Patricia María Guerra Soriano, estudiante de Periodismo
Solo había ido en una ocasión, y creo en el verano del 2016 cuando Elier nos dijo a mi mamá y a mí que no podíamos dejar de conocer ese lugar. Elier no estaba equivocado. Cruzar la bahía de La Habana podía ser rutina para muchos; para mí, un escepticismo.
-Toma este peso y persígnate, me orientó.
Así recordé hoy cómo la moneda se hundía en aquellas aguas, junto con mis deseos y el permiso necesario para la virgen. Lo recordé porque justo así le dije a Melissa cuando montamos en la lanchita y volví a lanzar otra moneda. Esta vez, con los deseos de un país. No pedí más. Cerré los ojos y la estela de olor a salitre fue mayor que la del mar. Entonces el salitre trascendió, e impregnado en mi nariz resultó más alucinante que la primera vez.
Una de las causas creo pudo ser el temor mayor y más que seguro de no encontrar esta vez la imponente tranquilidad de aquel pueblo ultramarino, ahora devenido escombros.
Iba junto a la varilla que cerraba la puerta. Iba al acecho de cualquier imagen diferente. Con la llegada, un salto me permitió estar en tierra reglana. Sol, sudor y una respiración agitada justificaban la hipótesis de aquella tesis de rapidez, en la que algunos nos aferrábamos para llegar primero al santuario. Ahora, en las puertas de la ermita, volvía a persignarme.
Ahora, las rodillas firmes sobre la madera, los codos separados y las manos juntas en forma de triángulo isósceles. Ahora, la frente apoyada sobre el amasijo de dedos entrecruzados. Ahora, volvía a estar a disposición de aquella virgen, nunca ajena, aunque refulgiera más azul en su capilla.
Luego, volvió el sol. Unos pasos más y un parque. Sol. Otros pasos más. La subida por la calle Maceo.
-Sí, por aquí tenemos luz- dijo la señora desde el peldaño de la escalerita hacia su casa.
Seguimos. Empezaban las transformaciones. Ya íbamos en zigzag. Como en el sistema binario solo que de aceras a calles, y volvíamos de calles a aceras, interrumpidos por rastras, mujeres, camiones, hombres, carretillas, niños, palas, tablas, divisados desde segundos antes en una lontananza en la que no tardamos en adentrarnos.
Nos separamos en grupos. Once o doce, o más, descendieron una lomita para ayudar a otros hombres.
Nosotros continuamos el camino. Con los deseos de multiplicar aquellos panes que llevábamos. Esos fueron los primeros agotados. Después, la leche y el agua compradas antes con el aporte individual.
En algún momento pensamos buscar una historia en aquel lugar pero, ante la desastrosa y desconcertante imagen del semáforo de la Vía Blanca que separa a Regla de Guanabacoa, nos dimos cuenta que habían demasiadas historias y dolores sumidos bajo los restos de fachadas, techos, paredes.
Me descubrí sola, sin sentir el peso de la mochila. Me sorprendí frágil y consternada, queriendo, como X Alfonso, besar todas las heridas de este pedazo de ciudad. Levantarla y abrazarla. Impulsar a su gente. Volverla inmarcesible. Me perdí de su realidad por instantes pero regresé.
Después de intentar ayudar, solo me quedó volver al camino ya no bajo el mismo sol; sí entre el mismo ajetreo.
Era jueves. Enero. Y aún treinta y uno. Pocos días tras el paso de la furia convertida en viento, que con fuerza de tornado intentó borrar porciones de esta ciudad capital. Fue el día en que más he pedido a Yemayá.
Luego, bajando por la calle Martí, nos marchamos.