Mi asamblea de ubicación laboral en quinto año comenzó temprano. Eran las 3 de la tarde y nos reunieron en el aula para asignarnos un lugar en varios medios de comunicación. Yo quería ser profesora, porque mi abuelo fue abogado, mi abuela economista, mi mamá farmacéutica, y todos trabajaron en la Universidad de Oriente. Yo quería hacer periodismo e investigar, porque ser periodista es solo una versión de ser científico: no quieres que nada pase por alto.
Aquella tarde de julio del 2013 un amigo del aula me dijo que yo sería la Doctora en Ciencias más joven del país algún día. Y no tenía cartas, ni caracoles, ni bolas de cristal. Seguramente vio mis ganas de seguir aquel camino que comencé con la tesis, que tuve que hacer al tiempo que trabajaba para la Agencia Cubana de Noticias. Al año ya tenía un proyecto y un tutor.
Uno no comienza a ser doctor cuando inscribe el tema, o cuando atesta mil veces, o cuando predefiende la tesis. En realidad es un proceso de crecimiento lento, desesperante. Inicia en las noches en vilo frente a la computadora, cuando todos duermen y solo queda el café; en las tablas de datos por procesar, en ese capítulo 1 interminable, en la alegría del artículo y en el estrés que emana del sudor. De repente te miras al espejo: estás despeinada y tampoco tienes ganas de peinarte o maquillarte, porque solo piensas en aquella página que debes reducir porque no alcanzan las cuartillas.
En los primeros dos años no te lo crees y hasta actúas como una persona normal, que de vez en cuando recuerda que está haciendo un doctorado. Hasta que comienzas a abstraerte, como los artistas. No quieres que nadie interrumpa el proceso creativo. Encuentras mucha gente en el camino: aquellos que te dicen que perderás la cordura, que no valdrá la pena o que te miran con desconfianza porque eres muy joven, o muy viejo, o muy complicado.
Pero qué bueno es haber perdido la cordura cuando llegas por fin a la predefensa y el tribunal decide apalearte. Cuando te critican hasta el título y el modelo que propusiste no es lo suficientemente complicado; cuando pasan cuatro, cinco horas, y ellos siguen ahí, golpeando tus noches de desvelo y tus amistades abandonadas. Al salir de la predefensa tienes la sensación de que ya lo viste todo y te vas a casa, pasas una semana recluido y finalmente brota la energía para comenzar todo de nuevo.
Hasta que llega el día donde todo el mundo te está felicitando porque defendiste. Te dicen “doctor”, “doctora”, y la palabra suena en tu cabeza una y otra vez. Lo repites para que no se te olvide más. No creo que el doctorado sea un cuarto en el que los que están adentro empujan la puerta para que no logres abrirla. Es más una carrera de obstáculos contra uno mismo, contra el tiempo y la desmotivación.
Puede que termines la tesis usando espejuelos o con la sensación de que debes redactar el primer capítulo a las tres de la mañana; pero es mucho más productivo agradecer a los que te ayudaron, a la Revolución, a Fidel, a tu universidad, a tus padres y abuelos, a tu país. Y eso es lo que de alguna forma todos hacemos después de ganar la pelea: celebrar la victoria y seguir luchando.