En numerosas ocasiones cuando alguien ha debido presentar una intervención mía en determinados eventos, me han anunciado como periodista de Juventud Rebelde. Ello es una verdad relativa, porque lo cierto es que nunca he pertenecido como tal a su plantilla, pero, por otra parte, mi vínculo con este periódico como colaborador es de larga data y se remonta al ya lejano año de 1982.
Por la fecha aludida hice aquí mi primera práctica en un órgano de prensa como estudiante de la carrera y debuté con un texto en las páginas del diario. Algún tiempo después, en 1988, comencé a escribir la columna Los que soñamos por la oreja, que en unos meses cumplirá 29 años. Es fácil deducir, pues, que aunque mi relación con el diario jamás se ha establecido a través de un contrato oficial, son muchos y muy fuertes los lazos que me unen a Juventud Rebelde.
Hubo una etapa en que pasaba horas en la redacción cultural del periódico, por el placer de conversar con los que allí laboraban y, sobre todo, aprender y aprehender secretos del periodismo con los que integraban el equipo por esos días. Guiados por mi gran amigo o, mejor dicho, mi hermano Alexis Triana Hernández, desembarcamos en JR un grupo de jóvenes, entre quienes estábamos René Ascuí (hijo), Yanitzia Canetti y yo.
En ese momento fue cuando inicié contactos con otroras miembros de JR como Ángel Tomás, Padura, Évora, Surí, Soledad, Pedrito, Lagarde, María Elena, Magda, Expósito, Bárbara y alguien que nos ha dejado el pasado domingo 22 (justo el Día del Teatro Cubano, su gran pasión), el gordo Amado del Pino o, simplemente, Amadito, como siempre le dije.
En todo el devenir de Los que soñamos por la oreja solo he hablado en ese espacio de música en su sentido más abarcador, pero ahora deseo evocar al amigo fallecido, que durante un tiempo funcionó como editor de esa columna en el período que le tocó ejercer la jefatura de la redacción cultural de Juventud Rebelde. Me parece que fue ayer cuando nos encontrábamos en el antiguo local del equipo en la sede del periódico, y nos poníamos a discutir de pelota, una de las grandes pasiones de ambos, para luego pasar a hablar de temas culturales y de mi propuesta de escrito para la semana.
Por estos días, en los obituarios que han salido a propósito de la muerte de Amadito, en hermosos y sentidos textos de colegas como Paquita de Armas, Pedro de la Hoz y Omar Valiño, mucho se ha hablado de su legado como dramaturgo y de las condiciones que le hacían que fuese un ser humano inmenso. Por mi parte, quiero poner énfasis en el quehacer del Gordo como excelente periodista.
En más de una ocasión, en nuestros encuentros en la redacción cultural de JR, recuerdo que se le solicitaban trabajos de último minuto y con velocidad asombrosa él escribía de un tirón un estupendo texto, como si hubiese sido algo que había estado cocinando con sobrado tiempo y no un encargo de esos que, como se suele decir, son de ahora para ahorita.
Otra faceta de Amadito que admiré como periodista era su capacidad para armar buenos títulos, algo que es una especialidad y que no se nos da bien a todos los que ejercemos esta profesión. En repetidas ocasiones en que él fue mi editor, me propuso cambiar el nombre de un trabajo, con una sugerencia que siempre resultaba mucho mejor a la que yo traía de inicio. Esa estrecha relación profesional a la postre nos hizo convertirnos en buenos amigos.
Su labor como periodista de alta valía también está recogida en la columna Acotaciones, que realizó en el periódico Granma, en su etapa como redactor en la revista Revolución y Cultura, o en sus incontables colaboraciones en otros medios como La Jiribilla, La Gaceta de Cuba, Tablas y Cuba Contemporánea, donde tuviese el último de sus espacios fijos.
De los días en que Amadito desandaba los pasillos de JR va quedando en el periódico poca gente. Ambos pertenecemos a una generación de la que varios de sus mejores representantes han empezado a abandonarnos de forma definitiva. Santiago Feliú, Alberto Rodríguez Tosca, Frank Abel Dopico, Heriberto Hernández, Juan Carlos Flores y ahora Amado del Pino (entre otros) nos dejan claro que, al margen de que nos aferremos a la utopía de querer tener a todos los amores reunidos a nuestro alrededor, a fin de cuentas no queda otro remedio que percatarnos de cómo ha crecido la ausencia.
Joaquín Borges Triana / Juventud Rebelde