No hacía falta anunciar que la selección del 13 de agosto para iniciar el debate masivo sobre el proyecto de nueva Constitución cubana rendiría tributo a Fidel Castro. Nacido en esa fecha de 1926, él fraguó y condujo la Revolución que desde 1959 replanteó la vida de Cuba y la puso en camino de una institucionalización que en 1976 se dio la primera carta magna concebida en el país para servir a la edificación socialista. La voluntad de homenaje al líder fundador ha estado presente en la reforma constitucional puesta en marcha, y en distintas manifestaciones del pueblo cubano al respecto.
La atmósfera de tributo animó al autor del presente texto a escribir otros artículos: “El 26 de Julio y la nueva Constitución” y “Cultura de la equidad, si de pueblo se trata”, publicados en Granma y en Periódico Cubarte, respectivamente. Deben suponerse base de la motivación por la cual se le invitó a participar en la revista televisual “Buenos Días”, de Cubavisión, el pasado 31 de julio. Allí lo entrevistó, en vivo y sin cuestionario previo —la única pauta fue conversar sobre el proyecto de Constitución—, el presentador Humberto López. Sus preguntas, más bien incitaciones para el tratamiento del tema, propiciaron la charla que ahora el propio autor —sin renunciar al sesgo de la improvisación— transcribe en respuesta a la sugerencia que algunas personas le han hecho para que plasmara en un texto lo dicho ante las cámaras.
Como en cualquier tratamiento del pasado, así como del presente y del futuro de Cuba, resultó natural que el pensamiento de José Martí fuera un punto de partida para el análisis de lo que significa la Nueva constitución. La vigencia de Martí se debe, en gran medida, a que la realidad mundial de hoy, no obstante los años transcurridos, se mantiene cerca de la que él quiso transformar. Señaladamente persiste un elemento de gran influencia que él se propuso impedir, y que se consolidó contra su voluntad: la expansión del imperialismo.
En ese sentido la presencia de Martí en el mundo de hoy se debe, en gran medida, a la consumación de una tragedia. Pero también se basa en su pensamiento democrático. Sus ideas sobre lo que Cuba necesitaba respondieron a una concepción profundamente democrática del derecho, de las leyes, y a su deseo de que el pueblo las conociera. Hablando en particular de otras realidades de nuestra América, escribió que a los abogados de su tiempo les molestaría que el pueblo conociera las leyes, porque —se glosan aquí sus palabras, no se citan textualmente— eso podía quebrantar sus intereses profesionales y económicos. Él aspiraba a una transformación profunda no solo de Cuba, y daba la bienvenida a ese aprendizaje popular, porque las leyes deben conocerlas quienes han de cumplirlas y quienes han de velar por su cumplimiento.
La Constitución sería necesaria siempre en toda sociedad moderna. En Cuba, que lleva poco más de cincuenta años en el intento de institucionalizar su legalidad de orientación socialista, resulta mucho más importante, porque ese poco más de medio siglo ha transcurrido en una historia signada por una máxima que, aunque se decía como cosa de risa, era trágica: “La ley se acata, pero no se cumple”. Para que el país se encamine por la legalidad y la civilidad, necesita leyes fuertes y, desde luego, la ley básica debe ser clara, comprensible y bien comprendida.
Y en estos tiempos la Constitución resulta particularmente necesaria. No hace falta ser demasiado zahorí ni tener especial vocación de descubridor para apreciar que Cuba sufre quiebras en la legalidad y en la civilidad. Salgamos a la calle, veamos cómo se habla, oigamos lo que se dice, veamos el comportamiento de la población y apreciaremos que, entre muchas virtudes que el pueblo cubano ha sustentado y fomentado con la Revolución, no se ha logrado a pareja altura el cultivo de una civilidad colectiva, masiva, como la que necesitamos y merecemos tener.
En ese sentido el cuerpo de leyes de la nación debe ser fundamental, y ha llegado un momento importante. A veces se hablaba de la pequeña ilegalidad, de la pequeña corrupción, y se decía: “No es el momento para combatirlas”. Pero frente eso valía preguntarse: “¿Cuándo va a ser el momento?”. Si la pequeña corrupción y las pequeñas ilegalidades no se combaten desde que surgen, desde que empiezan a manifestarse, tomarán cuerpo y minarán la sociedad en su conjunto. Así que, aunque la Constitución siempre sería necesaria, ahora lo es todavía más. Porque, además, en la sociedad se dan cambios que pueden ser muy estimulantes, o a veces sencillamente necesarios, o ineludibles, y deben estar sujetos al cumplimiento de las leyes, y no de una legalidad cualquiera, sino de una que, en el caso de Cuba, no tiene otro camino que tomarse en función de un sentido profundamente popular, en profunda identificación con los pobres de la tierra.
Cualquier cambio que se haga —y a veces serán cambios que se adoptarán por necesidad—, se ha de conservar la brújula. Esa es una de las finalidades mayores que tienen la Constitución y las personas encargadas de transformarla, de modificarla, y al final una gran responsabilidad la tiene el pueblo. No hay en el mundo gobierno o partido que puedan garantizarle a un pueblo ni la legalidad ni la libertad ni la democracia que ese pueblo merece, si él no es capaz de conquistarlas y cuidarlas.
De ahí la gran responsabilidad que tiene el pueblo cubano ante sus leyes, ante el sentido transformador que lo convoca. Si solo fuera cosa de tener una nueva Constitución por tenerla, serviría de muy poco. Porque constituciones Cuba ha tenido varias, desde la de Guáimaro, que fue un adelanto de civilidad imperfecta pero fundadora, hasta otra como la de 1940 que —salvo a la lucha generada para defenderla— no condujo a nada, o condujo a poco, porque no se aprobó en una república que fuera el contexto necesario para su aplicación. La de ahora tiene el contexto en que se puede y se debe aplicar, y es insoslayable que se aplique.
Se puede y se debe aplicar sin perder el rumbo. A quien esto escribe le gustaría que en la nueva Constitución estuviera explícitamente, al menos con un guiño, el señalamiento de que el rumbo de la estrategia cubana lo marca el ideal de construir el comunismo, aunque el mundo no llegue a lograrlo, porque el mundo puede destruirse, no ya antes de que se alcance el triunfo del comunismo, sino antes incluso de que en algún lugar el socialismo triunfe plenamente. Pero el desiderátum no se debe perder. Eso es algo que merece estar claro, porque al pueblo cubano sigue dirigiéndolo el Partido Comunista de Cuba, y a este —aunque no es un partido estrictamente proletario, sino un partido del pueblo cubano— no se le ha cambiado el nombre. Cuando en otras partes empezaron los cambios de nombres de partidos asociados al afán de construir el comunismo, tales cambios expresaron traición y abandono de los propósitos socialistas.
Si el Partido Comunista continúa dirigiendo a la sociedad cubana, la Constitución debe hacerle al menos un guiño al ideal del comunismo no solo con el nombre del Partido, y, desde luego, habrá la posibilidad de proponerlo en el debate popular. A quien esto escribe le hubiera gustado que el compañero, valiosa persona, que en el debate sobre el anteproyecto constitucional propuso que esa mención no se excluyera de la Constitución, hubiera mantenido ese criterio. Valdría la pena retomar esa propuesta.
El consenso nunca es homogéneo, es una masa bastante compleja, en la que a veces se estima necesario ceñirse a logros inmediatos alcanzables. Pero lo inmediato no debe hacernos olvidar que hemos llegado hasta aquí buscando un ideal que está mucho más allá de lo que vamos a alcanzar por ahora. Alguna vez, justificando cambios concretos que se aplicarían en Cuba, alguien le atribuyó a Martí la idea de que “la política es el arte de lo posible”. Es falso. En primer lugar, tal expresión ha sido atribuida, de Aristóteles para acá, a varios autores, pasando por Maquiavelo y otros pragmáticos.
Si Martí hubiera escrito eso, no sería un juicio martiano. Él se planteó como su deber cardinal algo que en su momento no parecía posible: impedir la expansión de los Estados Unidos. Pero de plantearse eso que parecía imposible, viene una realidad tan real como la Cuba soberana que tenemos. ¿Qué pasó con Puerto Rico? En 1895, ante la rebelión cubana contra España, Ramón Emeterio Betances expresó —aunque no se haya encontrado el texto hay indicios de que lo dijo— algo que sigue siendo una convocatoria: “¡Qué hacen los puertorriqueños que no se rebelan!”. Sabía necesario rebelarse no solamente contra España, sino también contra el peligro representado por los Estados Unidos. La relación entre lo posible inmediato y los grandes ideales debe regir, orientar, si no el texto de la Constitución —aunque también ese texto—, el pensamiento revolucionario en general.
La soberanía es básica. El día en que renunciemos a ella, renunciamos a Cuba. No se trata aquí de un delirio, de un prurito de querer ser independientes, de querer ser soberanos. Es que, o somos soberanos, o no somos nación. Lo otro es el peligro de que nos absorban los Estados Unidos. Y no crean los anexionistas que ellos tienen la menor posibilidad de triunfo. Dos razones fundamentales los condenan al fracaso. Una es la voluntad del pueblo cubano de continuar siendo independiente. Esta es una nación que se alzó contra el colonialismo español, que se alzó contra el imperialismo estadounidense, y mantiene su voluntad de soberanía.
La otra razón que condena al fracaso a los anexionistas es que al imperialismo no le interesa en absoluto anexarse a Cuba, como no les interesa anexarse a Puerto Rico. Colonizarlo sí les interesa, dominarlo, y algún día pudiera ser que teóricamente decreten que aceptan como estado a Puerto Rico, pero lo desprecian, como en general a los pueblos de nuestra América. Nos desprecian. Eso no es una frase de Martí, sino reconocimiento de la realidad.
Pero hay un peligro, algo que no está necesariamente condenado al fracaso, y contra lo cual es necesario combatir, y está condenado moralmente al fracaso: el anexionismo, que no se debe confundir con anexión. La anexión es inviable, pero el anexionismo es un modo de pensar y puede limitar el alcance de la independencia de Cuba y el reconocimiento propio de algunos cubanos de que Cuba puede y debe y tiene razones y capacidades más que bastantes para ser independiente. Por eso la soberanía es tan importante. No se trata de que renunciemos al internacionalismo. La contradicción actual no es entre soberanía e internacionalismo, sino entre soberanía e imperialismo. Esa es una brújula que no podemos perder. El día que la perdiéramos —y lo fundamental, la mayoría, lo distintivo del pueblo cubano no la va a perder—, estaríamos perdidos como nación.
La historia es siempre un proceso en marcha. Cuba es una realidad en brega, y, por cierto, una nación relativamente joven, porque lo son las naciones de nuestra América si se les compara, por ejemplo, con las de otras latitudes. El día en que renunciemos a la brega estaremos condenados a la parálisis, y la brega funciona también a nivel de pensamiento, no solo de la práctica. Por eso, cuando se analizaba el Preámbulo de la Constitución, algunas personas propusieron modificaciones dirigidas a precisar conceptos que deben estar muy claros, y aunque en un momento determinado pareciera que ese Preámbulo —que viene de la Constitución de 1976— era insuperable, la realidad siempre plantea necesidades de superación.
El Preámbulo es básico. No es un mero prólogo, sino la brújula de la Constitución. Un prólogo es un texto más o menos brillante, más o menos extenso, más o menos calador, que se hace para ubicar la lectura de lo que sigue, y ayudar a entenderla. El Preámbulo de la Constitución traza las normas, el camino por donde va a transitar el pensamiento de la Constitución. Por donde debe transitar Cuba.
(Tomado de Cubarte)