presidir la inauguración del primer Congreso Internacional de la Cinematografía, etc., etc., que se llevara a cabo en París, del 27 de septiembre al 3 de octubre del presente año”.
¿Cómo conciliar esto con lo que acabo de decir? Evidentemente, se trata de un error. Es el tercer Congreso, no el primero.
III
(Nº 885, 13 agosto de 1926, pp. 9-11)
¿Mi biografía, dice usted?
Tengo que confesarle que, aunque me lo han sugerido en repetidas ocasiones, nunca he tenido el valor de escribir mis memorias o mis recuerdos. Pero hagámoslo de todos modos: intentemos demostrar que la industria cinematográfica fue creada únicamente por franceses.
Francia —todos lo saben— es el país de los descubrimientos… Solo que, frecuentemente, nuestros compatriotas se dejan atribuir sus invenciones por el extranjero, desde donde vuelven más tarde.
¿No se ha puesto ya en duda acaso el genial hallazgo de los sres. Lumière? Estoy convencido de que antes de diez años los pioneros, grupo al cual tengo el honor de pertenecer (pioneros que tuvieron que superar dificultades innombrables, ignoradas por los cineastas actuales), serán considerados como simples “retocadores”.
Nací pues en París, en 1861. Vi el fin del Imperio, sufrí el sitio y la Comuna en 1870-1871. Tenía apenas nueve años, pero ese tipo de cosas no se olvidan. A los 26 años, en 1888, compré el teatro Robert-Houdin, del cual me ocupé durante treinta y seis años, hasta 1914.
El demonio de la invención me atormentaba.
Durante mi corta carrera como industrial, había tenido la ocasión de aprender diversos trabajos manuales (carpintería, mecánica, ensamblaje, etc.) y de perfeccionarme en la manipulación de herramientas, que manejaba hábilmente. Entre tanto, dotado como lo era para el dibujo —que practiqué desde la infancia—, ocupaba mis ratos libres dibujando, a veces para mí mismo, a veces para periódicos ilustrados, especialmente para La Griffe, que gozó de una cierta fama durante el período boulangista.
Hice pinturas al óleo, retratos, paisajes, fantasías y escenografías para teatro.
Como se puede ver, fui un poco manitas[iii]. Pero ¡cuánto me sirvió toda esa experiencia para mis trabajos en el cine! Este arte me fascinó desde el comienzo, precisamente porque me obligaba a utilizar simultáneamente todos mis conocimientos y la diversidad de mis pequeños talentos.
En el teatro Robert-Houdin construí grandes cosas. Fue allí que adquirí las preciosas cualidades de invención y de ejecución que me serían tan útiles en el cine. Fue allí también que construí —lo he contado muchas veces— mi primera cámara, mi primer proyector, y donde, poco tiempo después de la función histórica del Gran Café, proyecté primero filmes de Kinetoscopio y luego mis primeras producciones.
A partir de entonces me lancé en la carrera cinematográfica, que solamente la guerra del ‘14 logró hacerme dejar. Yo había nacido artista de corazón —me lo han reprochado bastante—, muy hábil con las manos, diestro en casi todos los oficios, inventivo y actor por naturaleza. A riesgo de exasperar al sr. Clément Vautel, que detesta este vocablo, podría decirse que fui un trabajador al mismo tiempo “intelectual” y manual. Esto explica por qué amé el cine tan apasionadamente. Y es que este arte contiene a los otros. Las ideas maravillosas, cómicas, fantásticas e incluso artísticas que acudían desordenadamente a mi imaginación encontraban, gracias a él, una manera de realizarse. Toda mi vida he buscado, inventado y ejecutado.
Pasaba los días en mi primer estudio de Montreuil (el primero de la historia). Ahí pintaba mis escenografías, me encargaba de la puesta en escena e interpretaba los roles principales. Produje, así, más de 4.000 obras.
El cine fue para mí un deporte. ¡Y vaya qué deporte! Le atribuyo incluso mi agilidad y vivacidad.
Para terminar, una anécdota:
En la época en que yo ejecutaba estas escenas alocadas y estrafalarias, llenas de efectos y de bufonadas inverosímiles, recibí la visita de un comerciante[iv] americano, cliente desconocido que compraba mis filmes indirectamente. De paso por París, había querido venir a ver a ese hombrecillo calvo, de grandes bigotes y barba puntiaguda cuyo rostro era, por ese entonces, conocido en todos los cines del mundo. Ese hombrecillo era yo. El americano quedó estupefacto al encontrarse frente un hombre como cualquier otro, perfectamente normal. Sin duda pensaba él que yo era, fuera de los escenarios, un desquiciado, un demente, un loco furioso, un diablo o un brujo de los que él había visto en pantalla. Quedó muy decepcionado y, visiblemente, yo perdí su estima.
Jamás se le había ocurrido que se requiere de mucha calma, reflexión, perseverancia y sangre fría para ejecutar sin equivocación esas payasadas funambulescas.
Los que lo han intentado después, como André Deed (Gribouille), que comenzó conmigo, saben de lo que hablo.
Se imaginaba él que bastaba con hacer muecas y contorsiones. ¡Craso error! Yo hablo con conocimiento de causa.
P.S. — Un bromista me hace la siguiente observación: 26 años antes de su entrada en el teatro, 36 años en el teatro, 19 años en el cine y luego 9 años más en el teatro. Usted tiene entonces 90 años.
¡Ah, no! Nada de bromas: el Teatro y el Cine funcionaron simultáneamente. 64 años me bastan y sobran.
IV
(Nº 887, 27 agosto de 1926, pp. 22-23)
¿Se imaginarán nuestros cineastas modernos las enormes dificultades que tuvimos que superar para construir los primeros aparatos tomavistas y los primeros proyectores, las primeras máquinas de copiado, de revelado y de secado?
Por ese entonces, cada uno guardaba celosamente sus secretos y construía él mismo el material que necesitaba.
En esa época no existía en el mercado ningún objetivo, ningún engranaje, ningún utillaje especial. Tuvimos que fabricar incluso, con nuestros propios medios, los tambores de accionamiento, que requerían una gran precisión.
De ahí la imperfección de los primeros aparatos. Muchos años fueron necesarios para poder obtener, luego de varios ensayos y errores, proyecciones relativamente aceptables. Los problemas de trepidación, desenfoque, deslizamientos, ghost travels[v], rayas, manchas blancas, deslumbramiento del obturador, roturas, etc. desaparecieron poco a poco. Los equipos apropiados fueron creados gradualmente, con el paso de los años y el perfeccionamiento de los medios de construcción.
Al mismo tiempo, Debrie empezaba a facilitarnos sus primeras perforadoras, infinitamente más prolijas y precisas que las de Lapipe, un mecánico que había monopolizado hasta entonces el oficio. Debrie perfeccionó las técnicas de perforación durante toda su vida. Su hijo siguió el mismo camino. Y hoy la industria cinematográfica posee, en materia de perforación de cintas, instrumentos perfectos.
Nuestros trabajos deberían ser comparados, para hacerles justicia, a la empresa de Stephenson, que construyó su primera locomotora completamente a mano. Él fabricaba sus cilindros y pistones en fierro forjado, sin tornos, sin escariadores, sin ninguna de las máquinas o herramientas que permiten hoy crear en las fábricas metalúrgicas los mecanismos más delicados y complejos.
Es cierto que “La Rocket” o “La Fusée” de Stephenson no soportarían la comparación con los “Pacific”, nuestros trenes actuales. Sin embargo, ¿no fue acaso mucho más arduo el trabajo de imaginar y construir esas máquinas primitivas que el de nuestros ingenieros actuales, que realizan mecánicamente los mastodontes de las vías férreas?
Lo que me interesa decir aquí es que, aparte de los sres. Lumière, Pathé, Gaumont y yo, que continuamos trabajando posteriormente, un sinnúmero de inventores, después de haberse consagrado incansablemente a la construcción de aparatos y a la producción de algunos filmes, desapareció, por las razones más diversas. A algunos de ellos, empero, no les faltaban méritos, como al sr. Parnaland, que, gracias a un minúsculo aparato de su invención, pudo filmar las operaciones quirúrgicas del profesor Doyen; o al sr. Pirou, fotógrafo que gozó de gran éxito con su Coucher de la Mariée; y ¡tantos otros!
Eran, todos, franceses. En esa época, en efecto, los extranjeros, aunque trabajaban muy seriamente por su parte haciendo investigaciones técnicas, andaban aún a tientas y tenían que abastecerse con nosotros. Más tarde, nuestros antiguos clientes montaron estudios y se convirtieron, a su vez, en editores. Algunos de ellos, para lograrlo, sobornaron incluso a nuestros colaboradores. Pero ese es otro tema.
Cuando todo el material necesario para la toma de vistas, para el revelado y para la impresión estuvo disponible en el mercado, los cinematografistas[vi] se multiplicaron con enorme rapidez.
Sin embargo, durante al menos una década, nos salimos con la nuestra y mantuvimos esa posición privilegiada. La superioridad de la industria francesa era, entonces, indiscutible.
Estábamos muy avanzados con respecto a los principiantes. Les fue necesario un tiempo muy largo para asimilar poco a poco todas nuestras invenciones y nuestros trucos. Y las cosas no han cambiado tanto. Ahora se vanaglorian, por ejemplo, de haber inventado recientemente un procedimiento (el desdoblamiento de personajes) del que me serví, por primera vez, en L’Homme-Orchestre, de 1901.
25 años han pasado desde entonces. Definitivamente, he aquí un inventor americano que llega un poco tarde.
No está dentro de mis propósitos subestimar la producción extranjera actual. El cine, hoy, es internacional. Hay, en todos los países, una élite capaz de producir filmes muy bellos. Pero lo que me interesa afirmar aquí es que el éxito internacional del cine se le debe a los franceses. Son los franceses los que prepararon el camino. Y es con filmes franceses también que los dueños de salas en todos los países comenzaron a amasar sus fortunas.
Es en nosotros, en los franceses, en quienes recae el honor de haber creado la industria cinematográfica en todas sus ramas.
Que no se olvide.
V
(Nº 888, 3 de septiembre de 1926, pp. 9-12)
¿Que cómo fue mi propia carrera y cuál fue mi aporte a la cinematografía? Sería muy largo a relatar. Resumiré entonces.
Ahorrémonos las dificultades de los comienzos, sobre las que ya he escrito. Empecé, como todo el mundo, por filmar los temas más simples posibles, únicamente para asegurarme del buen funcionamiento del material. En esa época, por lo demás, la vista de la actividad de una calle, de la llegada de un tren, de las olas que rompen sobre el roquedal o una imagen de yerbas siendo quemadas en un campo eran suficientes para impresionar al público y para satisfacer su curiosidad.
Después vinieron las obritas cómicas, interpretadas no por actores (entonces esos señores nos despreciaban profundamente), sino por amigos, conocidos o, incluso, empleados de la casa. Fue la época de L’Arroseur, de Colleurs d’Affiches, de La Leçon de Bicyclette y de Scènes de Chambrée.
El azar me hizo descubrir el truco de la parada por substitución[vii] (mi cámara se había bloqueado fortuitamente); me apresuré entonces a utilizar el procedimiento en la vista (el término filme no se utilizaba aún) titulada L’Escamotage d’une Dame chez Robert-Houdin. Era una reproducción exacta del famoso truco de Buatier de Kolta.
Su éxito fue formidable. Y me puse a ejecutar, en el mismo orden de ideas, un sinnúmero de temas cada vez más complicados. Fue en esa época que pinté, al aire libre, mis primeras escenografías, con el objeto de aumentar el interés de concepciones cada vez más fantásticas, a las cuales los paisajes naturales no habrían podido proporcionar un cuadro apropiado, sobre todo cuando se trataba de lugares completamente imaginarios.
El éxito aumentaba cada día y la fama de los filmes de trucos, conocidos como “Star Films” (ese era el nombre de mi marca), empezaba a ser mundial poco a poco y sin necesidad de publicidad.
Los clientes, por ese entonces, eran todos puesteros[viii] y compraban los filmes en efectivo. Solicitaban buenos programas, pero querían que fueran breves, para poder multiplicar las funciones. De ahí la necesidad de hacer filmes de corta duración. Con todo, los precios de las copias positivas no dejaban de espantar a los compradores. ¿Qué pensarán hoy?
Por mi parte, para mantener la curiosidad y tener a mis clientes en ascuas, procuraba buscar y encontrar constantemente nuevos procedimientos. Los he descrito muchas veces; todavía se usan: mascarillas, fundidos, superposiciones, sobre-impresiones, personajes que se agrandan o se encogen, personajes capturados en planos diferentes (Enanos y Gigantes), personajes multiplicados al infinito, dibujos animados, etc. También empleaba el fuego, en todas sus formas, para las escenas diabólicas.
Muy pronto, la dificultad de operar al aire libre (donde el viento, la lluvia y las diferencias de luz nos jugaban muy malas pasadas) me llevó a construir, en Montreuil-sous-Bois, el primer estudio cinematográfico especializado.
Fue una reproducción, en mayor tamaño, de los talleres fotográficos ordinarios. Pero en uno de los extremos dispusimos un escenario a nivel del suelo. Medía 7 metros de ancho y 4 de profundidad. El taller, en sí mismo, tenía 17 metros de largo, 7 de ancho y 5 de alto. La parte en que actuábamos estaba iluminada de frente por la luz del día desde las diez de la mañana hasta las tres de la tarde. En ese sector agregamos escotillones, pasadizos, colchas, mástiles, etc., como en un escenario de teatro de feria. Más tarde, dos alas fueron anexadas, para liberar un poco de espacio a derecha y a izquierda y para almacenar las escenografías. Al ser el personal cada vez más numeroso, la construcción de dos grandes camarines (uno para hombres y otro para mujeres) fue necesaria. Sucesivamente, el taller fue alargándose para permitir el desplazamiento hacia atrás de la cámara y la captura de un campo de visión cada vez más vasto, lo que, al final de cuentas, hizo que el estudio —que por lo demás aún existe— fuera adquiriendo la forma de un telescopio. Finalmente, una cimbra fue emplazada sobre el escenario para la ejecución de ciertos trucos o efectos. Los maquinistas se desplazaban sobre ella.
La primera vista que sobrepasó la longitud corriente (17 metros) fue una Cendrillon de 60 metros. Después vino el famoso Voyage dans la Lune, que fue la primera gran fantasía y que dio, además, la vuelta al mundo. ¡Este filme medía 125 metros! Pero rebosaba de episodios y de trucos sorprendentes.
Tengo que reconocer que me fue muy difícil vender las primeras copias. Los compradores estaban más que estupefactos; estaban aterrorizados por el precio que yo pedía: 2 francos 50 el metro, 314 francos 50 los 125 metros en blanco y negro y 690 francos en color. Sin embargo, me llegaron numerosos pedidos, de todos los países del mundo. Seguí, entonces, por esa vía: aumentaba progresivamente el tamaño de las piezas más grandes y de las fantasías, con lo que llegué a filmes de 800 y de 1000 metros. Los clientes ya no se quejaban; el género era más que exitoso.
Fui, por lo demás, plagiado de manera abominable, sobre todo en América, donde era imposible perseguir a los falsificadores. Este hecho me determinó a abrir, en Nueva York, la Géo Méliès Star Film Manufacturing Cº, que subsistió, bajo la dirección de mi hermano Gastón Méliès, hasta 1914.
Luego de muchas peticiones, los artistas empezaron a venir al cine. Fueron, al principio, los ilusionistas del teatro Robert-Houdin; luego llegaron los acróbatas, las bailarinas de Châtelet y de Folies-Bergère, los cantantes de los Café Concert y las bailarinas de la Ópera: Raiter, Brunnet, Claudius, Little Pitch, Mado Minty, etc. Los actores de teatro fueron los últimos en llegar. Muchos de ellos jamás habían recibido pagos tan suculentos como los que yo les daba, aunque, urge decirlo, estos eran bastante modestos. En poco tiempo, las peticiones de inscripción comenzaron a aumentar. Fue una verdadera invasión de mi oficina del Pasaje de la Ópera.
Todos los intérpretes eran entonces anónimos; y con razón, pues cualquiera podía ser filmado.
Como artista, logré crearme una personalidad y una reputación. La gran dificultad de ejecución de mis propias concepciones me obligaba, siempre, a representar yo mismo los roles protagónicos de mis filmes. Mi rostro, maquillado o al natural, fue conocido entonces en las situaciones más diversas: ilusionista, brujo, demonio, príncipe, mendigo, espiritista, fakir, pachá, etc. Fui, sin saberlo (pues la palabra no era aún empleada con ese sentido), una verdadera estrella.
La buena ejecución de mis trucos disfrutaba del mayor éxito entre el público. Y eso me interesaba mucho más que la gloria personal, siempre efímera.
Pero, con todo, quiero dejar en claro, para los anales, que me mantuve en los escenarios durante 19 años.
VI
(Nº 889, 10 de septiembre de 1926, pp. 7-9)
Tengo que decirle que, contrariamente a la reputación que se me ha adjudicado, y según la cual yo sería exclusivamente el Rey de los trucos y de las atracciones, el Julio Verne del cine (pues es así que siempre se me ha llamado), mis obras, desde el principio, supieron abordar todos los géneros posibles: escenas históricas, dramas, comedias, actualidades, reconstituciones, óperas serias y óperas cómicas con partitura reducida, filmes de publicidad (arriba del Teatro de Variedades), filmes especiales para los teatros (La Cigale, Châtelet, Folies-Bergère), escenas de guerra, escenas de la antigüedad, escenas mitológicas, etc.
Si bien es cierto que aporté toda suerte de trucos al cine, me jacto sobre todo de haber llevado el cine por la vía del teatro, que tan bien le ha resultado.
Hubo varios escándalos a este respecto en la prensa de la época. ¡La de cosas que leí! El cine, decían, era un aparato científico destinado a reproducir la naturaleza y la verdad y no a exhibir comedias para divertir al público y engañarlo con apariencias que no eran nada más que embuste”. Utilizar esta sublime invención con un objetivo teatral equivalía a “prostituirla”… En fin, la prensa, bajo yo no sé qué influencia, me fue hostil. Pero yo continué de todos modos, y creo que hice bien. Hoy, felizmente, los periódicos han cambiado completamente de opinión y todo parece andar bien… Incluso para el cine, que puede ser científico cuando le da la gana.
¿Por qué hice más filmes fantásticos que de otros géneros? Únicamente porque causaban furor entre el público de 1898, que era muy diverso. Este público era perfectamente incapaz de apreciar filmes que solicitaran, para ser comprendidos, una cierta instrucción o un poco de erudición.
Los puesteros, mis clientes, pedían originalidad, excentricidad, trucos.
En suma, como todos los precursores, quise despachar demasiado rápido el trabajo, antes que la educación progresiva del público diera resultados. Mis filmes artísticos tuvieron, no obstante, una carrera honorable entre clientelas más selectas. Pero, a pesar de todo el trabajo de investigación y de reconstitución, a pesar de su interés y belleza, producían ciertamente menos dinero que los filmes fantásticos.
Fue en los filmes a lo Julio Verne que comencé a substituir las antiguas telas de fondo y los chasis de teatro por construcciones y estructuras reales, decoradas y arregladas, con primeros planos construidos al natural, a la manera de los panoramas. Obtuve, de ese modo, efectos muchos más naturales para las cuevas, roquedales, paisajes submarinos, incendios, derrumbes, erupciones, etc.
Puedo decir, sin miedo de ser contradicho, que nunca dejé de buscar, de inventar y de perfeccionarme. Mi único placer fue, durante toda mi carrera, incluir cada semana un nuevo hallazgo en mi repertorio. Estuve durante mucho tiempo protegido de la competencia, hasta ese momento fatal en que mis “secretos” se transformaron en los secretos de Pulchinela.
En todos los artículos, franceses o extranjeros, en los que se habla de mí, se lee a menudo que la habilidad que adquirí poco a poco en el manejo de los trucos cinematográficos se debe a mi conocimiento de prestidigitación. ¡Craso error! Es cierto, mi gusto por la prestidigitación me había guiado hacia la invención y hacia los trucos. ¡Pero son tan diferentes los procedimientos de estos dos artes! En la prestidigitación se trabaja bajo la mirada atenta del público, que no perdonará ni el más mínimo movimiento en falso. Uno está solo, escrutado atentamente. Los errores no son tolerados… Mientras que, en el cine… se trabaja tranquilamente, cada uno por su lado, lejos de miradas indiscretas, y se vuelve a comenzar, si es necesario, treinta y seis veces, hasta que sale bien. Esto permite ir mucho más lejos en el ámbito de lo maravilloso.
De manera que un cierto número de estos trucos, penosamente ejecutados uno tras otro pero muy hábilmente enlazados, componen un filme en el cual el intérprete parece dotado de una destreza fantástica y de una facultad maravillosa e impecable de ejecución. Pero la verdad es que, la mayor parte del tiempo, el artista ha tenido que sudar sangre y agua antes de poder realizar de manera perfecta el truco tenido por imposible que busca ejecutar ante los ojos de los espectadores.
Me parece, dicho sea de paso, que la palabra “truco”, en su acepción cinematográfica, no es muy exacta. Se trata más bien de procedimientos diversos, y no de “trucos” propiamente tales.
Hago a continuación una lista de mis vistas de gran espectáculo más exitosas: Cendrillon, Le Petit Chaperon Rouge, Barbe-Bleue, Robinson Crusoé, Faust, Faust aux Enfers, Le Barbier de Séville, Shakespeare, Le Voyage de Monsieur Bourrichon, L’Affaire Dreyfus, Le Couronnement d’Edouard VII, L’Éruption du Mont Pélé à la Martinique, La Civilisation à travers les Ages, Jeanne d’Arc, Le Pays des Libellules, Le Voyage dans la Lune, Le Palais des Mille et une Nuits, Cinq mille lieues sous les Mers, La Conquête du Pôle, Le Voyage à travers l’Impossible, Le Tunnel sous la Manche, La Fée Carabosse, Gulliver et Lilliput chez les géants, les Quatre Cents Farces du Diable, Les Incendiaires, De Paris à Monte Carlo en deux heures (Folies-Bergère), Le Déshabillage Impossible, Le Cyclone (Châtelet), Le Fiacre Céleste, En Plein dans les Astres (Cigale), Le Menuet Lilliputien, L’Éventail Vivant, La Chrysalide et le Papillon d’Or, etc.
VII
(Nº 890, 17 de septembre de 1926, pp. 2-4)
En esta serie de crónicas he trazado rápidamente algunos puntos especiales sobre los inicios de la cinematografía. Pero perseguía yo también otro objetivo, que no es de ningún modo —esto me parece claro— competir con la muy completa historia del cine del sr. Michel Coissac. Trátase de uno mucho más simple. Primero que todo —ya lo he dicho— me interesaba demostrar, citando nombres y hechos concretos, que la industria cinematográfica nació en Francia. Los nombres de los sres. Lumière, Pathé, Gaumont, Demaria, Pirou, Parnaland, Joly, Normandin, Mendel, etc., así como el mío y los de los primeros artistas del cine, son nombres bien franceses. Me interesaba también, de cierto modo, hacer la defensa de esos pobres pioneros del cine, que ahora olvidamos y despreciamos. Se comete una verdadera injusticia cuando se lanzan, en ciertas crónicas, frases como esta: “Los cineastas de los primeros tiempos eran ‘primitivos’, capaces, en el mejor de los casos, de producir escenas groseras y a menudo obscenas, payasadas ineptas, aptas para los parques de diversiones[ix], 9 etc., etc.”; y que terminan, casi siempre, así: “¡Cuántos progresos se han logrado desde entonces!”. Como si fuera poco, se obstinan en ridiculizar la corta duración de los primeros filmes y publican apenas, de los primeros ensayos de escenas cinematográficas, un par de fotografías. Agregan además: “Es risible ver las informes producciones de personas con tan poco sentido artístico y tan pobremente preparadas, en las manos de las cuales se encontró, en los inicios, el maravilloso instrumento”. A lo que siguen otras delicadezas del mismo género…
Estando al tanto de los esfuerzos feroces que teníamos que hacer, todo esto, simplemente, me exaspera.
¿Piensan realmente que éramos todavía “primitivos”, después de veinte años de trabajo sostenido y de continuos perfeccionamientos? ¿No somos nosotros acaso los autores de la mayoría de los avances y de los hallazgos que nuestros sucesores utilizan hoy? ¿No se sirven acaso de nuestros trabajos, pues encuentran el material ya hecho (ready for use, como dicen los ingleses) y una técnica perfectamente establecida?
¿Se nos puede acusar de no haber sido los primeros en encaminar el cine por la vía del arte y del teatro? ¡No! ¿Por qué bautizarnos, entonces, como “primitivos”, con un tonito de desprecio? ¿Es para dejar el mejor puesto a los extranjeros?
Hoy por hoy, los progresos continúan, y continuarán ciertamente en el futuro. La industria cinematográfica progresa como cualquier otra industria. ¿Podría acaso ser de otra manera? La división del trabajo hace de cada película, no la obra de una sola persona, sino de miles de cerebros. Todos colaboran, alrededor del mundo, al perfeccionamiento de la técnica cinematográfica.
¿Los principales progresos técnicos actuales no se deben, en gran medida, a los constructores de aparatos y a las famosas industrias “asociadas” a la cinematografía? Hablo principalmente de los proveedores de iluminación eléctrica intensa, de la que nosotros no disponíamos. Teníamos que contentarnos con la luz bastante irregular del día, que corregíamos con algunas cortinas. Los primeros ensayos de luz artificial que llevé a cabo, con 15 lámparas de arco y 15 tubos de mercurio, tuvieron, por falta de potencia, un resultado más bien mediocre. Filmé, con luz artificial, al famoso cantante Paulus, con su canción “En Revenant de la Revue”. Fue el primer ensayo de ese género. Y creo, después de todo, que fue exitoso, pues Ba-Ta-Clan pasó durante mucho tiempo el filme con acompañamiento orquestal, incluso cuando Paulus, después de haber perdido su voz, se había transformado ya en el director del establecimiento. Su aparición en pantalla era saludada, cada noche, con ovaciones calurosas. El artista, ya viejo y casi inválido, venía en persona a saludar al público desde el escenario. Esta vista fue filmada en el laboratorio del Pasaje de la Ópera, en un espacio de dos metros cuadrados.
En todo caso, fue la primera vez que se ocupaba luz artificial en el cine.
En lo que a mí respecta, teniendo consciencia de haber siempre hecho los más grandes esfuerzos para producir filmes artísticos y fuera de lo común; de haber creado una multitud de procedimientos; de haber sido simultáneamente autor, director, actor, fabricante de materiales y accesorios y decorador; de haber disfrutado, en fin, durante largos años, de una gran notoriedad, me siento con todo el derecho de protestar una vez más contra el apelativo de “primitivos” con el que se nos designa, sobre todo cuando se utiliza en todas partes el material y los procedimientos que nosotros inventamos.
¡Ya está! He dicho todo lo que quería decir. Me siento aliviado. ¡No se hable más! Quiero sin embargo, para terminar, agradecer a Ciné-Journal, Le Journal du Film y al sr. Druhot, su amable jefe de redacción, por la hospitalidad que me ha sido ofrecida en estas columnas. ¡Que la cinematografía teatral francesa sea más próspera que nunca! (Georges Méliès).
[i] [N. del T.] En el original de Ciné-Journal, Méliès se refiere aquí a la “Cámara Sindical de la Fotografía y de las Industrias Asociadas”. Este nombre, sin embargo, parece ser espurio. Se trataría de una errata del cineasta, que añade por simple descuido el suplemento “y de las Industrias Asociadas”, utilizado más tarde para denominar la fusión de las cámaras sindicales de la Fotografía y de la Cinematografía; fusión que recibiría el nombre de Cámara Sindical de la Cinematografía y de las Industrias Asociadas. Para mantener la lógica de la argumentación de Méliès, he preferido corregir el error en el cuerpo del texto.
[ii] [N. del T.] Según la traducción, los tambores de accionamiento pueden recibir también el nombre de carretes o carreteles. Por su parte, los piñones son a veces designados como rodillos.
[iii] [N. del T.] En francés, Méliès utiliza aquí la expresión “touche à tout”, que designa una persona versátil y que se desempeña con facilidad en diversos dominios o áreas.
[iv] [N. del T.] Méliès se sirve del sustantivo “forain”, que engloba en francés a los comerciantes, artistas o animadores de espectáculos ambulantes, que ejercen su actividad en ferias y parques de atracciones. En español, y según el contexto, el nombre “forain” puede adoptar distintas traducciones. He preferido traducirlo, para mantener el sentido original del texto, como “comerciante” o “puestero”, evitando así el nombre “feriano”, cuyas connotaciones, en español latinoamericano, pueden resultar negativas.
[v] [N. del T.] En francés, Méliès se sirve del vocablo “filage”, cuya traducción literal, en español, seria “hilado”. He preferido aquí, por su universalidad, la expresión inglesa.
[vi] [N. del T.] Utilizo aquí una traducción literal del vocablo “cinématographistes”, empleado originalmente por Méliès.
[vii] [N. del T.] En su texto “Las vistas cinematográficas”, Méliès se refiere a este mismo procedimiento, aunque alterando un poco los términos. El cineasta escribe: “Le truc par substitution, dit truc à arrêt, était trouvé” (14), frase que los traductores de la versión española traducen por: “Había descubierto el truco por substitución, llamado truco de parada” (395). En “En marge de l’histoire du cinématographe”, en cambio, Méliès anota: “Le hasard me fit trouver le truc de substitution par arrêt de l’appareil” (139), frase que he preferido traducir sirviéndome del término “parada por sustitución”, más habitual en lengua española. Varios diccionarios ofrecen, como sinónimo, la denominación “parada técnica”.
[viii] [N. del T.] En francés, “forains”.
[ix] [N. del T.] Méliès escribe, en francés, “foire aux pains d’épices”, fórmula que podría ser traducida, también, aunque de manera más literal, como “feria de Pascuas”. He preferido aquí, sin embargo, la fórmula “parque de diversiones”, más moderna y comprensible.
Nota del editor:
*Ignacio Nicolás Albornoz Fariña. Posee un título de maestría en “Historia, teoría y memoria del cine” (2016) y un master profesional en “Valorización del patrimonio audiovisual” (2017), ambos obtenidos en la universidad París VIII-Vincennes-Saint-Denis. En el ámbito profesional, ha realizado pasantías en instituciones como la Cineteca de la Universidad de Chile y la Murnau- Stiftung, en Alemania. Bajo la dirección de Christa Blümlinger (EDESTA, París VIII), prepara actualmente una tesis de doctorado en torno a la producción documental chilena, en el contexto de las recientes iniciativas de restauración memorial. Dentro de sus temas de investigación se encuentran, también, el cine de ensayo y el desarrollo de los centros de producción universitarios en el Chile de los años setenta. Además de colaborar en el blog El Agente Cine, ha publicado recientemente un artículo monográfico titulado “Et on doit prendre parti: le film-essai chez Gilles Groulx, en mots et en images” en la revista Doc On-Line.
Publicado en http://asaeca.org
Tomado de Cinereverso