Las estadísticas acusan que escribir sobre la sociedad humana, sus verdades y sus conflictos podía conducir a la muerte. Y muerte de bala. De crimen. Y también por accidente. Solo los pilotos de prueba –esos cobayos del aire- afrontan más peligro que los periodistas.
Ante la noticia, puede uno adoptar disímiles posiciones: creerlo, no creerlo; temer o no temer. Por mi parte, al conocer por fuente fiable que yo, periodista, podía alguna vez ser víctima de la peligrosidad que ronda a los de mi oficio, admití que era verdadero el hallazgo estadístico. Y nada novedoso. Porque yo mismo, en alguna ocasión, he experimentado el riesgo por buscar una historia o un personaje. Como aquel día, en San Cristóbal, en la provincia de Pinar del Río. Escalaba la Sierra del Rosario hacia la finca cafetalera de quien, según noticias, poseía una historia capaz de interesar a los lectores de la revista Bohemia. Y al cruzar un río crecido, el agua que bajaba en torrentera de lo más alto de la serranía casi me echa a navegar hacia los hielos eternos.
Esa aventura es una de mis condecoraciones morales. Y resulta un recurrente talismán contra el desaliento el saber que la profesión que ha sido el gusto principal de mis ocios, la misión primordial de mis deberes y la concreción cotidiana de los principios solidarios entre los cuales he crecido, nos reclama, a veces, hasta la existencia. He sido, junto con mis colegas, de aquí y de allá, un privilegiado. Sí, colegas: la posibilidad de morir haciendo nuestro oficio es como un acto de supremo servicio. Y me parece que nuestros dedos, nuestra mente, son instrumentos que ofician un culto de solidaridad con el Hombre. ¿Romántico? En efecto, romántico. Y a mi parecer quien no asuma el periodismo con esa actitud romántica, presumiblemente no logre practicarlo con vigor, ira, amor y desprendimiento.
En estas cosas pensé cuando, invitado por la Unión de Periodistas de la provincia de Villa Clara, asistí, en Remedios -mi municipio natal- a un encuentro de periodistas que habían sido corresponsales de guerra junto a las tropas internacionalistas cubanas. Rendíamos tributo, como todos los años, a Tony, un enviado del entonces periódico Bastión, muerto en la guerra de Angola. Ante su lápida, la emoción más recurrente nos cimentaba la certeza de que allí, un hombre, un joven, convertido en una columna de polvo humano, vivía su muerte en la Historia.
La cita ahora es inevitable. Ryszard Kapuscinski[1] asevera que el periodismo no es una profesión apta para cínicos. Con lo cual, el autor de libros capitales del periodismo literario –hecho pasión, sangre, arte- admite que el oficio periodístico necesita como ejecutor a una buena persona. Y es comprensible. ¿Puede acaso uno arriesgar la vida por una verdad, una historia, un personaje si no posee la entereza de seguir una vocación que entraña la posibilidad del martirio y que ningún dinero puede pagar, porque el dinero la mancilla y contamina?
Y si mencionamos a Kapuscinski, elegido como el periodista primordial del siglo XX, habrá que evocar a John Reed, merecedor también de ese título, por reportajes capitales como Diez días que estremecieron al mundo, o México insurgente, compuestos entre las balas de una ciudad en revolución o el polvo de las llanuras mexicanas sembradas de sables inmisericordes, o aquellos relatos en los que el reportero se hacía meter preso para entrevistar a los líderes encarcelados de una huelga.
En esos periodistas, y en tantos más, como el cubano Pablo de la Torriente Brau, latía la lumbre de una vela que se consumía en el empeño de ver, oír y escribir para, luego, en la urgencia limitadora de un despacho cablegráfico, o en las letras más meditadas de un libro, parte de los seres humanos vivieran un fragmento de la Historia, único, irrepetible, pero transferible por la osadía y la abnegación de un periodistas que, olvidándose de sí mismo, vivía para luego hacer vivir a los demás.
¿Qué somos, nosotros, periodistas no mediáticos, si no inmediatos abanderados de la sociedad? Somos puentes. Somos enlaces. Mejoradores de la existencia. Heraldos del mundo nuevo. En un momento de limpieza y claridad profesional, la española Maruja Torres nos asignó los instrumentos: una voz narrativa, un punto de vista y una ética. Parecen instrumentos endebles. Su poder es, en verdad, incalculable porque nuestras cámaras pueden captar nuestra muerte, y en nuestras manos podemos apretar, con la rigidez de lo inapelable, los papeles que dirán a los vivos: Nos hemos ido, pero estamos ahí, en ese jirón de palabras entrecortadas, en esas fotos humeantes, en ese trazo que grita por la justicia, enviando, para siempre, la esperanza de que sobre la ruina se alzará el triunfo solidario de un mundo compartido. Entre todos.
[1] Nació en Polonia en 1930 y murió en 2007. Autor de una veintena de libros en los que cultiva un periodismo muy personal, basado en el uso de técnicas y estructuras narrativas. Cubrió varios conflictos bélicos. En 1999 fue seleccionado como el mejor reportero del siglo XX y aunque quizás debió compartir ese título con otros, pocos estarían dispuestos a negarle el derecho a merecer ese nombramiento.