Franco, desgarrado, incómodo entre los dogmas, generoso en la mano tendida hacia quienes recalaron tras él en el exilio mexicano. Enemigo de los antólogos, desconfiado con los editores, nómada. O como en el retrato que hiciera de él José Martí: “flor volcánica”, “símbolo en todo de la patria” y “primer poeta de América”.
El cubano José María Heredia (1803–1839) murió pobre hace 180 años, en un cuarto interior de la calle Hospicio número 15 de la ciudad de México. No será ave de paso en la cultura mexicana. En este país escribió los primeros poemas románticos que se conocen en lengua castellana, inauguró la poesía con el tema de las ruinas monumentales y fundó, junto a los italianos Claudio Linati y Fiorenzo Galli, la primera revista literaria, El Iris, que abriría las puertas a la litografía con “los semblantes venerables de los caudillos de la revolución”.
Fue “con más o menos fortuna, abogado, soldado, viajero, profesor de lenguas, diplomático, periodista, magistrado, historiador y poeta a los 25 años”, afirmaría en el prefacio de sus Poesías publicadas en 1832 en Toluca. Y un dato menor: es el bisabuelo de mi bisabuela Carmita Cancio Heredia, que murió entre vegas de tabaco en Cabaiguán, en el centro de la Isla antillana y sin haber puesto un pie fuera de tierra firme, con una pregunta en sus labios, la que hace Heredia al Popocatépetl “En el Teocalli de Cholula”: “¿Y tú eterno serás?”
José María Heredia tenía 17 años cuando compuso ese poema descriptivo, preludio de su “Himno del desterrado” y de su oda “Niágara”, que lo consagraron como el primer poeta nacional de Cuba, el primero de los grandes desterrados independentistas y el primero de nuestra literatura con un destino espantoso, como lo describiría otro grande de la poesía cubana, José Lezama Lima.
En las brumas familiares ha quedado su llegada a Veracruz en 1819. Un año más tarde el adolescente visitaría el teocalli, tras la muerte de su padre y maestro, que había ocupado un cargo en la Real Audiencia de la Nueva España. Heredia contaría que se sentó en lo alto del templo en el atardecer y al contemplar la ciudad abierta sobre el valle del Anáhuac, vio la gloria apagada del México precolombino: “Todo perece/ por ley universal. Aun este mundo/ tan bello y tan brillante que habitamos,/ es el cadáver pálido y deforme/ de otro mundo que fue…”
Desde la privilegiada vista panorámica que ofrece el teocalli, Heredia no miraba solo a esta ciudad, sino al mundo. Cholula, como el planeta que habitamos, tenía y tiene una suerte de historia oculta y de ocultaciones, de muertes y de resurrecciones, y desde allí “un largo sueño/ de glorias engolfadas y perdidas/ en la profunda noche de los tiempos,/ descendió sobre mí”, escribiría.
El tiempo se encargaría de confirmar la ensoñación herediana del pasado que retorna. Con las excavaciones de los túneles internos del teocalli, salió a la superficie el Tlachihualtepetl, el “cerro hecho a mano”. Reapareció la extraordinaria acústica -si aplaudimos el eco nos devuelve el grito del quetzal- y la exacta orientación de la pirámide, que se desvía 26 grados Este a Sur, en dirección a la salida del Sol durante el solsticio de invierno, y 26 grados Oeste a Norte, hacia la puesta del sol en el solsticio de verano. Rebrotaron las decoraciones policromadas, como el mural de “Los bebedores de pulque” y los extraños “insectos” dibujados en un muro, que dan la impresión de ser cráneos humanos. En el exterior, la Cholula moderna se levantó, con igual furia destructiva, sobre el legado hispano.
Cuando Heredia componía exaltado su poema no tenía idea de cuánto lo marcaría México. De padres dominicanos, el poeta nació en Santiago de Cuba donde no pasó mucho tiempo. La familia se radicaría sucesivamente en la Florida y Venezuela hasta llegar a México, y luego de un par de años en la Isla que lo marcarían a fuego, recibió la condena del destierro: Boston, Nueva York y otra vez, México. La mitad de su corta vida transcurrió en tres ciudades mexicanas y en una de ellas, la capital, dejó sus huesos hasta hoy extraviados. Se casó con Jacoba Yáñez, hija de un magistrado local, y aquí nacieron y murieron tres de sus seis hijos.
De lo que México representó para él, nadie lo dijo mejor que José Martí:
“México es tierra de refugio, donde todo peregrino ha hallado hermano; de México era el prudente Osés, a quien escribía Heredia, con peso de senador, sus cartas épicas de joven; en casa mexicana se leyó, en una mesa que tenía por adorno un vaso azul lleno de jazmines, el poema galante sobre el ‘Mérito de las mujeres’; de México lo llama, a compartir el triunfo de la carta liberal, más laborioso que completo, el presidente Victoria, que no quería ver malograda aquella flor de volcán en la sepultura de las nieves.”
No se puede recordar lo que se desconoce. La única forma de combatir la desmemoria es haciendo memoria, pero la pregunta sigue en pie para el Popo y para Heredia en México: “¿Y tú eterno serás?”
(Publicado originalmente en La Jornada de México)