Estas notas no aspiran a ser exhaustivas, y menos aún originales, ni a parecerlo. Menos aún desea el autor escamotear aportes de nadie. Pero ¿cómo hallar ahora el tiempo necesario para buscar la nómina de quienes, incluido él mismo, hayan abordado el tema? Aún más: de lograr esa lista, ¿estaría completa?, ¿sería de mucha utilidad cuando apenas se trata de reclamar —sin pretensiones académicas— que la prensa mejore?
Seguramente no habría una sola voz de partida, sino varias, diversas: desde el líder de la Revolución Cubana, Fidel Castro, hasta incontables profesionales de la prensa, pasando por una amplísima gama de la ciudadanía. ¿Saldrá sobrando la aclaración si se tiene en cuenta que hasta pueden aparecer dueños de temas? Mejor vayamos al grano, que es lo menos que se le ha de exigir a un texto deseoso de ser ágil y útil.
La institucionalidad de una nación empeñada en construir el socialismo —aún no consumado en ningún lugar del mundo— ha salvado al periodismo cubano de plagas abundantes en otros lares, como la crónica roja, las noticias del corazón, las calumnias. En Cuba no se difunden aberraciones de esa índole, aunque pudiera haber receptores y emisores que simpaticen con ellas y estarían dispuestos a cultivarlas.
En cambio, no parece que la misma institucionalidad haya favorecido igualmente, en la medida en que debería haberlo hecho y a todos los niveles de la sociedad se ha demandado, la erradicación de otros morbos. Al decirlo, de inmediato se piensa en excesos de centralización y secretismo asociables con los mayores déficits del ejercicio periodístico y que, si no han prosperado más sostenidamente, quizás se deba en parte al empeño de quienes, en distintos estratos de la sociedad, y no necesariamente aislados entre sí, han actuado contra la perpetuación de tales padecimientos.
Desde tiempos antiguos se sabe que, en general, defectos y virtudes actúan como el anverso y el reverso de una misma moneda. El propio secretismo y la centralización pueden provocar manquedades y, a la vez, calzar la garantía de la discreción y la prudencia de una prensa responsabilizada con la seriedad y con el mayor sentido del respeto hacia la verdad y el público, o los públicos. Pero, si se pasa de rosca, el respeto puede resultar paralizante. Pensando en lo que pudiera considerarse excesos reguladores en la prensa cubana, a una colega con sentido del humor este articulista le ha oído poner en boca de tales normas, convertidas por ella en personaje, cierta canción que estuvo de moda hace algunas décadas: “Piérdeme el respeto ahora, que no quiero morir santa”.
Forma concentrada y superior de la evolución y, llegado el momento, de la violencia, una revolución no es obra de arcángeles, sino de seres humanos. Pero el diablo se cuela en ella, y es vital mantenerlo a raya, lo que no se logrará imaginando que la realidad es la que se desea. Resulta insoslayable asumirla y enfrentarla como es, tomarla por los cuernos —los del diablo y los de otros especímenes perturbadores—, para impedir que todo se tuerza. Si resulta frustrante resignarse a deficiencias de la prensa revolucionaria esgrimiendo el fundamento moral con que está responsabilizada y la distingue de la capitalista, no menos lo sería cultivar el silencio bajo el escudo de no hacerle el juego al enemigo. Esa táctica propicia ocultamientos y eufemismos que encubren deformaciones, y da pretextos a quienes buscan desacreditar a la Revolución.
El sentido de responsabilidad no ha de arrastrar a la prensa a convertirse en archivo de relatos viejos aprobados para su divulgación, a privarse de la inmediatez y la soltura que también debe tener y aplicar activamente, al paso de la vida. Su potencialidad no debe servir solo para denunciar y desaprobar, sino asimismo para deshacer mentiras y exaltar virtudes y logros. Irma Shelton Tasé, de conocida labor en la comunicación social y como activa integrante del parlamento cubano —donde sus preguntas no se hicieron esperar ni rehuyeron parecer molestas—, en un reciente comentario de Facebook deploró que una entrevista destinada a rebatir rumores desatados en La Habana se grabase aquí para la cadena Russia Today, no para la televisión nacional.
Hace algunos años que, no una locutora con méritos, sino el jefe de los Consejos de Estado y de Ministros, y primer secretario del Partido, general de ejército Raúl Castro Ruz, quien ha llamado a combatir la corrupción sea quien sea quien la cometa, una vez más demandó mayor combatividad de la prensa, cuyos déficits, es justo decirlo, no son solo ni básicamente achacables a sus trabajadores de filas, que han padecido las líneas rectoras. En lo que pareció una respuesta a la citada demanda, la televisión exhibió un documental sobre sucesos delictivos ocurridos unos años antes, y penados por los tribunales hacía ya su tiempo. La información conservaba interés, pero supo a vieja, o lo era. ¿Nada denunciable estaba sucediendo cuando ella se hizo pública?
Sea cual sea el color de la camisa, o de la blusa, la corrupción destaca entre los males que mayor servicio brindan a las fuerzas contrarrevolucionarias. De ello han sido conscientes la ciudadanía y la dirección del país, al margen de cómo se dijera o no se dijera, más o menos explícitamente, en la tribuna y en la prensa. Un examen hecho con un mínimo de cuidado pudiera confirmar que el asunto ha estado presente en el ajetreo de la Revolución antes y después de que rotundamente el Comandante en Jefe dijese que ella solo podría ser derribada desde dentro. Aunque el país sufra deformaciones como el burocratismo, y malos hábitos de trabajo en quién sabe cuántos ciudadanos, es difícil imaginar una más venenosa y patógena que la corrupción, aun cuando la cometan personas que sean o se sientan revolucionarias, y acumulen currículos de tales.
Preguntarles a periodistas cuál debe ser su papel en la lucha contra ese tósigo equivale a interrogar a médicos y enfermeros sobre su tarea ante la aparición o la amenaza de una epidemia. Las instituciones y autoridades cubanas de salud pública podrán incurrir en errores, porque no son de reino divino alguno; pero saben qué les corresponde hacer, y lo acometen. Eso no puede decirse de la prensa con la misma seguridad, por mucho que se haya avanzado en ella y muy claros que hayan sido la práctica de sus hacedores y los pronunciamientos sobre ese frente en el ejercicio diario y en reuniones a distintos niveles: entre ellas las del gremio periodístico —ahora animado por el vislumbre de una política enfilada hacia el logro de una lúcida cultura de la comunicación—, y otras de mayor peso, como los Congresos del Partido y las sesiones de la Asamblea Nacional.
Las comparaciones resultarán discutibles, pero vale suponer —mero ejemplo— que, de no haberse librado a tiempo la eficaz campaña que erradicó la poliomielitis en el país, quizás hoy esa enfermedad seguiría azotándolo. Para quienes continúen viendo en la práctica el mejor criterio de la verdad, y en el conocimiento de esta un arma revolucionaria, el avance de la corrupción mostrará que, contra ese mal, no se ha hecho todo lo necesario y posible. Acaso sea más difícil aún de extinguir que la poliomielitis, pero eso no autoriza a conformarse con lo alcanzado, sino todo lo contrario.
Si se le estimula, se le exige y se le permite realizar plenamente su función, la prensa será capaz de cumplir en eso una tarea de primer orden. Contribuiría eficazmente a que se ponga freno a distorsiones que no solo conciernen a la economía, sino también, desde ella, al funcionamiento social en pleno, incluyendo el uso de prerrogativas, la disciplina pública y la convivencia, que entra en crisis cuando falta la necesaria civilidad.
Esa lucha seguirá siendo fundamentalmente responsabilidad de la sociedad en su conjunto, de sus instituciones y, señaladamente, de sus órganos y cuadros de dirección. El tiempo perdido en el cumplimiento de las tareas encaminadas a conseguir los frutos necesarios puede generar, en el plano ético y cultural —en la vida—, severas lesiones de curación cada vez más difícil, prolongada y costosa.
Está circulando en las redes, emitida por Silvio Rodríguez, una opinión que no es necesario asumir hasta en sus comas y silencios para apreciar lo que tiene de acierto. Además de expresar rechazo hacia quienes “hasta ahora no se atrevieron a decir que la corrupción era una expresión contrarrevolucionaria”, el trovador afirma: “Lo peor es no reconocer que todo eso pasa porque muchos aspectos del sistema son obsoletos y no funcionan. Y cuando un sistema no funciona, la gente, espontáneamente, inventa el suyo propio para sobrevivir. Y a esa necesidad de supervivencia de los que no tienen nada también le llamamos corrupción. A pesar de que los que prohíben esto o aquello tienen la mayoría de sus problemas materiales resueltos: si no buenos sueldos, al menos transporte garantizado, buenas casas, ayudantes que se ocupan de todo, vacaciones en los mejores lugares, tecnología de punta con Internet en todo el país… etc., etc. y etc.”.
Guste o no guste, ese planteamiento no merece la callada por respuesta, sino atenderse, y si algo tiene que se considere necesario refutar, refútese, no se deje en el saco grueso, con fondo y tapa, del secretismo. No vale confundir sentido de la oportunidad y oportunismo. Es comprensible que la población reaccione con suspicacia ante quienes denuncian la existencia de ventajas deformantes —lo son al margen de las intenciones con que se establezcan— cuando pierden las que han tenido o se les escapan las que han aspirado a tener. Tampoco se descarten maniobras de quienes busquen lograrlas para sí.
Fortalecer la prensa sería respetable como “simple” logro profesional, pero va más allá. Entre otros indicios de esa verdad, los hechos han demostrado que se necesitan espacios donde impugnar responsablemente —para prevenir confusiones— a figuras que lo merezcan, aunque se hallen en vínculos protocolares con el gobierno de la nación. Y, entre modificaciones estructurales de ineludible repercusión en la sociedad, aparecen realidades como el surgimiento de millonarios. No hace falta especular sobre sus intenciones, ni hurgar en el origen de sus riquezas —aunque la experiencia internacional aconseja no pasar por alto ese dato—, para prever que se harán sentir en un país defendido por la mayoría del pueblo, pero que sufre el asedio de poderosas fuerzas externas y tiene ponzoñas intestinas como la corrupción, y otras que la nutren.
Peligra un proyecto de equidad que merece ser cuidado para que la nación no se salga de él, peligro que no se conjura con pronunciamientos bien intencionados, sino con la práctica necesaria. Si la realidad mundial le impidiera a Cuba llegar al destino trazado, quede al menos la evidencia de que se hizo todo lo necesario para conseguirlo.
Atenta a los hechos, y sin ahogarse en las engañosas aguas del positivismo —en las que abrevan economicistas y pragmáticos—, la prensa ha de ser creativa, coherente y audaz, como el discurso político con el que, llamada a iluminarlo, se vincula. Como él, tiene la misión de alcanzar la mayor eficacia posible, para que denuncias y señalamientos resulten aleccionadores, sean adecuadamente atendidos por la dirección del país a todos los niveles y se conviertan en realidad. De ello dependerá la confianza que no solo la prensa debe merecer por parte del pueblo, y que hoy no hay motivos suficientes para afirmar que ha llegado a una altura capaz de calzar toda la seguridad apetecible.
La plena confianza de la ciudadanía en la prensa tendría otro efecto benéfico: privar de asideros a quienes acudan a medios enemigos, o incluso los fabriquen, para denunciar males que real o supuestamente aquejen al país. Conciernan a la economía, a los servicios, a la corrupción, a secuelas o asomos de racismo y de nepotismo, a malos tratos, a las calamidades que sean, las críticas hechas a la Revolución no las esparcirán sus enemigos para contribuir a que esta se fortalezca en la búsqueda de fundar un país plenamente socialista, sino para coadyuvar a su derrocamiento, al que siguen apostando.
Tal realidad impone retos valorativos apreciables y es necesario encararlos, no eludirlos: se pueden criticar los mismos hechos, usar en ello términos más o menos similares y, sin embargo, pensar y actuar en función de propósitos harto divergentes. Aunque no está el horno para ingenuidades, podrá haber quienes actúen por desprevención, pero ¿faltarán quienes, en busca de réditos —ya sea en metálico, publicidad, promoción, visas, apoyo de fuerzas solventes o mimos a su ombligo—, se plieguen al enemigo en los términos que él imponga? Frente a eso, cuanto más eficaz sea la prensa, menos justificación hallará tal conducta, vístase de seriedad o de gracia humorística.
Tomado de La Jiribilla