LA CÁMARA LÚCIDA

Cine, antropología y colonialismo

Por Adolfo Colombres

La utilización de la cámara para registrar la realidad del “otro”, incorporando lo extraño a lo cotidiano, es algo tan viejo como el cine. No obstante, el documental se definirá recién en 1926, como resultado de la ruptura realizada por Vertov y Flaherty con el cine de estudio. Pero fue tal vez con Jean Rouch que el cine etnográfico obtuvo su verdadera dimensión; los innovadores trabajos de este antropólogo y cineasta francés en el continente africano, así como la crítica rigurosa de éstos, permitieron revelar los aspectos específicos del género, tanto teóricos como metodológicos y técnicos.

Sin embargo, tanto Flaherty como Rouch, al igual que la antropología clásica, soslayaron la situación colonial en que se hallaban inmersos los personajes de sus filmes. Un cine así entendido devenía, en el mejor de los casos, un elegante certificado de defunción para las culturas relevadas, por no ayudarlas a contrarrestar el proyecto etnocida de Occidente. Lejos ya del romanticismo del comienzo, no puede justificarse hoy un cine antropológico que enfoque sólo lo exótico, ignorando la opresión y reduciendo al otro a un mero objeto de la imagen. El cineasta habrá de integrar la búsqueda estética con una ética del compromiso con la realidad documentada. Este libro se propone mostrar las trampas que todo realizador deberá sortear para hacer un film no connivente con la dominación, ni deformado por el etnocentrismo y la perspectiva de clase. El ejercicio de constante cuestionamiento de la mirada sobre el otro que aquí se propone podrá servir asimismo tanto a los cinéfilos como a los cientistas sociales, para quienes el cine es sin duda una valiosa técnica de investigación y un poderoso lenguaje.

Prólogo a la segunda edición (Fragmentos)

Cuando en 1985 apareció esta obra colectiva, como resultado de dos ciclos sobre el cine y las ciencias sociales realizados por CLACSO, lejos estábamos de sospechar que con el paso del tiempo devendría algo así como un clásico. Claro que no para un vasto público lector, sino para quienes se formaban como documentalistas en distintos ámbitos y deseaban explorar la condición del otro. Hoy su impronta se deja ver no sólo en los filmes de carácter etnográfico, sino también en el auge del documental social que vendría después. En los años 80 aún se discutía la validez de los métodos antropológicos en el campo de los conflictos de clase, y la preocupación de no manipular a los sectores oprimidos ni usurparle la palabra y el protagonismo despertaba recelos, hasta el punto de que más de uno llegó a considerarla un “purismo” reaccionario. Se podría decir que la Historia nos dio la razón, pues lo que era entonces una senda estrecha y peligrosa, expuesta al fuego cruzado, terminó convirtiéndose en un camino ancho y seguro, admitido por quienes apoyan con honestidad las luchas sociales y étnicas. El libro fue reimpreso en 1991 sin modificación alguna, y como al comenzar este siglo se hallaba prácticamente agotado, el Movimiento de Documentalistas solicitó su reedición, por considerarlo un texto irreemplazable.

(…)

En la parte II, dedicada a las entrevistas, se añade un texto que es una grabación reducida de una clase que dictó Fernando Birri en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, Cuba, y que titula “Tire Dié: Los (no) límites entre el documental y la ficción”. Birri se apropia aquí del término “Doc-Fic” acuñado por su amigo y colaborador Orlando Senna, destacando que el Nuevo Cine Latinoamericano no trabajó nunca sobre la base de los géneros tradicionales, divorciando por completo la ficción del documental, sino que estableció entre ellos vasos comunicantes. Si bien lo normal es que el documental preceda o dispare al film de ficción, en nuestro medio puede ocurrir al revés. Para dar un ejemplo de esta inversión recurre a Vidas Secas (1963) de Nelson Pereira Dos Santos, el célebre film de ficción sobre el sertón basado en la novela homónima de Graciliano Ramos. Éste, como se sabe, termina con la emigración de las familias campesinas a Sao Paulo, expulsadas por la sequía, la adversidad del medio y la miseria. Sin ponerse previamente de acuerdo con Pereira Dos Santos, Geraldo Sarno, en su documental Viramundo (1964), emplaza justamente la cámara en la Estación Ferroviaria de Sao Paulo en el momento en el que los campesinos del Nordeste bajan del tren en busca de trabajo. Avanzando sobre esta línea, señala Birri que la falta de límites entre lo ficcional y lo documental trasciende el campo del cine, por hallarse enraizado en nuestra cultura americana, “contaminación” en la que ve una forma de sincretismo.

Con Tire Dié (1958-1960) Birri trabaja el tema del guión. Cuenta aquí las penurias por las que tuvieron que pasar los 120 estudiantes de Santa Fe (aunque al final quedaron 88) que acometieron esta empresa, que fue de aprendizaje, de exploración de un terreno desconocido entonces por ellos y por el cine de América Latina, que se realizó con muy escasos recursos económicos y elementos técnicos, a partir de encuestas previas. Los primeros montajes del film fueron sometidos al juicio de la gente a la que involucraba, para ir modificándolo sobre la marcha. El proceso fue duro, pero positivo desde el punto de vista de las enseñanzas metodológicas que proporcionó, que llevan por las mismas sendas que otros cineastas transitan en este libro, lo que viene a fortalecer sus propuestas. Quienes al principio los recibieron a pedradas terminaron convirtiéndose en incondicionales aliados, que se jugaron por ellos en situaciones difíciles. Una mujer de sufrida figura que se hallaba lavando ropa cuando miembros del grupo entraron con la cámara durante las encuestas previas, les dijo, con una gran carga de dignidad, una frase que todo documentalista debería anotar en la primera página de su cuaderno: “¿Por qué no nos dejan tranquilos con nuestra miseria?” El planteo ético queda plasmado en esta frase tan breve como contundente, pues el registro de la imagen del otro se torna una agresión intolerable si no se asume el compromiso de no negociarlo con quienes desactivan los mensajes presentándolos como exóticos, y utilizarlo de modo que la situación que padece ese sector social pueda llegar a ser modificada.

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Del caudal de filmes realizados en este tiempo quisiera referirme, para terminar con una concesión personal no carente de arbitrio, tan sólo a dos. Uno de ellos es Esito sería. La vida es un Carnaval (2004), de la realizadora boliviana Julia Vargas-Weise. Se trata de una obra de ficción que tiene por marco el Carnaval de Oruro. El desafío de la autora fue incorporar a los actores al corso, como bailarines genuinos de una comparsa, a fin de poder representar escenas de ficción dentro de un marco documental, algo distinto y hasta opuesto a la ficción documental creada por Flaherty. Los preparativos para esta “intromisión” demandaron cinco semanas de intenso trabajo, y requirieron una logística y dirección muy minuciosas, pues había que rodar 16 escenas en las 24 horas que iban desde la Entrada de las comparsas hasta el alba. Si no se lograba insertar dichas escenas en la fiesta popular, el film fracasaba. Los hechos imprevisibles e incontrolables que eran de esperar impidieron que varias escenas se rodaran conforme al guión cuidadosamente elaborado por la autora, pero el film se salvó, y hasta se enriqueció, por la capacidad de improvisar sobre la marcha, montándose sobre situaciones que se dieron espontáneamente, como una compensación del azar. Había una cámara destinada a los actores y otra que se ocupaba de los registros documentales, y también una unidad extra de sonido, operando las tres con cierta independencia. Las historias principales que cuenta el film son de gran humanidad y belleza, alcanzando lo que puede ambicionar la mejor ficción, pero sus historias secundarias están tejidas con la mirada y los recursos del documental, como si no hicieran más que representar la realidad cotidiana de los personajes, lo que en buena medida ocurrió.

El otro film que deseo comentar es Vacaciones prolongadas (2000), del holandés Johan van der Keuken. Con la certeza de que le quedaba ya poco tiempo de vida por su cáncer de próstata, el autor se lanza, con un afán renovado y final, a capturar mundos desconocidos y recomponer así lo real en el más sincero de los testamentos. Viaja a Katmandú, filma un templo budista en Butan, regresa a Amsterdam para visitar a su médico y parte otra vez, ahora a Malí. Salta luego a un festival en San Francisco, y de ahí a Brasil, donde se sumerge en una favela. Es el film de alguien que se muere, aunque sin concesiones al patetismo y la desesperación. Alguien a quien no se ve, pero cuya voz se escucha en off. Todo parece recordarnos que uno no es más que una cierta mirada sobre el mundo. En sus imágenes no hay juego, sino un fuego que se extingue lentamente. Lo autorreferencial del film parece a la postre no ser más que un mero pretexto para asediar el sentido mediante esas cacerías despiadadas. Las imágenes y su vida corrieron así juntas hasta el final esa loca aventura. “Si ya no puedo crear imágenes, estoy muerto”, había declarado un poco antes, y fue coherente con dicho aserto, hasta el extremo de que el film y su existencia se apagaron a la vez.

Prólogo de la segunda edición tomado de: http://adolfocolombresblog.blogspot.com

(Tomado de cinereverso.org)

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Redacción Cubaperiodistas
Sitio de la Unión de Periodistas de Cuba

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