El día más triste llegó. Mensajes de consternación surcan el éter desde todas partes del mundo, se escucha en la televisión. Varias llamadas desde uno a otro punto se hacen para compartir la amarga certeza. No todos escucharon la alocución que acuchilló la tranquilidad de la noche del 25 de noviembre de 2016. Pero el silencio reina.
El silencio reina en mi barrio. Mi hijo aún duerme, cómo le explicaré cuando despierte que uno de sus deseos más fuertes ya no podrá ser cumplido a la manera tradicional. Ya ni siquiera podrá soñar que alguna vez, podría llamarle o estrecharle una de sus suaves y alargadas manos a esa persona de la que conoce algunas anécdotas de parte de sus padres, de sus maestras y de lo que, ha visto en la tele.
Tal vez su imaginario infantil se pueble aun más de historias propias, tal vez se engrandezca su afán de conocerle, tal vez esa inclinación a hacer más y más preguntas, se dispare en un momento como éste. No sé aun cómo le explicaré, cómo reaccionará. Entonces recuerdo cómo comprendió con apenas 2 ó 3 años que él no tenía vivo a su abuelo. Entonces bajó la cabeza, respiró fuerte y no habló en un buen rato.
En estos días, no entregó a tiempo su trabajo para un concurso, pero no dijo nada. Entonces en la rutina cotidiana hallé entre sus libretas en la maleta escolar, una hoja de papel estrujada. Las líneas que devoré con algún trabajo por la irregularidad de sus inexpertos trazos me enorgullecieron tanto que le tomé fotos para leerlas de vez en vez. Mientras despierta y me preparo para darle la noticia, comparto las líneas acerca de la visión de un niño de Cuba sobre Fidel.
