«¿Por qué las personas que tanta alharaca armaron ante la reciente crisis en la distribución del pollo y el aceite, guardan tanto silencio cuando se aprecia que el problema se está resolviendo?». Así se preguntó en conversación con el autor de este artículo alguien que, más que buscar una respuesta que podía dar por sabida, expresaba una voluntad de ponderación que merece tenerse en cuenta.
En un país que durante seis décadas ha sufrido carestías causadas, sobre todo, por el bloqueo que le ha impuesto la más poderosa potencia imperialista, resulta quizá comprensible que se dispare la preocupación por la amenaza de agravamiento en déficits que ha venido afrontando, o por la posible aparición de otros. Tal vez sea incluso aconsejable no resignarse a ver como normal algo que no lo es: desde el comienzo los promotores del bloqueo vienen declarando que lo instrumentan en busca de que la atmósfera social del país funcione como una bomba de presión.
Y no intentan lograr una bomba de presión cualquiera, sino una cuyo estallido haga trizas al gobierno revolucionario. Así es, aunque haya quienes quieran ignorarlo y, dígase con una expresión popular, se hagan los chivos con tontera. Los personeros del imperio han reconocido que no intentan otra cosa que doblegar a Cuba. No para dejar ahí las cosas, sino para volver a dominarla como hicieron entre 1898 y 1958, idea criminal que –eso también está claro, o turbio– hay personas para las cuales resulta grata.
No es necesario –ni ético, ni siquiera políticamente aconsejable– desconocer las deficiencias internas, para apreciar en toda su profundidad lo que la hostilidad imperialista, abono mayor de tales deficiencias, le ha costado y sigue costándole a una Cuba dispuesta a conservar la soberanía que alcanzó con la victoria de 1959. Pero menos justo aún resulta atribuir todas las desgracias, o la mayor parte de ellas, a errores intestinos.
Eso –opinaba hace poco un contertulio en una plática sobre el tema– quizá responda a que a veces quienes arremeten contra la Revolución Cubana tienen un pensamiento básicamente gástrico-intestinal. Indicios abundan de que por ahí está la zona anatómica que los guía al tomar parte en la guerra de pensamiento –o falta de él– dirigida a deslegitimar un proyecto revolucionario de raíces y propósitos medularmente populares y, por tanto, antimperialistas.
Con solo asomarse a las redes sociales se percibe por dónde van muchas de las opiniones puestas al servicio de tal deslegitimación. Y no se trata de condenar en sí mismos los soportes comunicativos: también los viejos medios servían, y sirven, para lo bueno y para lo malo, para lo mejor y para lo peor. Lo perentorio es poner atención a las motivaciones y actitudes de una parte apreciable de las personas que participan en los debates para condenar a Cuba.
Un rasgo visible de ellas se halla en que a menudo ni leen ni refutan de veras lo que está escrito por quienes defienden –incluso con esclarecida perspectiva crítica– a la Revolución. Aquellas personas suelen no hacer más que refutar lo que intentan presentar como escrito por esos defensores, o les recriminan que hayan omitido cosas que claramente han dicho.
Y si los defensores de la Revolución proponen que en el ejercicio de la crítica se debe ser cuidadoso –ni timorato ni exagerado, ni miedoso ni irresponsable, sino cuidadoso–, desde el bando opuesto los acusan de querer eliminarla, nada menos. Si aquellos reconocen un acierto de la Revolución, los insultan porque no han presentado un rosario de impugnaciones contra los errores verdadera o supuestamente cometidos por ella.
Si una voz revolucionaria reclama que las redes sociales se usen con sentido de responsabilidad y vocación de discernimiento –sin desmesuras como acudir a una plataforma supranacional vastísima para dirimir un conflicto personal con el administrador de un centro de trabajo en el barrio, diferendo para cuya elucidación existen caminos institucionales–, los adversarios hallarán en ello motivo para desatar sus ansias de alboroto. No verán nada mejor que hacer que acusar a esa voz de haber propuesto la prohibición de las redes sociales.
Ciertamente ellas –las predominantes, y no vendría mal que Cuba, sin renunciar a esas, fundase también las suyas propias– no se crearon para ayudar a las revoluciones. Pero puede hacerse con ellas lo que hicieron los mambises con armas que no se habían fabricado para que Cuba defendiera su independencia.
Claramente la Unión de Periodistas de Cuba llama a sus miembros a participar de manera activa en esas redes –en las cuales no pocos de ellos dan batallas–, y procura que tengan cómo hacerlo. Pero el avispero contrarrevolucionario –mostrando aquí y allá su toque o su ataque ostensiblemente rabioso, a veces barriotero en el peor sentido– la acusa dolosamente de pronunciarse contra el empleo de dichas redes. El mentado avispero únicamente quiere que se usen contra la Revolución.
Si los medios de prensa del país –en soporte impreso o digital, o en transmisiones de radio y televisión– critican un desaguisado, y también en las redes sociales lo combaten voces revolucionarias, y el problema se resuelve, integrantes del avispero dirán que se resolvió gracias a la sañuda denuncia hecha en las redes por algunos de ellos. Añadiendo aviesas intenciones, reaccionan como quien, tras curarse de una grave enfermedad gracias a un año de intenso y acertado tratamiento médico, da por sentado que lo sanó el mejunje que en el onceno mes alguien le indicó tomar.
Pero de eso deben también aprender las instituciones del país, incluyendo la prensa y sus autoridades en general: han de estar al tanto para aplicar las medidas pertinentes a quienes por desidia o incumplimiento de sus deberes, o por torpeza, propicien que su sistema de información se ponga en tela de juicio. Tampoco deben ignorar que, por mucho y muy bueno que sea lo que haga el país, el avispero contrarrevolucionario le negará la sal y el agua.
La norma revolucionaria ha de ser actuar con la mayor eficiencia posible. No para merecer la aprobación de avispas que nunca se la darán, sino para bien de la nación y del proyecto revolucionario que le ha asegurado independencia y debe seguir garantizándole dignidad. De esos propósitos están harto lejos sus enemigos.
En medio de los obstáculos y penurias que se afrontan, el Estado sigue haciendo grandes inversiones para que la población disponga de servicios de internet cada vez más amplios, a pesar de que el bloqueo imperialista ha intentado impedírselo. Eso ha sido así aunque, entre las engañifas ofrecidas por Barack Obama a Cuba, estuviera la presunta voluntad de favorecer su avance informático.
Quienes quisieron dar por válidas y buenas esas falacias, serán en gran parte, si no en su totalidad, los mismos que hoy intentan desconocer el reforzamiento del acoso imperial contra Cuba. No les importa que el inmoral e ilegal asedio se manifieste por medio de un engendro tan repugnante, y repudiado internacionalmente, como la denominada Ley Helms-Burton.
Los servidores del imperio atacan con abyecta saña a quienes tienen la decencia de defender a su patria contra él. Si dos actores, guiados por la dignidad, asumen la misma actitud que asumirían otros incontables patriotas, y condenan dicho engendro, no faltarán enemigos que les salgan al paso con indecente rabia. Está claro que la grosería y la incivilidad retratan a quienes las practican, pero esa realidad hace más llamativo el silencio que algunos mantengan en lugar de defender a quienes no han hecho más que representar la dignidad de la patria.
A los patriotas dignos los defiende su propia actitud, y no faltaron voces que alabaran su gesto. Pero el silencio de algunos subraya el valor de la pregunta que se hizo un usuario de Facebook: ¿dónde estaban los ciberjusticieros que habían defendido, incluso con tenacidad digna de una causa mucho mejor, a personajes vidriosos o abiertos cultivadores de insidias contrarrevolucionarias? No se deben fomentar cacerías de brujas, ni facilitar que las brujas emponzoñen la atmósfera de una Revolución para la cual sería suicida renunciar a la limpieza y la claridad de los actos y las ideas.
Nadie debe permitirse ser ingenuo cuando el imperio invierte millones en cuantos medios están a su alcance para propiciar la subversión en Cuba, y tiene servidores que secundan sus planes. Así, el avispero contrarrevolucionario buscará en todo la manera de manipular la realidad y las noticias, ya traten ellas de pollo, aceite o actores, o de cualquier otro asunto.
(Tomado del diario Granma)