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La de maestro: sublime profesión de amor

Para recordar el final victorioso de la Campaña de Alfabetización, en la que niños de nueve, diez y once años, y jóvenes se repartieron por toda Cuba para hacer llegar a cada rincón de la Isla el pan de la enseñanza, cada 22 de diciembre los cubanos celebramos el Día del Educador y homenajeamos a los trabajadores de este sector por su abnegado quehacer.

También nuestro Martí supo ver el callado heroísmo de quienes profesan esa hermosa labor. No puede olvidarse que de “fe” se deriva, en última instancia, la palabra “profesor” y me parece muy bien porque es quien tiene “[…] fe en el mejoramiento humano, en la utilidad de la virtud […]”.1

En febrero de 1875, tras una larga permanencia en España y la travesía en el City of Mérida, llegó Martí a México, donde se encontraba su familia, apesadumbrada en grado sumo por la muerte de Ana, una de las hermanas.

Don Manuel Mercado, vecino y amigo de su familia, le abrió sus salones, donde se reunía lo más florido de la intelectualidad y la política mexicanas, y entre ambos, surgió una profunda amistad que duraría toda la vida.

De la mano de don Pedro de Santacilia, yerno del prócer Benito Juárez, llegó Martí ante don Vicente Villalba, director de la Revista Universal de Política, Literatura y Comercio, situada en el no. 13 de la calle San Francisco —hoy Madero—, frente a la plazuela de la Guardiola. El propio director le mostró la redacción y los talleres. Ese mismo día dejó Martí su primera colaboración: un poema titulado “Mis padres duermen. Mi hermana ha muerto”.

Muy pronto se le comisionó para traducir al español la última obra — Mes fils (Mis hijos)— del gran novelista francés Víctor Hugo, a quien probablemente conoció Martí a su paso por esa nación europea.

A partir del 7 de mayo de ese mismo año, comenzó a figurar en la lista de redactores y conoció el fragor de una redacción. Sin duda alguna, se volvió imprescindible, pues en esta publicación aparecieron numerosos trabajos con su firma o con el seudónimo de Orestes, crónicas bajo el título “Correo del teatro”, reportajes acerca de la vida en el Parlamento y otros artículos sin firma, pero con su estilo en la sección “Ecos de todas partes”, que se le atribuye.

De esta época ha afirmado el poeta Juan de Dios Peza: “Todos se maravillaban de la claridad de su talento, de su vasta erudición, de su facilidad y elegancia de palabra, de su inspiración vigorosa y, sobre todo, de su constancia para trabajar”.2 A esta etapa de su literatura periodística pertenecen dos artículos en los que de forma muy clara y precisa da a conocer su ideario pedagógico. Me refiero a “Clases orales”, publicado en la Revista Universal, de México, el 18 de junio de 1875 y “La Escuela de Sordomudos”, dado a conocer en la propia revista, el 30 de noviembre 1875.

Es este último un trabajo muy especial, pues en él se acerca Martí a la triste situación de los discapacitados y, en especial, de los sordomudos. Fue precisamente en este artículo donde expresó una de esas sentencias que caracterizarían su estilo periodístico y literario, así como su propia labor pedagógica en Guatemala, Cuba y Nueva York: “[…] la enseñanza a los sordomudos es una sublime profesión de amor”,* frase que se cita, casi siempre, aplicada a toda la enseñanza y que, aunque válida en ese sentido más generalizador, el Maestro la refirió a la educación de los discapacitados y, muy en particular, de los sordomudos, pues en una persona tan sensible como lo era nuestro Martí, es evidente —se respira en todo el artículo—, que la visita a esa escuela le causó una honda impresión. Por eso, añade acerca de esta institución:

“[…] toda ternura es sublimidad, y el sordomudo enseñado es la obra tenaz de lo tierno. La paciencia exquisita, el ingenio excitado, la palabra suprimida, elocuente el gesto, vencido el error de la naturaleza, y vencedor sobre la materia torpe el espíritu benévolo, por la obra de 1a calma y de la bondad.

”El profesor se convierte en la madre: la lección ha de ser una caricia; todo niño lleva en sí un hombre dormido; pero los sordomudos están encerrados en una triple cárcel perpetua”.*

A continuación se refiere a tres de los alumnos de la escuela, quienes, a pesar de sus limitaciones, habían demostrado en el examen presenciado por Martí sus indiscutibles capacidades, desarrolladas en ellos por esas lecciones plenas de amor que les permitían escapar de la “cárcel” a la que los había condenado la naturaleza. Y se disculpa el Maestro por la injusticia cometida al mencionar solo a esos tres estudiantes, sabedor de que, sin dudas, otros también habían alcanzado destrezas similares.

Menciona a las niñas, que habían examinado el día anterior. Profundo conocedor de la sociedad de su tiempo y de la discriminación de que era víctima la mujer, mucho más la mujer discapacitada, afirmó:

“Seres de desventuras son en todo las mujeres, pocas veces felices, y capaces siempre de hacer la felicidad de los demás. Estas niñas son luces perpetuamente encendidas en lámparas perpetuamente cerradas, que ninguna mano piadosa se acercará nunca a abrir. Tendrán la compasión, que se sufre; pero no tendrán el amor, que vigoriza, enciende y fecunda”.*

Enterado de que los alumnos cultivaban una huerta y un jardín expresó: “Todo hombre está sujeto a la tierra con terribles raíces; somos arbustos que arrastramos nuestras raíces por la tierra: los sordomudos, más sujetos que nosotros, aman mucho a las flores, tan arraigadas y esclavas como ellos”.*

Pese a la inevitable tristeza, a la compasión que inspiran estos seres en cierto sentido desvalidos, Martí reflexiona y define que “[…] el hombre va siendo fuerte contra su madre la creación”, pues “la enseñanza los revela a la vida, y fructifica en ellos la obra de la paciencia y la bondad”.* Por eso destacó también a los maestros cuyo quehacer pedagógico y abnegación pudo admirar y reafirmó el criterio de que “en esta escuela —todas, pudiéramos sin duda alguna precisar— ha de profesarse el amor”.* Y concluye con otra sentencia que ha rebasado las fronteras del tiempo: “¡Benditas sean las manos que rectifican estas equivocaciones, y endulzan estos errores sombríos de la ciega madre creación!”*

A 147 años de su publicación en la Revista Universal, este trabajo mantiene una plena vigencia y mucho han de leerlo y releerlo quienes trabajan en las numerosas escuelas especiales que existen en Cuba y en el mundo, quienes desde las diferentes áreas de la Salud Pública contribuyen a hacer más fácil y, sobre todo, más útil la vida de los discapacitados, quienes abren una nueva vida a los sordos con los implantes cloqueares, o quienes laboran en diferentes misiones solidarias para llevar alivio y esperanza a tantos desventurados en este continente.

Para ellos, para los maestros todos —y para la sociedad en su conjunto—, este artículo de nuestro José Martí es una verdadera lección acerca de una “sublime profesión de amor”.

Notas
1 José Martí: “Ismaelillo”, en Obras completas, t. 16, Centro de Estudios Martianos, Colección digital, La Habana, 2007, p. 17.

2 Cit. por Guillermo de Zéndegui: Ámbito de Martí, La Habana, 1954.

* José Martí: “La Escuela de Sordomudos”, en ob. cit., t. 6, pp. 353-356

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María Luisa García Moreno
Profesora de Español e Historia, Licenciada en Lengua y Literatura hispánicas. Periodista, editora y escritora.

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