La vecindad de esas fechas en un mismo mes, aunque en distintos años –en 1895, la primera; en 1902, la segunda–, propicia reflexiones. El 19 de mayo está marcado por la muerte de José Martí; el 20, por la instauración de una república negadora de los ideales con que él preparó una guerra para liberar y transformar a Cuba, y en la cual participó hasta caer en combate.
La frustración encarnada en la república dominada por el entonces naciente imperialismo estadounidense remite a hechos fundamentales. De entrada, avaló las perspectivas de Martí, sus actos y sus ideas, la lucidez de la campaña de pensamiento que desplegó e iluminó hasta su muerte en Dos Ríos, y que ha seguido dando frutos. La gesta mambisa fraguada al calor de esa campaña impediría que los Estados Unidos le impusieran a Cuba el régimen colonial que continúa sufriendo Puerto Rico, pueblo cuya independencia estaba entre los propósitos del plan martiano.
Todo confirmaría la claridad de Martí, quien no basó en ilusiones su vocación unitaria. En su discurso de la noche del 27 de noviembre de 1891 en Tampa –vale insistir en ello ante la frecuencia con que se desconoce– mostró que no magnificaba la importancia de las generaciones: convocó a todos los compatriotas a un proyecto revolucionario que los ponía en condiciones de ser, sin fronteras etarias, pinos nuevos. Pero en la noche anterior había evidenciado que en su afán por lograr una guerra que condujese, con el esfuerzo de todos, a una república constituida para el bien general, preveía la oposición de quienes pondrían sus intereses y sus temores personales por encima de las necesidades de la patria.
Frente a esa realidad, entre los representados por los racimos gozosos de los pinos que brotaban por entre el paisaje calcinado que le sirvió de fuente a la imagen central de su discurso del 27, habría personas de todas las edades: jóvenes, maduras como él y ancianas. Para Martí, en el auditorio estaría presente en espíritu alguien como José Francisco Lamadrid, de setenta y siete años, con quien un mes después cruzaría en Cayo Hueso saludos que, al hablar de “la pasada revolución” y la “del porvenir”, describían la continuidad de la lucha por la independencia de Cuba.
En el discurso que el 26 pronunció en el mismo sitio, se habían sucedido imágenes de repudio contra quienes propalaban el miedo a la guerra, agitaban prejuicios “raciales” y temían a que sus arcas se empobrecieran. Esas eran expresiones de una sociedad que, formada en la opresión colonial, las desigualdades y la esclavitud, generaba obstáculos prácticos y putativos contra la capacidad de sacrificio y de entrega a la obra colectiva.
Martí enristró “¡mienten!” tras “¡mienten!” contra lindoros, olimpos de pisapapel y alzacolas opuestos a la contienda que se gestaba. En general, aquellos a quienes impugnó hacen recordar a los “sensatos patricios” que en enero de 1869 había refutado en El Diablo Cojuelo. También se piensa en ellos ante la carta a Manuel Mercado del 18 de mayo de 1895, donde, en víspera de la tragedia de Dos Ríos, repudia a quienes se contentan con que “haya un amo, yanqui o español, que les mantenga, o les cree, en premio de su oficio de celestinos, la posición de prohombres, desdeñosos de la masa pujante,–la masa mestiza, hábil y conmovedora, del país,–la masa inteligente y creadora de blancos y negros”.
Echaba resueltamente su suerte “con los pobres de la tierra”, en general, no solo de Cuba. Sabía cuán necesaria era la unidad para lograr la victoria sobre el ejército español –y, ante todo, en las convicciones que él sostenía– contra las maquinaciones de los Estados Unidos; pero no minimizaba instrumentalmente, en pos de una concordia falsa o quebradiza, el peso de las fuerzas contrarias al bien común y, por tanto, a la unidad apetecible para la revolución.
Sus desvelos en ese terreno los plasmó en un artículo titulado “Los pobres de la tierra” –expresión que retomó en Versos sencillos”–, y publicado en Patria, que él fundó para calzar la necesaria campaña de pensamiento. Es el hombre sincero que les dice a los humildes: “Sépanlo al menos. No trabajan para traidores”; pero sabe que se trabaja por “una república invisible y tal vez ingrata”, “por la patria, ingrata acaso, que abandonan al sacrificio de los humildes los que mañana querrán, astutos, sentarse sobre ellos”.
También sabía, y lo dijo claramente, que “un pueblo está hecho de hombres que resisten, y hombres que empujan: del acomodo, que acapara, y de la justicia, que se rebela”. Y todo se acometía en medio de un desafío mayúsculo: “En un día no se hacen repúblicas; ni ha de lograr Cuba, con las simples batallas de la independencia, la victoria a que, en sus continuas renovaciones, y lucha perpetua entre el desinterés y la codicia y entre la libertad y la soberbia, no ha llegado aún, en la faz toda del mundo, el género humano”.
Quería una unión en la cual el todos logrado fuera una fuerza de ascensión creativa, libertadora, no un fardo lleno de lastres que pudiera hundir en el fracaso a la obra revolucionaria. La limpieza de su actuación, con gran sentido de las circunstancias históricas y políticas, pero sin ceñirse a ellas como podría hacerlo un oportunista pragmático, es una de las mayores enseñanzas que legó a sus continuadores. Sigue así marcando el camino para quienes decidan ser pinos abonados por lo nuevo fundacional, no meros neómanos prestos a claudicar ante el primer obstáculo.
La consistencia de su pensamiento propició que sus enseñanzas actuasen como un motor capaz de movilizar a quienes estuvieran dispuestos al sacrificio necesario para la liberación y la dignidad de Cuba. Medularmente contrario a las resignaciones del pragmatismo, desde años atrás había calado en la experiencia continental, y en los planes estadounidenses. Los denunció desde las entrañas del monstruo en 1889, concretamente en lo tocante al primer congreso panamericano iniciado ese año en Washington para dominar a nuestra América por vías económicas, que son también políticas.
A Cuba, aún por independizarse –y sobre la cual pesaban incluso maniobras para su posible compra a la metrópoli española por parte de los Estados Unidos–, le urgía no solo librarse de España, sino también de las maquinaciones urdidas por la emergente potencia norteamericana. El congreso le ratificó a Martí que esa nación se proponía “ensayar en pueblos libres su sistema de colonización”, y no se ensaya lo viejo, sino lo nuevo. Quien tempranamente detectó la formación del imperialismo, se refería al modo de dominación que, característico del sistema capitalista, recibiría el nombre de neocolonialismo.
Fue eso precisamente lo aplicado a la Cuba que en 1898 se vio despojada –por la intervención de los Estados Unidos– de la independencia que había probado merecer y ser capaz de ganarse en la guerra que libraba contra las armas españolas. Los esfuerzos para alcanzarla, los años de lucha desde antes de 1868, la existencia de un ejército mambí que el poder interventor se las arregló para que fuera disuelto, pero cuyo espíritu no sería posible desmovilizar por completo –un espíritu en que seguiría latiendo, y fortaleciéndose, el legado martiano–, impidieron que el poderoso y voraz interventor la redujera al estado colonial de viejo tipo, como el que había sufrido bajo la dominación española.
Frente a eso, el gobierno estadounidense puso a prueba en Cuba aquel “sistema de colonización” que Martí había previsto como un peligro para toda nuestra América. A pesar de las voces dignas que siguieron defendiendo la plena independencia, los Estados Unidos capitalizaron la sumisión de quienes –como vaticinó y trató de impedir a tiempo Martí– preferían un amo, español o yanqui, que les asegurara sus privilegios sobre los pobres.
Con Enmienda Platt o sin ella –se derogó formalmente en 1934–, la república proclamada el 20 de mayo de 1902 fue contraria a los ideales por los que Martí luchó y murió. En nuevas circunstancias los asumiría la Revolución que triunfó en 1959 con Martí como autor intelectual. Con esa guía podía sanear hasta símbolos construidos, con tutela o modelos yanquis –como el Capitolio–, para albergar instituciones de una República contraria al legado martiano.
Gracias a los ímpetus independentistas que el imperialismo no pudo extinguir en Cuba, aquel 20 de mayo –que podría verse como un afán de ratificar políticamente la pérdida de Martí– no representó un triunfo total para las fuerzas antimartianas. Eso también vale tener presente al conmemorarse la muerte de Martí en combate y la proclamación de una república que no lo honró, salvo por el espíritu y los afanes revolucionarios que se rebelaron contra ella y abrieron el camino para una república digna, llamada a mantener viva y pujante la voluntad de lograr su propio perfeccionamiento.