En los años cincuenta del pasado siglo deambulaban por las calles habaneras tres nobles de sangre roja, humildes, muy mimados por los citadinos y que opacaban en popularidad y simpatía a unos cincuenta duques, marqueses, condes y vizcondes de sangre azul, adinerados y refinados que según las guías sociales residían en palacetes del Vedado, Miramar, Biltmore o el Country Club.
De los tres nobles humildes, el de mayor jerarquía era Valeriano I, Emperador del Mundo. Vestía con orgullo un viejo y estropeado uniforme del Ejército con entorchados, regalo de un anciano militar retirado. En su pecho brillaban varias medallas que algunos guasones de su ocasional y festiva corte le colgaban en la pechera para seguirle la corriente. El verdadero nombre de este simpático personaje era Antonio Álvarez Valeriano y paseaba por el Parque Central, la plazuela de Albear, el Parque Zayas y el Paseo del Prado, que consideraba los jardines de su imaginario palacio.
Cuando en esos lugares Valeriano I veía un grupo de personas se subía a un banco o cualquier otra altura que hubiera cerca e improvisaba un enredado discurso presentándose como el Emperador del Mundo y narrando en un lenguaje desordenado sus ilusorias entrevistas secretas con el Papa, el Secretario General de la ONU, Einstein y otros personajes que le se ocurrían para poner paz en el mundo, hermandad entre los hombres y sus diferentes razas, comida para todos por igual y cura a los enfermos. Pero cuando más trataba de explicar su sueño, sus palabras se convertían en un galimatías que nadie trataba de entender y comenzaban los aplausos, los hurras y ocasionalmente algún tonto inhumano que pretendía ser gracioso le lanzaba agua de una lata o un cartucho con harina haciendo blanco en su anticuado uniforme. No todos se burlaban de él, algunas personas instruidas que pasaban casualmente por allí se detenían para escucharlo con atención y lo defendían cuando veían que la claque convertía las jaranas en abusos.
En aquellos tiempos que “la guerra fría” se estaba tornando muy caliente, se encontraban a veces dos o tres de estas personas cultas quienes después de escuchar al Emperador le daban coherencia a sus desordenadas palabras encontrando en ellas un mensaje de sabiduría y esperanza, de paz y armonía universal y de bienestar para toda la humanidad; luego comentaban lo feliz que sería el mundo si los sueños del Emperador desplazaran las pesadillas latentes que el presidente norteño, presumiblemente cuerdo, sometía al mundo al llevar siempre a su lado un maletín atómico, una verdadera caja de Pandora que sin dudas, de abrirlo y jugar con ella, daría a toda la humanidad, la Paz… eterna.
La Marquesa, de la alcurnia a los escenarios
La segunda figura en el rango nobiliario popular era Isabel Veitía, La Marquesa, una graciosa y madura mulata vestida con elegancia, sombrerito con velo que cubría parte de su cara y ataviada de vistosos aretes, anillos, pulsos, brazaletes y collares seleccionados de la abundante colección de joyas de fantasía que guardaba en su cómoda. Al principio paseaba por el Parque Central y atraía a los curiosos y los turistas con picardía, humor, cuentos de doble sentido, se dejaba retratar y después pedía una “pesetica”.
Con el tiempo pensó que su alcurnia no le permitía aceptar monedas y comenzó a frecuentar los aires libres del Prado, frente al Capitolio, el café Inglaterra y otros lugares al que acudían personas de mayor fortuna y allí la Marquesa no pedía “peseticas” sino billetes porque el sonar de las monedas hería sus delicados oídos. La tildaban de una loca divertida, pero el periodista Augusto Ferrer de Couto aseguraba que era una actriz que actuaba así para poder vivir con su marido inválido y el hijo enfermo.
El Caballero de París fue el noble más querido de la aristocracia popular habanera. Su nombre real era José María López Lledín y nació en Galicia, España. Caminaba por las calles de La Habana con un viejo traje envuelto en una gran capa de color negro. Llevaba un cartucho con sus trastos y algunos lápices que adornaba con hilos de varios colores y tarjetas postales hechas por él y también flores silvestres que arrancaba de algún parque o jardín para obsequiar a los niños o reciprocar los obsequios que le daban sus amigos.
Dormía preferentemente en la zona de San Lázaro e Infanta, nunca pedía limosnas y por sus modales refinados, su sencillez, su cariño por los chiquillos, sus reverencias pasadas de moda y las galanterías con las damas se convirtió en un ídolo de la capital. Cuando murió en 1985, a los 86 años, gracias a la sensibilidad del historiador de la Ciudad Eusebio Leal y el sentir de los habaneros, los restos del Caballero de París, que inicialmente fueron sepultados discretamente en el cementerio de Santiago de las Vegas, pasaron a reposar en el interior del antiguo convento de San Francisco de Asís, en La Habana Vieja.
En la acera, al lado de la entrada del templo convertido en sala de conciertos y Museo de Arte Sacro, una estatua esculpida por José Villa Soberón reproduce en bronce al caminante eterno de La Habana, quizás la única ciudad en el mundo que con esta escultura rinde culto de amor y recuerdo al vagabundo de mente pura y corazón grande.
Fuentes: Conversación con el periodista Augusto Ferrer de Couto creador de la sección “Se dice que…” (Diario Información, 11 Diciembre de 1957), vivencias del autor.
No solo deambularon por las calles en los años 50, llegaron vivos hasta los 70, al menos La Marquesa, y El Caballero…hasta los 80, tengo anécdotas de los dos, y hay una que no era de alcurnia pero dicen que de veras lo fue, La China. Singulares personajes que forman parte de La Habana, no debiera olvidarse ahora que esta ciudad celebra un aniversario tan importante
Durante mucho tiempo traté de que una antigua condiscípula, familia de la Marquesa, me contará la historia de esta infeliz mujer, pero nunca accedió. Sentía pena de que un familiar cercano deambulara por las calles pidiendo limosna. En cuanto a la China de la ruta 15, o la China del neceser, como también la llamaban, era muy simpática, cuando montaba en el ómnibus arrancaba carcajadas a los pasajeros, con sus frases de doble sentido, que no rozaban la obscenidad. En una ocasión mi esposo y yo coincidimos con ella en el ómnibus. Se paró frente a nosotros y nos dijo:- Ustedes si están como quiere Fidel, blanco con blanca y negro con negra. Los presentes comenzaron a reír a carcajadas y desde luego, nosotros también. Era la suya una interpretación desvariada de lo expresado por Fidel.
Mis recuerdos del Caballero de París son muchos, porque trabajé algunos años en los altos del restaurante Pekin, a pocos metros de donde él fijó su “residencia.” Era un hombre callado, con un rostro sombrío, quien siempre liaba sus bártulos en la esquina de 23 y 12, como si fuera a emprender un largo viaje. Las personas lo trataban con respeto, era parte del paisaje citadino.
Eran todos, diría yo, parte de las queridas, y no pocas veces tristes, leyendas habaneras.