Una segunda muerte asecha a Pablo de la Torriente Brau. Ya está recluido en esa lista de espera denominada “efemérides”. Y qué será de él, y muy especialmente de nosotros y de las nuevas generaciones, cuando se le confine al destierro inmerecido de la “inmortalidad” o lo coronen con los mustios laureles de la “eternidad”.
A Pablo, como a muchos héroes verdaderos, debemos preservarlo de la perversidad del dogma burocrático y conservador. Hay que ponerlo a pelear como lo hizo dondequiera que estuvo en su efímera, relampagueante y sustanciosa vida.
Al mejor periodista cubano de todos los tiempos lo necesitamos para redimir nuestra profesión.
Vale entonces lo expresado por Denia García Ronda, estudiosa de la vida y obra del Héroe de Majadahonda, cuando señala que el mayor aporte de Pablo al periodismo cubano es haber podido integrar armónicamente, a partir de su compromiso social, el testimonio, la prosa literaria de vanguardia, el conocimiento de la historia y la cultura nacional e internacional, el humor, la sinceridad, la sensibilidad humana, el talento, la capacidad comunicativa y una ética revolucionaria nada esquemática y muchas veces transgresora de lo establecido.
La raíz conductual del ejercicio periodístico pabliano está en la sinceridad, entidad ética que toma cuerpo en la búsqueda participativa de la verdad desde el comprometimiento con ella. Ni espectador, ni testigo, sino sujeto transformador de la realidad.
Con luz martiana, en él habitó el duende incansable de la autosuperación mediante la avidez permanente por la lectura, la reflexión en torno a sus propias experiencias y las de otros, del análisis de los contextos, del papel de la historia más allá de lo meramente referencial, del valor y revelación de la condición humana y su capacidad para tejer los aconteceres locales y foráneos para mirar con luz larga y mediante ella anticiparse, prever, movilizar para promover y construir asideros posibles.
La genialidad de Pablo estuvo también en poder asumir y combinar, con sencillez y desenfado, su condición de periodista de hondura, propagandista enérgico y certero, comisario y analista político agudo y polémico, según las circunstancias que atravesó como un auténtico huracán revolucionario en el más amplio y comprometedor sentido de la palabra.
Nos legó estilos y formas de hacer periodismo con vigencia precursora, aunque no aparezca en los planes de estudios en nuestras aulas universitarias, ni en el fragoroso taller cotidiano de las redacciones. Sus enseñanzas se pierden peligrosamente inadvertidas entre la inconciencia y el despropósito, entre el marasmo de la mediocridad y la desprofesionalización.
Pero el caudal de Pablo no queda represado en los territorios del periodismo, su potencia seductora y concientizadora va más allá. Está en el blindaje de su integridad revolucionaria: modestia, humildad, talento, osadía, transparencia, sabiduría política, sentido de la oportunidad, capacidad de diálogo y negociación, entrega irrestricta al cumplimiento del deber, consagración. Entonces, su ejemplo debiera estar en la primera línea de la formación de la cultura política y comunicacional de los servidores públicos, como de dirigentes partidistas y gubernamentales. Cuántas batallas se hubieran ganado si nuestro Comisario Político encarnara alma, corazón y vida en quienes tienen el deber y la responsabilidad de la luz para con el pueblo y su revolución.
¡Alerta! Pablo sobrevivió a la muerte en Majadahonda (19 de diciembre de 1936), pero hoy lo embosca una más ominosa y definitiva: la del olvido.